Por Gabriela Paz y Miño / @GabrielaPazyMio

Son ingenieros mecánicos, químicos, eléctricos, biomédicos; intensivistas, programadores, un administrador, un abogado y un empresario-coach. Veinticinco hombres y cinco mujeres. Trabajan hace dos meses, desde el segundo día del confinamiento en Ecuador, en el diseño de un ventilador de sofisticada tecnología que, de ser aprobado por la autoridad sanitaria, podría ayudar a salvar muchas vidas en el país. Su construcción ha sido una odisea, pero está listo. Sin embargo, la máquina permanece sobre una mesa, mientras los nudos burocráticos se desatan.

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El fantoma respira. El rítmico ciclo inspiración-espiración/inspiración-espiración es el fondo sonoro de la transmisión en vivo. Sobre la camilla, el artilugio hecho de tejidos artificiales –sin historia, sin afectos, sin conciencia- respira.

El muñeco, desnudo e intubado, mira fijamente a los hombres y mujeres que lo rodean. Alrededor de la camilla, en un aula de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central del Ecuador, un grupo de médicos e ingenieros de distintas ramas observa, pregunta, anota datos, contrasta, graba con sus teléfonos móviles. No hay emoción visible. Detrás de las máscaras, alguien quizá sonríe. Imposible saberlo. El muñeco, en cambio, expresa algo como estupor en sus ojos exageradamente abiertos.

Es un día más en Ecuador, desde que empezó la crisis por el coronavirus. Hay gente encerrada en sus casas, contando y recontando las cifras de víctimas que exhiben los noticieros. Gente doliéndose por los relatos de corrupción en los hospitales y despachos, los robos en la compra de mascarillas, el sobreprecio en las fundas de cadáveres. Gente viendo morir frente a sus ojos a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos. Gente buscando desesperadamente su pan en las calles.

Hay gente en los cajeros, en las calles, en los autos.

Hay gente, contagiada sin saberlo y otra que empieza a sentir los síntomas, después de las celebraciones familiares del Día de la Madre.

Han pasado dos meses desde que el presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, declarara el Estado de Excepción, por la pandemia del coronavirus. Dos días después de la prueba con el fantoma, el 15 de mayo del annus horribilus, las cifras oficiales informan que los contagiados suman 31 467 y los fallecidos, 2 594. Junto a este último dato, aparece la cifra de 1 613. Son los “probables”. Además, constan 3 433 recuperados. La forma de presentar los datos cambió días después, con otro tipo de desagregación, en la que desapareció la palabra “probables” y apareció el detalle de los pacientes con alta epidemiológica y con alta hospitalaria, además de los confirmados, descartados y fallecidos. El Gobierno ecuatoriano lo atribuyó a un “cambio de metodología” a la hora de contar los casos.

El dato más singular, que por supuesto no se incluye entre los oficiales, es el de “resucitados”. Son dos. Son personas a las que se dio por muertas y cuyos familiares recibieron y enterraron, sin saberlo, las cenizas de desconocidos. Los “resucitados” volvieron a la vida cuando lograron contactar con los suyos. Un dato único en el mundo.

En el país hay alrededor de 600 ventiladores, asegura Francisco Astudillo. Doscientos más estarían dañados y alrededor de cincuenta ya habrían sido reparados por el equipo y entregados a los hospitales. “La proyección es que se necesitarán ocho mil”.

Ecuador copia el drama que viven los países europeos y lo empeora. Desde el Gobierno, hay un manejo errático de la comunicación y los números oficiales son una farsa a voces, aceptada quizá para no sucumbir de angustia. Muchos saben ya que el número de muertos por COVID-19 es quince veces más alto que lo que muestra el Gobierno, como lo delata el matemático guayaquileño Juan José Illingworth en un informe, luego tomado por la BBC y el New York Times, que da la vuelta al mundo. Deducirlo ahora tampoco es complicado: solo hay que mirar la inscripción de defunciones en las distintas provincias, que forma impresionantes curvas ascendentes, sobre todo en Guayas -en donde la pandemia hace una alianza mortal con el dengue y a veces confunde los síntomas- Manabí, Santa Elena y Pichincha.

El uso de la palabra “probables” profundiza la duda frente a los informes del Gobierno. De ellos no se sabe si recibieron el alta, si están hospitalizados, vivos o muertos. No se sabe si tuvieron coronavirus o si ingresaron al hospital por otra afección.

Ese es el panorama. Los informes engañan. Los hospitales se desbordan. Las funerarias no dan abasto. La gente busca a sus muertos en listas inútiles, morgues llenas o contenedores sin refrigerar. Los fallecidos delatan al gobierno.

Pero en un aula universitaria, un muñeco respira.

“Yo no me rindo”

 Yo no me rindo es más que frase-mantra. Es el nombre de un equipo de treinta personas, entre ingenieros de distintas especializaciones: mecánicos, químicos, eléctricos, biomédicos, intensivistas; administradores de empresas, un abogado, y el coach y empresario quiteño Francisco Astudillo, que resulta ser también el mecenas inicial y promotor más ferviente del proyecto.

Encerrados en el Pabellón 2 del Centro de Convenciones Eugenio Espejo de Quito -el “Área 51 llaminga”, bromea Astudillo-, estos veinticinco hombres y cinco mujeres conforman un universo aparte, que ha ido creciendo desde que se formó, al siguiente día del confinamiento obligatorio.

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Vistiendo trajes de bioseguridad, mascarillas, guantes y con alimentación que llega por donaciones caritativas, el grupo de expertos biomédicos comparte este espacio del centro de convenciones Eugenio Espejo, en el centro de Quito, trabajando día y noche para perfeccionar el ventilador. Foto: Cortesía.

Trabajan doblemente aislados: del virus y de sus propias familias, a las que solo ven por la noche o de madrugada. Hablan lo justo, salen lo justo y comen lo justo, gracias a donaciones del Club Rotario, que cubren sus desayunos y sus almuerzos.

Eso sí, trabajan bastante más de lo justo, en este edificio del antiguo Hospital Eugenio Espejo, construido a inicios del siglo XX, que consiguieron por gestiones en un ministerio. Rodeados por cables, pantallas, computadores, placas, equipos antiguos y pizarras llenas de fórmulas, estos profesionales de distintas universidades colaboran de forma voluntaria. Están allí, cada día, un promedio de doce horas diarias. Al principio eran dieciséis y alguna vez, hasta veinte. Se han dividido en dos grupos: unos construyen un complejo ventilador mecánico. Otros reciben equipos dañados de los hospitales públicos y los repararan sin costo. A ambos les mueve lo mismo: ayudar a salvar vidas en Ecuador.

En ese microuniverso arman, desarman, prueban, dudan y empiezan otra vez. No se rinden. Les gusta llamar a su proyecto “el ventilador ecuatoriano”. También “El lomo plateado”, nombre que ganó en una encuesta de su página de Facebook (pero que no es definitivo, “por machista”, como aclara una de las expertas, medio en broma, medio en serio).

La llamada

La historia, como tantas, empezó con una llamada. Un timbrazo que recibió Astudillo, a las doce de la noche. Del otro lado de la línea estaba César Naranjo, un ingeniero mecatrónico, de 30 años, graduado en la Universidad Internacional del Ecuador. Un hombre que, a grandes rasgos (los que se pueden ver a través de una ventana de videoconferencia) es alto, delgado, moreno, con ojos grandes y grandes ojeras. Y que en una observación más detenida parece mesurado, sencillo, perspicaz, obstinado.

Naranjo gerencia su empresa, Cnestronic, de construcción y desarrollo de tecnología. La descripción en la página web de la firma incluye el diseño y la fabricación de máquinas industriales a medida, la creación de sistemas de iluminación automatizados, el ensamble de drones con diseño propio y bastante más. En su información personal hay datos tan llamativos como: “Creador de la primera máquina de paint ball en Ecuador” o “Socorrista en un parque de atracciones de New Jersey”.

“Vi en la televisión unos modelos de ventilador con resucitador, para la emergencia sanitaria. Uno era de Estados Unidos y el otro de España. Pensé: eso lo puedo hacer yo. Entendí que la cosa se iba a complicar mucho y me decidí. Llamé a Francisco”.

Y Francisco, que ve en Naranjo a un genio de a pie, se puso en marcha con plata y persona.

El primer prototipo lo desarrolló el ingeniero en su propio taller, en un día, usando repuestos antiguos, neumáticos, “partes que pedimos a hospitales y alguna pieza que algún médico tuvo que sustraerse”. En Ecuador –dice– las cosas funcionan así: había que ser pragmáticos. “No podía quedarme esperando a que abrieran las farmacias”.

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El grupo de expertos trabaja en la construcción y revisiones constantes del ventilador. Foto: Cortesía.

Con un vídeo que mostraba las funciones del modelo, estos “dos locos”, como dice Astudillo, recorrían Quito explicando su idea. Así los vio la gente en el noticiero de Teleamazonas.  Así los llamaron familias y empresas que querían ayudar y a las que se les pidió pagar facturas, no dar dinero. Así consiguieron que el Alcalde de Quito los apoyara con vehículos del Comité de Operaciones de Emergencia cantonal para llegar al centro de trabajo. Así se unieron los primeros profesionales. Y así lo presentaron a las autoridades del Hospital Eugenio Espejo.  

“Cuando fuimos por primera vez, nos desmoralizaron. En otras palabras, el director nos dijo: esto no sirve para nada”, cuenta Naranjo. “Al vernos salir, las enfermeras nos pidieron ayuda para reparar un ventilador dañado. Nos llevaron a la bodega y ahí estaba el equipo inutilizado”.

Lo único que le faltaba al aparato, como a muchos otros que están embodegados en los hospitales públicos del país, era una pieza. Naranjo la fabricó. Con el repuesto listo, el ventilador volvió a la vida.

El siguiente enlace decisivo fue Karen Gómez, una ingeniera biomédica colombiana, radicada en Quito y dueña de una pequeña empresa de mantenimiento de equipos médicos. “Me convocó el coordinador biomédico del Hospital Eugenio Espejo y me propuso que me uniera al proyecto. Yo no conocía a nadie, pero acepté. Empezamos a trabajar con el ambú”, un resucitador manual que se usa para traslados de pacientes en una ambulancia o para atenciones puntuales de corta duración. “Cuando una ingeniera experta en neumática que se unió al equipo vio el modelo, nos dijo: pasemos a un ventilador con válvulas”.

Ese fue el salto de nivel. “El quiebre del limbo tecnológico en el país”, como le gusta describirlo a Astudillo.

El primer paso para construir el “ventilador ecuatoriano”.

Un Frankestein de alta tecnología

Mediados de mayo. El mundo se ha detenido. La expansión del virus es tan rápida y sus efectos tan letales, sobre todo en la población de la tercera edad, que los médicos de países como Italia o España se ven obligados a hacer triaje, ante la falta de ventiladores para asistir a los pacientes con distrés respiratorio.

Triaje. Normalmente el término se aplicaría a la elección de quién recibe tratamiento primero. Pero la crisis del COVID-19 le da un giro dramático. En esta selección, se quedan atrás miles de ancianos y pacientes con enfermedades preexistentes, que mueren sedados y sin asistencia.

El ambú es un resucitador manual que se usa por períodos cortos, para ventilar a pacientes con problemas de respiración. El ventilador reemplaza el ambú por un sistema de electroválvulas que se autorregulan y que detectan los niveles de oxígeno y de CO2, para compensar valores, de ser necesario. Está integrado por un bloque eléctrico, un bloque neumático y un sistema de control. 

En Ecuador, no se sabe oficialmente si esta decisión debió tomarse. Pero, otra vez, no es difícil deducirlo. Muchos pacientes en Guayaquil agonizan y mueren en las salas de Emergencias de los hospitales, en los pasillos o frente a las puertas cerradas de los centros de salud, que llegaron a apilar cadáveres en el peor momento de la crisis (si es que ya pasó ese momento). Las imágenes se filtran en videos personales subidos a Youtube y en algunos noticieros extranjeros.

En el país hay alrededor de 600 ventiladores, asegura Francisco Astudillo. Doscientos más estarían dañados y alrededor de cincuenta ya habrían sido reparados por el equipo y entregados a los hospitales. “La proyección es que se necesitarán ocho mil”.

Jean Raad es el primer intensivista del país. Especialista en Medicina Interna Crítica y Terapia Intensiva Cardiorrespiratoria y médico del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social, con más de cuarenta años de carrera, contrasta el dato: “Si acaso el 5 por ciento de los enfermospor COVID-19 llegan a necesitar ventilación. Experiencias de otros países así lo asumen. Yo tengo la impresión de que no se requiere más de los que tiene, pero sin datos sustentables, es una impresión que no puedo comprobar”.

La pregunta es: ¿A cuántos casos equivale ese porcentaje en Ecuador, si las cifras oficiales no son confiables?

Pero en el mundo entero, los médicos y enfermeras claman por estos aparatos. Hay una razón: los ventiladores son clave para los pacientes con COVID-19 porque la inflamación que provoca la infección vírica no permite el paso del oxígeno de los pulmones a la sangre. No hay un tratamiento, pero sí se puede ayudar a los pacientes a respirar –y con suerte a recuperarse- con las llamadas “bombas salvadoras”.

El grupo Yo no me rindo no se aparca en las dudas. ¿Se necesitarán? ¿Se usarán correctamente? Apenas comienza la emergencia, se plantea un reto que, con los días, gana en complejidad. El respirador con ambú que diseñan inicialmente termina por convertirse en el proyecto de un modelo con válvulas. Un aparato integrado por un bloque eléctrico, un bloque neumático y un sistema de control, que equivale al corazón del equipo.

No es un invento para el mundo, pues con sus variaciones, lo hacen empresas como la estadounidense Medtronic, la alemana Dräger; una división de la NASA que en abril presentó su modelo específicamente para pacientes con COVID-19, e incluso grupos como Tesla, que fabrica automóviles eléctricos, pero que debido a la coyuntura se ha volcado a producir ventiladores mecánicos.

Visto por un neófito, el ventilador ecuatoriano parece una tosca estructura de metal, conectada con una pantalla. Algo semejante a una impresora muy antigua o a la carcasa de un computador viejo, adornada, para las fotos, con una bandera del Ecuador. Pero en realidad la caja aloja un aparato moderno y avanzado que funciona con su propio software. Un montaje completamente electrónico, construido desde cero, que reemplaza el ambú por un sistema de electroválvulas que se autorregulan y que detectan los niveles de oxígeno y de CO2 en el paciente, para compensar lo que sea necesario. Los parámetros configurables, que se muestran en la pantalla táctil, pueden ser activados tanto manualmente como de manera remota, para que el médico no tenga que estar necesariamente junto a cada enfermo, sino que pueda monitorear y regular múltiples ventiladores desde la estación de enfermería, por ejemplo.

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No es el único esfuerzo en el país. Las iniciativas que han surgido incluyen modelos con creciente sofisticación que hacen uso de ambú o turbina (blower), valiosas para la emergencia. Entre los más conocidos está el desarrollado por la Universidad San Francisco, que incorpora un motor eléctrico con palancas, para aplastar la bolsa de resucitación y reemplazar la acción manual del personal sanitario.

Sin embargo, el “ventilador ecuatoriano” tiene sus propias características. Lo determinan tanto su diseño de alta tecnología con electroválvulas, como las circunstancias en que la gente del grupo No me rindo ha tenido que conseguirlas. Donaciones, favores de amigos que importan piezas en pequeñas cantidades, “canibalización” de equipos antiguos: ha habido de todo.

Hace pocos días y doce prototipos después del primero, la máquina alcanzó su versión final, que espera, como el resto de proyectos, la aprobación de la Agencia Nacional de Regulación, Control y Vigilancia Sanitaria del Ecuador (ARCSA).

Del desempleo al proyecto de su vida

Karla Portilla no sabe estar encerrada en su casa. No le gusta. Se siente inútil y se aburre.

El nombre de esta ingeniera electrónica y de control, graduada en la ESPE, constaba en la lista de despidos que elaboró la empresa para la que ella trabajaba, en el área de mantenimiento de equipos médicos. La decisión se tomó justo cuando se reportaron los primeros casos de Covid-19 en Ecuador. La firma (Portilla, decente, se reserva su nombre) aprovechó la crisis para hacer los recortes.

“Yo visitaba hospitales, coordinaba un grupo de muchachos tecnólogos que también hacían mantenimiento de equipos médicos. Estaba encargada de trazar las rutas, las órdenes de trabajo, llevar toda la parte administrativa. Cuando la empresa necesitó más personal para hacer los mantenimientos, empecé a salir. Como tenían equipos en todo el país, viajaba a Latacunga, Ambato, Ibarra… a distintos hospitales a revisar los equipos. Llegaba y hacía el mantenimiento preventivo o correctivo. Cuando la reparación era muy compleja, me quedaba en un hotel y continuaba al día siguiente. Me gustaba lo que hacía, pero pasó lo del despido. Fue bastante triste”.

La experiencia de horas y horas frente al rompecabezas de las maquinarias averiadas, la capacidad absoluta de concentración y resolución de problemas, las ganas de “echar una mano” y, sí, la urgencia de salir de casa: esas fueron las monedas del capital con el que esta experta desempleada, de 26 años, se presentó ante César Naranjo.

“Vi el vídeo de César. Pensé: yo no tengo nada que hacer y este tipo quiere hacer algo. Si puedo ayudar de alguna manera sería chévere”. Otra llamada providencial. Y un sí inmediato.

Los primeros días del proyecto fueron agotadores para Portilla y para todo el equipo. El trabajo comenzaba a las ocho de la mañana. “A veces salíamos a las tres o a las cuatro de la madrugada. Buscábamos un prototipo mejorado, cambiábamos de ideas para sacarle más provecho al equipo y hacerlo más funcional”.

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Evelyn Flores y Jason Tapia, parte del equipo de expertos que ha desarrollado el llamado ventilador ecuatoriano, en su rutina. Foto: Cortesía.

Mientras un grupo trabajaba en la parte de mecánica, ella, experta en electrónica, hacía lo suyo. “Con algunos chicos nos dedicamos a acondicionar los sensores de presión, de flujo y de oxígeno”. Todas estas variables se tienen que medir y acondicionar. Los “electrónicos” manipulan la señal análoga para que digitalmente se transmita a la computadora o al dispositivo que se quiera utilizar. Portilla lo resume: “Las señales tienen que llegar bonitas y entendibles a la Raspberry Pi (un computador diminuto y poderoso, con capacidad para reconocer la información de los sensores)”. Ahí termina su labor y empieza la del programador.

A sus padres, dos sexagenarios (ella colombiana y él, ecuatoriano) y a su hermana, ingeniera de sistemas, con quienes vive, casi no los ha visto en dos meses. Pero el sacrificio, dice, ha valido la pena. Los resultados le enorgullecen. “Es un equipo completo que se puede usar para estabilizar a pacientes con distrés respiratorio”.

La complejidad obviamente determina su precio. En muchos lugares –también en Ecuador– se está apostando por hacer respiradores sencillos y más baratos. Hay modelos de funcionamiento manual que pueden costar 500 o 700 dólares. El ventilador de Yo no me rindo podría costar hasta 3 000 dólares, “poniéndolo un poco alto”, sostiene la biomédica Gómez. Pero, en caso de que haya que importar un ventilador de esas características o quizás con algunas funciones más sofisticadas, el costo podría subir hasta a 30.000 dólares.

Como el resto del equipo, ambas cuentan las horas para que se evalúe oficialmente y se avale. “Nos llaman full de los hospitales –cuenta Portilla–, nos dicen: se muere la gente, hoy se pueden morir tantos; ¡los queremos ya, ya, ya!”.

“No estamos inventando el agua tibia”

La prueba con el fantoma en la Facultad de Medicina de la Universidad Central no era la primera. De hecho, la primera fue bastante frustrante. No por el resultado, que en ese momento, rodeados de cámaras, micrófonos y gente ajena al proyecto, parecía ser lo menos importante. “Había mucha presión. Era todo como un show y no podíamos contrastar los datos ni verificar nada”, recuerda Karen Gómez, la biomédica colombiana.

Ese día, ella y el equipo decidieron que se acabó; que ese tipo de demostraciones solo les desconcentraban del objetivo principal: probar la eficiencia de su diseño. Pero la cuarta fue exitosa (y silenciosa, como ellos querían). Los valores de su equipo se equipararon a los de un ventilador mecánico comercial. El porcentaje de error fue menor al diez por ciento. La máquina estaba casi lista. Varios expertos de Yo no me rindo lo publicaron en sus redes, con textos emocionados. “Vamos por buen camino”. “Un gran día de trabajo”. “Grandiosos resultados”.

Gómez no lo hizo, aunque alguien compartió la información en su muro. La experta de 28 años, que tiene a toda su familia en su país de origen, prefiere andar con pies de plomo. Pragmática, introvertida y con fama de extremadamente perfeccionista (“intensa”, dice ella), hace un doble esfuerzo para esta entrevista. No le gusta la prensa, “no sé de Relaciones Públicas”, dice. Además, acaba de llegar del Hospital del IESS de Loja, a donde fue para reparar una máquina, en su primer fin de semana libre, tras dos meses de trabajo. Los protocolos de seguridad que vio en su visita le sorprendieron. “Protegen muy bien a su gente”, dice. El contraste está en otros lugares que ha visitado y donde ha oído –fuera de cualquier declaración oficial– que hay más víctimas mortales de lo que se dice. Que hay morgues llenas de cadáveres.

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Lo que cuenta con recelo por videoconferencia, a través de una ventana virtual, es una verdad conocida. Aun así, Gómez mide cada palabra. Sabe que esta iniciativa genera resistencias, entre algunos médicos ecuatorianos, que “ante cada prueba y ajuste, piden uno nuevo”. “No estamos inventando el agua tibia. Hemos hecho una máquina que funciona, que cumple con estándares altos y que hace lo que tiene que hacer. La hemos validado con equipos médicos de varias universidades. Lo han avalado médicos de fuera, pero aquí es muy difícil. ¿Por qué?”.

César Naranjo se ha hecho la misma pregunta. “Quizás es por miedo, porque si algo va mal, hay consecuencias hasta penales”, dice el ingeniero, padre de un niño de tres años, entrenado en la virtud de la paciencia.

Jean Raad contesta esa pregunta con otras interrogantes. “No conozco este proyecto en particular. Sé que se está haciendo, pero no lo he visto. De todas formas, me parece un sueño, una idea con muy buenas intenciones, pero que parte de una base incierta. No hay –y yo lo he repetido con insistencia en redes sociales– un solo estudio de cuántas personas han entrado en terapia intensiva por el COVID-19 en Ecuador. No se sabe si necesitaron ventilación y si lo hicieron, no se sabe qué tipo de ventilación necesitaron. No hay nada”. El intensivista alerta también que un sobretratamiento con estos aparatos tendría “resultados lamentables”.  

Raad, aclara, no quiere destruir ninguna iniciativa, pero en este caso se declara un hombre de poca fe. “El Ecuador no es un país que tenga la infraestructura ni la tecnología que requiere un tipo de proyecto así. Por otra parte, no existe un número suficiente de personas capacitadas para el manejo de ventiladores y no solo me refiero al conocimiento de los principios físicos de un aparato como este. Me parece que hay riesgos”.

Después de las verificaciones con fantomas, el ventilador debería ser avalado por los médicos, probarse con animales y con personas que no estén contagiadas por COVID-19, insiste el médico. No puede usarse directo con los pacientes contagiados. “Y esas no son pruebas sencillas”.

“No hemos podido hacer  las pruebas con animales y no porque no queramos”, confirma la biomédica Karen Gómez. “Existen grupos que se oponen, pero estamos hablando de salvar miles de vidas humanas”.

Genuinamente, la experta intenta ponerse en los zapatos de un médico o de una autoridad sanitaria. “Comprendo que deben estar seguros, pero podrían ponerse de acuerdo y sacar una normativa; establecer estándares de seguridad, agilizar las cosas”. Ella teme que finalmente el aparato termine usándose por primera vez directamente con seres humanos. No lo teme por los resultados, pero sí por el procedimiento incompleto.

Y eso es exactamente lo que está a punto de pasar. Hace pocos días, el equipo recibió una llamada del Hospital del IESS Quito Sur, que acaba de llegar al pico más alto de su capacidad. Pedían uno de los ventiladores para “uso compasivo”, es decir, para aplicarlo en casos en los que el paciente está tan grave que seguramente va a morir, pero al menos se le da esta asistencia. Al cierre de esta entrega, personal de ese centro de salud visitó al equipo de expertos, según dijeron, para probar el ventilador.

“El lunes vamos a firmar un documento que lo autorice. No ha sido diseñado para eso y es una pena, pero si no lo podemos usar y sirve para ayudar a alguien, lo vamos a hacer. Además, quizás entonces los médicos vean la capacidad del equipo”, se esperanza Gómez. Es el único uso que podría darse sin la validación oficial, porque de lo contrario, si un paciente muere, utilizando un ventilador sin registro (aunque no muera por eso), quienes lo han producido corren el riesgo de terminar en la cárcel.

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Este es el ventilador en su versión final. Foto: Cortesía.

En el Centro de Convenciones Eugenio Espejo ya hay dos ventiladores listos y se trabaja en el tercero, mientras se espera –como el resto de creadores del país– que la ARCSA tenga listo el reglamento de aprobación y los valide. El plan, entre tanto, es construir cinco y entregarlos a hospitales.

“No pretendemos reducir quince años de investigación, que toma crear nuevas tecnologías médicas a dos meses de trabajo –dice Gómez–, pero tenemos un equipo que puede evitar muertes. Lo hemos armado adaptándonos a lo que tenemos: usando válvulas industriales, en vez de válvulas médicas. Podría ser un aparato con mayor sensibilidad, con funciones más complejas, aún más amigable con el paciente, pero sería mucho más caro”.

Un relato épico

Francisco Astudillo, quien se ha empleado a fondo en ser el coach permanente del equipo, expresa su entusiasmo en metáforas. Algunas bélicas. Otras épicas. Varias patrióticas.

“En este país ha habido tres momentos importantes: la victoria del Cenepa que la obtuvimos cuando un presidente viejito se paró en el balcón de Carondelet y gritó: ‘Ni un paso atrás’; la del ‘Sí se puede’, que inculcó a todo el país el Bolillo Gómez (exentrenador colombiano de la selección ecuatoriana de fútbol) y ahora el ‘Yo no me rindo’”.

Astudillo es un coach eficaz y sabe que un esfuerzo así también se sostiene con motivación y grandilocuencia. También, con algunas broncas. “Yo me he dado de quiños con unas veinte personas al menos por esto”, bromea. “Ese es mi trabajo”. También lo es filtrar las presiones externas para que no afecten al equipo. Lidiar con la frustración que le crea a un grupo de gente no acostumbrada a la verborrea, que les hagan tantas promesas que luego no se cumplen. Apoyarles cuando el peso de no ver a sus familias les abruma.

El 8 de abril, el vicepresidente ecuatoriano, Otto Sonnenholzner, visitó a los expertos biomédicos y conoció una de las primeras versiones del ventilador. Video: Cortesía.

Astudillo habla con la prensa, consigue visitas de autoridades que van, se toman fotos y dan palmadas de apoyo, para luego desaparecer. “No todos, claro”. Gestiona bonos del Estado para el equipo que repara máquinas dañadas y que hace dos meses dejó de lado sus propios proyectos. Bonos que, asegura, llegan por goteo. Pone banderas, uniformes, inventa frases motivadoras. Busca con desesperación las empresas que puedan montar industrialmente los ventiladores, si estos se llegan a aprobar.

Él –dice- “baja de la camioneta a gente que se quiere subir a última hora”.

Mientras lo hace, dentro de las cuatro paredes de uno de los salones del Centro de Convenciones Eugenio Espejo, treinta expertos hacen lo suyo: ganar tiempo para salvar vidas.

Vida humanas. Con afectos, memorias, familias.

Personas, no fantomas.