Por Josué David Luna

La transición había sido exitosa. Inmediatamente después se recostó sobre el respaldar de su silla y tras un profundo suspiro, relajó todos sus músculos. Se quitó las gafas y se pasó la mano por la cara intentando borrar su rostro. Se preguntaba si lo que había hecho era lo correcto. Frente a él, yacía una lujosa computadora mostrando en pantalla una gran cantidad de dinero depositada en su cuenta.

Poco más de una década de su creación, la llamada “internet profunda” aún seguía siendo un misterio para la mayoría de los internautas. Estas tinieblas de la red eran inaccesibles mediante motores de búsqueda tradicionales y proporcionaban acceso anónimo a un asombroso menú de bienes y servicios ilegales.

Desde sus inicios, como el primer mercado negro digital de drogas ilegales, la deep web se había convertido en una gigantesca red de sitios ilícitos en la que se ofrecían armas, pornografía infantil, secretos políticos e incluso los servicios de distintos profesionales como prostitutas, hackers, espías o asesinos.

Cada semana se realizaban millones de transacciones en la deep web, y esa madrugada, en la capital de Israel, una de ellas ya había sido completada.

Su nombre clave era Pilatus y su tipo de contratación consistía en recolectar y vender información clasificada, pero ese día había hecho algo completamente distinto. Aún sumergido en sus pensamientos, se levantó lentamente y fue a buscar lo prometido.

La luz del refrigerador alumbró la oscuridad de la habitación. Lentamente sacó un pequeño maletín y lo posó sobre la mesa. Era un pequeño cubo de hielo humeante. Las bajas temperaturas eran la garantía del producto. Se colocó un par de guantes y verificó el contenido. Nada de preguntas, se dijo, la regla de oro del negocio. La venta de ese día la había solicitado un comprador anónimo que ofrecía mil dólares por algo que a él mismo le helaba la sangre.

Después de acordar la entrega y aclarar cómo usar el producto, se dirigió a su habitación y lentamente abrió las cortinas de su ventana. Observó el amanecer de la ciudad de Jerusalén y trató de poner en orden sus ideas. Las calles estaban desoladas producto de una estricta medida de confinamiento. Se había decretado una cuarentena indefinida a nivel global.

Meses atrás el mundo había sido atacado por una amenaza invisible. Un nuevo virus había emergido en un mercado de alimentos chino en la ciudad de Wuhan y se había esparcido por todo el planeta. Su escalada partió desde el corazón de Asia y había conquistado todos los continentes. La pandemia era imparable.

Le parecía asombroso y a la vez inquietante. Cómo un diminuto trozo de código genético podía poner en jaque a toda una población. Las cifras de contagiados y fallecidos en Israel eran preocupantes y el gobierno había tomado severas medidas para controlar la situación. Lo poco que se sabía del microrganismo era que formaba parte de una nueva familia de coronavirus, una mutación de dos cepas que años atrás había cobrado la vida de centenares de personas en la península coreana y en Medio Oriente.

La alarma se había dado cuando se descubrió que el virus se contagiaba entre humanos mediante aerosoles. Las medidas de prevención dictadas por organismos de salud eran específicas: uso de mascarillas, guantes y un constate lavado de manos.

El virus producía una enfermedad poco difícil de tratar, pero en algunos casos podía complicar las vías respiratorias y desembocar en la muerte. El riesgo radicaba en su rápida capacidad de contagio y el temor global era el colapso sanitario: no tener la capacidad de atender a una gran cantidad de infectados.

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Ilustración: Wimar Verdecía / @wimarverdecia

Muchos países lidiaban con esta crisis. En el mundo, los infectados sumaban una cantidad de más de tres millones de personas y casi trecientos mil fallecidos. Las repercusiones económicas, sociales y políticas eran únicas en la historia. Se trataba de un auténtico holocausto de proporciones bíblicas.

Los primeros rayos del sol lo despertaron de su ensoñación. Consultó el reloj, aún estaba a tiempo y preparó la entrega. Buscó los documentos que respaldaban la veracidad del producto y los metió dentro del maletín. Se alistó, se colocó una mascarilla y emprendió el viaje al sitio de entrega: las afueras de la Iglesia del Santo Sepulcro. Un lugar simbólico, pensó. Los expertos ortodoxos afirmaban que allí se encontraba el sepulcro de Jesucristo, donde murió luego de su condena y según los creyentes, había resucitado al tercer día.

Una ciudad fantasma, se dijo. Negocios y empresas no esenciales estaban cerradas. Parques y lugares públicos no eran accesibles. Competencias, festivales, eventos de entretenimiento y celebraciones estaban cancelados. Había escasez de comida, mascarillas y guantes en los lugares de venta. Solo se podía salir a la compra de productos imprescindibles. El gobierno israelí había cerrado las fronteras y las rutas vehiculares. No había casi nadie en las calles y Pilatus se la jugaba para no ser detenido por las autoridades por no acatar la cuarentena.

Tenía un poco de miedo. Días atrás había sido diagnosticado como un asintomático: una persona portadora del virus pero por motivos desconocidos no presentaba ningún síntoma respiratorio. Cualquiera podía estar contagiado y eso complicaba evaluar la cantidad de infectados y con ello, determinar el índice de mortalidad de la enfermedad. Esa era la razón de ser de la cuarentena, reducir la movilidad del virus.

Estaba por llegar al sitio. El lugar estaba desolado y a lo lejos pudo divisar la figura de un hombre delgado. Su atuendo lo hacía irreconocible: llevaba gorra, guantes, mascarilla y unos lentes protectores que le cubrían la mitad de su rostro. Pilatus no tenía nada que temer, su reputación en la deep web era respetable y sólo hacia negocios con personas de igual categoría. Poco antes del registro del paciente cero, el Mossad, el servicio de inteligencia israelí responsable de la recopilación de información, espionaje y contraterrorismo en todo el mundo, había contratado sus servicios anónimos. Le encargaron investigar anomalías ocurridas en la ciudad de Wuhan, epicentro de la pandemia. La información que pudo recolectar era abrumadora.

Hackers informáticos en la India habían penetrado las fortalezas digitales de distintas organizaciones de salud, empresas e institutos científicos de todo el mundo y encontraron información sensible respecto al origen del virus. Según análisis de muestras genéticas, se había estrechado el cerco entre pangolines y murciélagos como la posible fuente del nuevo coronavirus. En años pasados, se había incrementado el tráfico ilegal de animales salvajes en las fronteras de China con Vietnam. Sin embargo, los hackers aseguraban que el nuevo virus pudo haberse originado en el Instituto de Virología de Wuhan, un novedoso laboratorio de alta seguridad capaz de desarrollar avanzados experimentos más allá que cualquier otro en el mundo. Revelaron que China desarrollaba programas de proyectos biológicos con el fin de demostrar una capacidad única de identificar y combatir los virus de una forma superior a las grandes potencias y corporaciones mundiales. En su investigación, pudo descubrir que se trataba de la liberación de un agente patógeno a dieciséis millas de un mercado popular en Wuhan, ubicado cerca del edificio de ventilación de la red ferroviaria más grande del mundo para garantizar su expansión. De ser esto cierto, se decía, se trataría del peor delito hacia la humanidad en los últimos tiempos.

Cuando se cruzaron, ambos pronunciaron un profundo Shalom. No hay duda, pensó, este es el sujeto. La vestimenta, la hora, el lugar y el saludo judío eran la clave para identificarse. Se miraron por un instante y Pilatus extendió el brazo para entregar el producto. Lentamente, el comprador tomó el maletín y con un breve movimiento calculó su peso. No hay vuelta atrás, pensó, tiempos desesperados ameritan medidas desesperadas. Como si no supiera la fragilidad del producto, hizo saltar los seguros para comprobar el contenido. La mascarilla y los lentes del comprador se contrajeron, su sonrisa fue total. Pilatus observó cómo tomó la muestra en el tubo de ensayo y la expuso a la luz del sol como si se tratase de un brindis. El líquido carmesí contenido era su propia sangre contaminada por coronavirus. Comprobó los documentos y observó el positivo de los exámenes médicos. Las instrucciones para dañar a alguien habían sido claras: una pequeña muestra de sangre en la comida, bebida o en algún lugar específico de la víctima era suficiente. Un ademán apenas perceptible dio por concluido el intercambio. Con impecable profesionalismo, ambos se voltearon y tomaron distintos caminos como si nada había sucedido.

Al llegar a su apartamento, experimentaba una sensación extraña. Su misión se había realizado con éxito y a cambio, poseía una cantidad de dinero que le permitiría vivir cómodamente el resto de la pandemia. Sus contrataciones le obligaban a acostumbrarse al sentimiento de culpa, pero esta vez sabía que había hecho algo imperdonable. Hacerle daño a alguien nunca fue su tipo de trabajo, pero en esas circunstancias, la seguridad del dinero determinaba la vida o la muerte. Fue directo al lavabo para cumplir con las medidas higiénicas. Se lavó las manos con el ímpetu de volver al pasado, cambiarlo todo y buscar otra manera. Al terminar, se secó con una toalla y miró su reflejo en el espejo. Supo con amargura, que por más que quisiese acabar con el virus, lo estaba viendo de frente.