Por Yeli Moreno / @yelibrown
Mi mamá me envía esta foto. “mira esto”, escribe. Yo estoy en Lima, ella en Maracay, Venezuela. Yo salí de mi país en agosto del 2016, con mi padre y con mi hermano, y en Venezuela se quedó mi madre junto a mi hermana.
Cuando vi la imagen, me pregunté: ¿le regalaron un pan de sándwich a mi madre? ¿Tan mal está mi país que un pan de sándwich se vuelve un regalo privilegiado? “Me vendieron un sándwich envuelto”, me aclara ella, inmediatamente. No fue un regalo, pero estaba envuelto con un papel de la marca venezolana de cerveza Solera.
Recién yo terminaba mi desayuno al leer el mensaje: dos sanguches de huevo. Mi mamá tiene que hacer maromas para comprar pan en el país con las mayores reservas de petróleo del mundo, mientras yo comía dos sanguches en Perú que me costaron un sol, ¡menos de veinticinco centavos de dólar! Quise vomitar.
‘Panadería’ es en Venezuela un sinónimo de ‘camaradería’. De ahí viene eso de los panas, esa idea de reunión entre amigos en la ‘panadería’. El abasto donde compra mi mamá dejó de vender pan de molde al público en general y ahora solo atiende a sus clientes fieles, a sus panas, pero a escondidas. “Hija, no hay pan”, sentencia mi mamá.
Difícilmente se pueden conseguir tres tipos de pan salado en Venezuela: pan de molde, canilla y francés. El que recién había comprado mi mamá costó 8 000 bolívares. El pan canilla cuesta unos 1 300bs. “Pero me rinde más comprar 10 panes franceses a 130bs cada uno, que, aunque son pequeños, nos duran dos días para desayunar y cenar”, me cuenta mi mamá. El pan como plato principal en la mesa venezolana hoy es más rendidor al compararlo con el precio del arroz o de la harina para hacer las arepas, cuyo valor supera los 5 000bs.
Si consigues una panadería abierta que esté vendiendo canilla, debes hacer fila de unas dos horas mínimo para adquirir apenas un pan de estos por persona. Pero la mayoría de las panaderías exhibe un cartel de papel Bond en la entrada: “No hay harina”. La Federación de la Industria de la Panificación (Fevipan) asegura que el 80% de las panificadoras del país tiene el inventario en cero. Las panaderías a escala nacional necesitan 120 mil toneladas de trigo al mes para cubrir la demanda, pero el Gobierno solo distribuye 30 000. Muchas panaderías han cerrado sus puertas, si es que no fueron expropiadas con la fiscalización que hubo entre marzo y abril del presente año. “La guerra del pan”, denunciaba Nicolás Maduro Moros hace dos meses cuando hablaba del asunto. Y como en toda guerra, había que crear un plan para combatirla. Entre las normas que se establecieron, se dispuso que el 90% de la harina de trigo que provee el gobierno sea utilizada para la elaboración del pan salado y no de otros alimentos como tartas, magdalenas o cruasanes. Además, las panaderías deberán respetar el precio regulado por el gobierno, el peso deberá ser de 180 gramos por unidad y habrá venta continua del pan para frenar las colas en la entrada de los locales.
Pero en algunas panaderías del país hay restricción de horario. Solo se vende pan salado hasta las tres de la tarde. El venezolano de a pie intenta organizarse entre tanto desbarajuste y programa sus horas de trabajo, pide permiso, manda a familiares a coger un número temprano que luego será canjeado por el dichoso alimento. Pero, de yapa, también puede existir restricción de edad. Solo se vende pan a mayores de 16 años.
“Si una madre está enferma, ocupada o trabajando, y como es de costumbre mandar al hijo a hacer el mandado, ya esto no lo podrá hacer”, me cuenta una amiga sobre las panaderías en La Victoria, una ciudad del interior del país. “El pan es un cigarro ahora”, reniega mi papá. Pero en Venezuela, ni el tabaco tiene tanta escasez y restricciones.
“La panadería que incumpla con este instructivo va a ser ocupada temporalmente por el gobierno y va ser entregada a los CLAP para producir”, amenazaba el vicepresidente, Tareck El Aissami. Ese tal CLAP del que habla es el Comité Local de Abastecimiento y Producción, y no es más que otro de los organismos con nombre ostentoso que creó el Estado para que, junto al Ministerio de Alimentación, se encargara de la distribución de los productos regulados de primera necesidad. Además, el gobierno también prometió crear 10 000 panaderías artesanales para frenar la carestía del rubro.
La fiscalización se cumplió en las panaderías de Caracas, pero no se alcanzó el objetivo planteado: frenar la escasez de pan. El gobierno venezolano culpa a la derecha por esta y por otras guerras inventadas. Yo cada día me sorprendo más ante la absurda hipótesis de que la oposición de mi país pueda causar una guerra alimentaria, sin tener el acceso a la exportación, a la producción, a la distribución y a la venta de todo lo que se consume en Venezuela. El control absoluto está en manos del Estado. ¡Pero la culpa es de la vaca!
La llamada Revolución Bolivariana nos quiso inculcar el concepto de defender la patria. Hoy, la Venezuela de Bolívar tiene patria -o eso dice-, pero no tiene arroz, no tiene arepas, no tiene pan. Quisieron fomentar nuestra identidad, pero de a poco nos la arrebatan al atentar contra nuestra tradición gastronómica más básica. Mi pueblo está enfermo, tiene hambre. Entre venezolanos se matan y cada vez hay menos panaderías. ¿Es que acaso dejaremos de ser panas también?