Por Héctor Bujanda / @bujandah
“¿Se acuerdan de cuando las ventanas
no más servían para ventilar
y para que entrara luz a la casa?”
Tuit de Juan Pablo Villalobos
“Lo más hermoso de mi guarida,
sin embargo, es el silencio”
Kafka
Vuelvo a la única ventana que tiene la guarida. Descorro la malla que sirve para protegerme de los mosquitos, tengo la esperanza de que ahora sí pueda conseguir una buena bocanada de aire fresco. En el horno donde vivo, el aire adquiere volumen propio, puede verse o tocarse cuando flota por el cuarto. A veces, salto de la cama para intentar atraparlo o, cuando tengo ánimo, corro como un niño alrededor de la mesa y juego a desplazarlo sin que se deshaga o desaparezca como una burbuja de jabón. Pero en este momento, cuando el calor convierte a la ciudad en un pozo de lagartos agonizantes, no encuentro nada adentro que me haga respirar. Así que me instalo en la ventana y aspiro profundo con medio dorso afuera. Quisiera inhalar todo lo que veo a mi alrededor, raíces, guayacanes, columnas, fachadas, cloacas y vehículos, muros y casetas; que entren en lo más profundo de mis pulmones, que en el torbellino en el que han quedado sumidos se vuelvan mezcolanza irreconocible y después los expulse ruidosamente, con la misma sensación de alivio que dejan las tormentas o los huracanes cuando han terminado de pasar.
A pesar del esfuerzo que hago al respirar, el mundo detenido en el que vivo no cede ni un poquito, como si hubiese esperado este momento para demostrarnos que no nos necesita, que no está allí para ayudar. Siento a cambio la humedad de fuego, pegajosa como el aceite, bullente, que enloquece al más cuerdo de los encerrados. Últimamente a mis pulmones les cuesta trabajo conseguir su antiguo ritmo, por momentos siento una disnea en progreso o un incipiente ataque de asma. No ocurre todo el tiempo, afortunadamente, pero el encierro que ya lleva semanas agrava mi desesperación. Más que un ritual saludable para los pulmones, volver a la ventana varias veces al día se ha convertido en un gesto irreflexivo, como quien abre la nevera sopotocientas veces para mejorar la temperatura del cuerpo o se unta escarcha del refrigerador debajo de las axilas. Soy capaz de hacer cualquier cosa, me digo, con tal de superar esta sensación de asfixia.
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La calle sigue desierta, solo hay un par de carros estacionados, una camioneta roja de los años ochenta y un Aveo negro, justo frente a mi casa. Llevan semanas allí, clavados en el mismo lugar. Si no fuera por las motos de los servicios de transporte, que pasan temprano en la mañana a dejar repartos de comida o medicamentos, se pensaría que la calle está completamente vacía y sólo quedan en pie las fachadas lánguidas y vetustas, dueñas de una sed de progreso que el tiempo ha ido desapareciendo. Este paisaje deslucido, clavado en la inmovilidad, se parece de tantos modos al cuerpo que merma en la guarida. Un cuerpo que ha ido perdiendo su antigua agilidad. Hace rato que dejé de ser joven y eterno, y el ciclo de la vida parece sentenciarme. He perdido esa sed, la sed de mañana, que en estas circunstancias resulta esencial para sobrevivir al encierro y a la tortura del tiempo detenido.
Aquí en la ventana siento que me mimetizo con esas fachadas mohosas y despintadas. En un momento dado, empiezo a mostrar, de manera impúdica, casi pornográfica, como si fuera una resonancia magnética en movimiento, el cúmulo de heridas abiertas, las cicatrices, los tantos esguinces, los desamores irredentos, el tórax remendado, las huellas de lo ausente forever, las malas elecciones, el disco de la L4, la L3 y también la L2, mi hermana hecha cenizas que dejó una pregunta urgente a la que no encuentro modo de contestar, la válvula mecánica con sus tres puertas, el plasma reinyectado, el ozono, los pies planos. Toda esa seguidilla de revelaciones se dispara de manera tan inesperada, que no queda más remedio que adoptar la actitud del superviviente, del que ha logrado salvarse del deslave de su propia historia. Supongo que eso mismo le sucede a este barrio. Nos sobrepasa tanto el pasado, que se nos va la vida tratando de proyectar una imagen nueva.
Sin yoga ni prácticas curativas o milagrosas que valgan, estirado como estoy ahora en la boca de la ventana, con el dorso completamente afuera, siento que este barrio muere desde hace tanto como estoy muriendo yo en este momento, sin una bocanada de aire fresco. Me pregunto si podremos sobrevivir al virus que viene aniquilando a los habitantes de esta ciudad. El transcurrir del tiempo quita vida, lo sabemos, pero eso que llamamos morir siempre ha sido un accidente cundido de misterios. Hay que morirse entonces para poder morir, así ocurre en todas las salas de urgencia del planeta. Yo he estado allí por otros motivos, sin poder moverme, atravesado por tubos y marcapasos, sostenido por ritmos cardíacos mínimos. Entendí hace casi seis años que, para morirse, tienen que ocurrir muchas cosas a la vez. El que se va, lamentablemente, nos deja un misterio irresoluto. ¿Por qué él, si tenía mucho menos edad que la media de los fallecidos? ¿Por qué no luchó como los otros, que sí han logrado salir? ¿Por qué parecía tan bien ayer y hoy va directo al crematorio?
Mi única estrategia en la guarida podría resumirse de la siguiente manera: concentro todos mis esfuerzos en evitar ese accidente, último y definitivo, que es el morir.
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No se escucha un alma en este horno de fogones encendidos, como si el encierro también significara la obligación de guardar silencio, el orar permanente ante un altar sin dioses. La casa que tengo enfrente, de dos plantas, se ha ido vaciando a medida que la cuarentena ha venido asentando sus garras. Una de las ventanas, la que da directamente a la mía, quedó abierta, como si del apuro de la huida hubiesen olvidado cerrarla. También cabe la hipótesis, para darle un voto de confianza al que vive allí, de que esa era la única forma de ventilar el piso. Dejar una ventana abierta, como es lógico, impide que se concentre en los espacios cerrados el olor de cualquier cosa que se descomponga. Con el calor que hace, todo aquí se está pudriendo. La leche que he dejado sobre la cocina se ha vuelto nata ácida, a las naranjas que me trajo un motorizado de Glovo les ha salido piel de iguana, la Coca Cola de tres litros que compré hace unos días estalló en el piso, sin aviso. Cuerpos en descomposición, expuestos a una cuarentena feroz.
Cada vez que llueve a cántaros, en esos largos aguaceros de la ciudad, miro hacia esa ventana y siento que desde la oscuridad más profunda que dibuja su marco, alguien vendrá a cerrarla con brusquedad, antes de que el agua entre a ráfagas y lo moje todo. Pero no. El aguacero entra libremente por la ventana, sin que nadie pueda remediarlo. La casa vacía debe ser ahora un importante foco de mosquitos, me digo. La ciudad muere de pandemia y dengue, por eso vuelvo a cerrar la malla que me protege del mundo exterior y miro, de nuevo, fijamente, hacia la ventana abierta, vencida por el agua. En ciertas noches que no logro conciliar el sueño, me asomo a la calle y siento que, desde el cuadrado oscuro de esa casa, hay unos ojos que siguen, atentos, cada movimiento mío en la guarida.
¿Hay vida aún detrás de esas fachadas?, me pregunto.
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Desde que vine a vivir a la guarida, no me había asomado tantas veces por la ventana. Alquilé el anexo convencido de que sería un hogar transitorio, por pocos meses, hasta que los astros pudieran alinearse a mi favor. Qué carajo. Siempre vendrán tiempos mejores, pensaba. Así que pasé por alto la incomodidad de este espacio, su escasa entrada de luz y de aire, la puerta de metal, el incomprensible lugar que tiene por sala y cocina -sin ventanas-, la bombona de gas que es una viga en el ojo. Todo eso me confirma que no vivo exactamente en una casa sino en un depósito, como los ratones. Sin aire acondicionado (el verdadero pulmón de la clase media guayaquileña), ni conexión a lavadora, la guarida se convirtió en una forma de vida porque tenía una ventaja que hacía olvidar todas sus calamidades: queda a media cuadra de la universidad donde trabajo, en la que paso una cantidad de horas nada desestimable, casi todos los días de la semana, incluyendo no pocos domingos. Saber que podía ducharme, vestirme y en diez minutos estar frente a mis alumnos, sencillamente no tenía precio. Así que vivir en la guarida, como he bautizado a este lugar durante el encierro, era como vivir en San Antonio de Los Altos o en Nueva Casarapa: asumir que has alquilado un dormitorio satélite, un lugar para encender la lámpara de noche y leer antes de dormir, para escribir de madrugada y comer un par de tostadas con queso y mermelada antes de salir de nuevo a la brega.
Ahora que el mundo está paralizado y la universidad se ha vuelto un bosque lleno de pájaros, gatos e iguanas, ahora que he quedado, como uno de los parásitos de Bong Joon-Ho, atrapado dentro de la guarida, pienso en los errores, en las decisiones equivocadas. Un motivo más al que me aferro para no regalarle nada a este virus: enderezar el camino, estirar el cuerpo, arrancar de nuevo. Pensar en el amor esférico, cuya circunferencia está en todos los lugares y su centro en ninguna.
Me bebo un largo trago de ron y cuento los días, como los presos, para salir de aquí.
Perder de otra manera es, también, una forma de esperanza.
Tengo una extraña relación con las ventanas. Antes de mudarme a la guarida, vivía con mi esposa y mi hijo en un amplio apartamento de varios cuartos, aire acondicionado y una cocina con línea blanca por estrenar, que hacía olvidar los tobos y los detergentes restregados a mano. Pero una noche aquel paraíso del mundo migrante se vino completamente abajo. Desde una casa que daba justo a la ventana de nuestro cuarto, una señora venenosa como una cobra tenía por deporte asediar a su hija recién llegada del exterior, a quien acusaba de preferir a su padre y a partir de allí hilaba argumentos hirientes que ni un culebrón mexicano. Sin conocerla físicamente, más de una vez la imaginé con el parche en el ojo, a lo María Rubio en Cuna de Lobos, tal era su verborrea feroz. Tanto trasegó el cántaro en esa casa, que un día terminó estallando en pedazos. La mujer enloqueció, con su herida incurable, y le dio por delirar. Gritaba, insultaba a sus sombras, denunciaba presencias que solo ella podía ver.
Nuestro apartamento era de techo alto y las ventanas, propiamente, no estaban al alcance de la vista. Pero eso no atenuaba sus efectos. La locura se escuchaba como si estuvieran recitándola al pie de nuestra cama. Yo, entonces, hacía una tesis doctoral sobre Lacan y Zizek, y no podía dejar de pensar en la profunda ironía que significaba todo aquello. Cada noche, les explicaba a mis colegas, la psicosis toca a mi ventana. Intenté escribir un guión que ha podido titularse Ventana de Lobos, en el que una mujer era torturada psicológicamente por un esloveno tragón y un francés encorvado, con cara de pervertido, que repetía cada cierto tiempo ante las cámaras aquí falta el significante del padre.
Perturbado por aquellos gritos, una noche me monté sobre el mueble del lavamanos de nuestro baño y pude mirar por la ventana hacia la casa de la psicótica. Tenía tres plantas, era una casa portentosa, igual que todas en la urbanización. Las ventanas estaban encendidas, como un hotel, y los gritos desgarrados parecían salir, más bien, del jardín arbolado, custodiado por muros altos que lo protegían. Nuestro hogar se convirtió entonces, durante la noche, en un verdadero manicomio y nuestros nervios se vieron alterados durante semanas, hasta que recluyeron a la mujer en un psiquiátrico. Meses después me vine a vivir a la guarida, sin saber tampoco que la locura, como el virus tenaz, brotaría de nuevo ante mi ventana.
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Hace unos días, una ambulancia entró a la calle con su escalofriante ruido de sirenas, se estacionó en la acera de la casa vacía, a unos 30 o 40 metros, y se llevó a una señora no mayor de 70 años. Ignoro su suerte en este momento, igual que la suerte de casi todos mis vecinos, porque no los conozco y no sé nada de sus vidas, incluso desde mucho antes de que me embutiera a tiempo completo en la guarida. Mi condición extranjera se ha potenciado a una escala inaudita, ya no distingo si estoy viviendo en un cráter lunar o en una ciudad que agoniza. Hace unos meses, vi una serie llamada Umbrella Academy, sobre la historia de unos hermanos superhéroes. Uno de ellos, llamado Número Uno, vive precisamente en la luna, haciéndole honor a su nombre -solo Uno- con una planta a la que riega todas las mañanas dentro de una estación espacial. He estado añorando últimamente una mata, incluso pequeña, a la que cuidar. O un gato, que, llegado el momento, pueda comerme si la necesidad obliga.
En los primeros días de encierro, cuando aún no se podían medir los potentes estragos que el virus causaría en la ciudad, bajé las escaleras de la entrada a la guarida al final de una tarde a dejar una funda de basura sobre la acera. Al abrir la reja, me encontré con un caminante que, al verme, salió corriendo, desmandado. No paró hasta que se sintió a salvo, mucho después de pasar a la calle siguiente, cuando finalmente volteó para mirarme. Este tipo fue un visionario, me digo ahora. Días antes de que apareciera la ola de cadáveres botados por toda la ciudad, ya él sentía terror por la cercanía de cualquier ser humano, como si cada uno de nosotros llevara en su mascarilla el sello inconfundible de la parca. No se equivocaba. Han pasado días desde aquel inusual evento, y admito que en un principio al tipo lo di por loco, pero hasta esa frontera se ha venido difuminando rápidamente y ya no podemos distinguir una cosa de la otra.
Entre los grupos de Whatsapp que tengo con amigos y colegas de la ciudad, he sondeado la posibilidad de que me regalen un gato. Va siendo hora de cuidar aunque sea a un animal. En la guarida, definitivamente, está faltando la presencia de otro ser vivo que me acompañe a prudente distancia, sin besuqueos relamidos, y que se empierne conmigo cada noche, una vez que haya logrado conciliar el sueño.
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Conservo de esta calle un solo nombre: Catalina. La conocí al segundo o tercer día de mi mudanza a la guarida. Regresaba yo de la universidad y me encontraba abriendo el candado de la reja cuando salió de la oscuridad una figura muy delgada, de ojos saltones y pulso tembloroso, que casi me mata del susto. Mostraba una cesta de mimbre donde tenía chocolates. En todo momento me llamó vecino y a mí me dio por no conseguir encajar la llave en el candado. No quería venderme un solo chocolate, quería que le comprara la cesta entera, con unos 20 o 30 milky way. Le dije que era alérgico, para no entrar en detalles, pero insistía en que por esa cantidad de unidades me quitarían fácilmente 20 dólares en el supermercado, y que, por ser Catalina, su vecina, me dejaba los chocolates con todo y cesta de mimbre por el módico precio de 5 dólares. Logré hacer que el candado cediera y cuando finalmente pasé, ella trató de seguirme. Por un momento tuve que ejercer algo de peso con mi cuerpo para devolverla a la calle. Me insistió en la oferta que hacía, a la que terminé diciendo sí, sí, para sacármela de encima. Cuando empecé a subir por la escalera hacia la guarida, la escuché decir que iba a esperarme en la puerta hasta que viniera a buscar los chocolates. Esa noche entendí que la ventana podía ser sumamente peligrosa. Catalina estuvo unas cuatro horas gritándome que me estaba esperando, que cumpliera con mi palabra, que no fuera cobarde. Cuando se callaba por instantes, me asomaba a la ventana de ladito, para evitar que pudiera verme, pero no alcanzaba a ubicarla en la oscuridad.
Catalina es un auténtico demonio. Efectivamente es mi vecina, vive con su madre y le entran ataques de ira tan descomunales, que una vez vació la casa de corotos y los lanzó, uno por uno, al medio de la calle. Por su casa desfilan policías, traficantes de drogas, mientras ella pasa con facilidad del ojalá te mueras, que supongo le dice a su madre, hasta te voy a quemar vivo, chucha de tu madre, que parece una frase proferida al traficante que ha llegado con las manos vacías. Son tantos y tan seguidos sus monos, que no hay hora del día en que no bata puertas, grite o golpee a su propia madre. Desde la ventana la vi una vez alcanzar y abofetear en la calle a la señora, que es tan delgada y torcida como su hija.
No sé si llamarlo suerte, pero una mañana llegó un carro, se bajaron dos tipos, la tomaron cada uno por un extremo -ella gritaba y le pedía a la mamá auxilio-, la alzaron y se la llevaron a otro sitio, probablemente a un centro de rehabilitación. Eso fue días antes de la cuarentena. La madre, que se había ido con ellos, regresó. Ahora habita silenciosa esa casa que ha quedado, literalmente, en ruinas.
Me he preguntado en estos días por la suerte de Catalina. Cómo llevará el encierro, cómo lidia con esa necesidad de fumarse al mundo entero de una sola bocanada. A veces me despierto, empapado de sudor, jurando que he escuchado sus gritos de incendio trepar por la ventana.
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Después de lo ocurrido con el hombre que salió espantado al verme, ahora bajo de la guarida y antes de abrir la reja, miro con atención hacia los lados para cerciorarme de que nadie esté pasando en ese instante. Ya no bajo a una hora fija para dejar la basura, lo hago, en verdad, cuando me viene en gana, cuando me acuerdo, cuando el mal olor de los desechos empieza a agravar la habitual falta de aire que hay aquí adentro. El camión del aseo, que solía pasar religiosamente entre ocho y nueve de la noche, ahora pasa a horarios impredecibles, la mayor parte de las veces a altas horas de la madrugada, cuando entra a la calle haciendo un descomunal ruido de motores y gases que se comprimen y descomprimen, cada vez que la máquina de compactar los desechos se activa.
La primera vez que pasó de madrugada, casi a las cuatro de la mañana, salté de la cama y me asomé a ver qué tipo de nave era la que estaba aterrizando. Me encontré, desde la ventana, con una imagen tenebrosa que me ha condenado a repetirla noche a noche. Casi que la espero como un niño. La angustia no tiene límites, busca siempre su alimento. Aparte del ruido tremendo que ocasiona la mecánica del motor, hay varios seres que se mueven a su alrededor (¿son tres o cuatro?, no estoy seguro), pendulan de una acera a la otra, recogen la basura que dejo. Parecen figuras de otro orden, espectros que habitan en la más rotunda oscuridad. Solo se les identifica por la mascarilla que llevan puesta. No dicen nada, son sombras que guardan un cerrado luto funeral. Toman las bolsas, las echan al interior del vehículo, silban para darle instrucciones al conductor. Se suben de nuevo a la nave que los transporta por el Hades de la mitad del mundo, y se agarran fuerte a sus mástiles, con una resignación casi bíblica.
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Hoy en la mañana nos ha visitado otra ambulancia. Se ha parado unas casas más adelante de la mía, después del imponente guayacán que está cargado de flores. Impresionante que esté así, tan frondoso, tan lleno de vida. El árbol ha dejado una auténtica alfombra en color naranja sobre el asfalto, que brilla cuando el sol le pega de lleno. La ambulancia, necesariamente, tuvo que haberla pisado cuando pasó, silenciosa, por la calle. Han quedado sus marcas sobre los pétalos. En todo caso, se agradece la discreción. No se escuchó nada, imposible percatarse de ella, solo supe que estaba aquí, entre nosotros, cuando prendió motores de nuevo, encendió la sirena y arrancó con el paciente encamillado en su interior, rumbo a la sala de urgencias. Descorrí la malla para tratar de encontrar a alguien a quien identificar, pero no había nadie. Saqué de nuevo el torso por la ventana para tratar de seguir su rumbo, quería saber si iba hacia el norte o se dirigía al centro de la ciudad, pero alcancé a ver muy poco. Cuando desistí de su seguimiento, ya el sonido de la ambulancia se había hecho cada vez más débil, parecía un eco reverberando en el fondo de una caverna.
Otro que se ha ido.
En el acto me di cuenta de que había dicho esa frase en voz alta, como si se la estuviera diciendo al gato que aún no tengo, justo en el mismo momento en que intentaba atrapar una nueva carga de aire fresco. ¿Cuántos quedamos, cuántos se han marchado ya de aquí?
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Sigo rumiando. Camino por las paredes, invento trayectos imaginarios, proyecto planes de contingencia, imagino próximas vidas, organizo el lecho de una mascota que no tengo. Tomo un libro y lo abandono al momento, enciendo el televisor, no puedo con la tarea hercúlea que significa empezar una nueva serie. Vuelvo al celular y todos los medios me recuerdan los miles de muertos, los hospitales abarrotados, las salas de emergencia sin suficientes respiradores, las engorrosas normas de desinfección que hay que adoptar para sobrevivir, las nuevas modalidades de féretros de cartón, tan desechables como los cuerpos infectados que debemos desaparecer a como dé lugar.
Me doy ánimo y recuerdo que tengo un termómetro de mercurio conmigo, me lo meto en la boca cada vez que sospecho que el quebranto sostenido a lo largo de la cuarentena puede que se haya disparado. También tengo un viejo inhalador que dejó mi hijo en la ciudad, hace casi un par de años. Lo trajimos de Caracas, recuerdo. Cuando ya no puedo más con la sensación asmática, apelo al dispositivo con fecha vencida y me meto un par de bombazos que me ayudan a recuperar, en poco tiempo, la tranquilidad. Así he podido conciliar el sueño durante varias noches, cuando he caído largo y tendido por el agotamiento.
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Mi cardiólogo, por teléfono, me pide que mantenga la calma, que estoy somatizando la angustia, que no hay nada que indique que deba salir corriendo a una sala de urgencias y sumarme a tantos moribundos que agonizan en la ciudad. Desde el principio, me ha dicho, la única receta que existe para superar esta situación es mantenerse en total resguardo, sin contacto con nadie, y, sobre todo, aprender a escuchar lo que dice el cuerpo. Precisamente: ese es mi problema. He desarrollado últimamente un oído espectacular para auscultar cualquier mal en estado de evolución. Gracias al oído que tengo -me digo, para creer que no desafino, que no soy un pobre hipocondríaco atrapado en una ratonera-, he podido atajar a tiempo una nueva culebrilla, que apareció justo debajo del tórax y que se extiende, con un largo sarpullido reptil, hasta el centro de la espalda. Estás megaestresado, repite mi médico por teléfono tras escuchar los nuevos reportes que le doy. Si sigues así, voy a tener que medicarte contra la depresión. Guardo silencio en el teléfono, mientras pienso que me vendría mejor un potente somnífero que me haga dormir por semanas. Quiero hibernar como los osos en invierno, hasta que el mundo entero pueda salir de su guarida.
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Conseguir la calma, distraer la mente, recuperar el ánimo. Sacar pulmones, si es necesario. Pensar, volver al ejercicio libre que ha estado asociado desde siempre con el errar, el derivar, el fugarse hasta el olvido de uno mismo, del peso enorme que significa tener que preservar el funcionamiento del cuerpo, de la vida.
Pensar, en mi caso, ha servido sobre todo para deshacer entuertos y para tratar de empezar de cero, una y otra vez, como quien se ilusiona con los traspiés y los tropiezos que justifican un nuevo trayecto.
Pero esta catástrofe resulta mucho más exigente. Es una apuesta directa por la supervivencia, por seguir latiendo en la oscuridad, por no separarse del cuerpo. El pensamiento debe volverse signo vital, convertirse en plaquetas, burbujas de oxígeno, glóbulos rojos.
Va siendo hora de tener un corazón en mi cabeza, como pedía un personaje de Beckett encerrado en un refugio nuclear. Voy a necesitar entonces dos órganos en uno, para salir de esta: latir pensando, pensar latiendo.
Un corazón en la cabeza que sepa reconocer, en este silencio sin límites que se estira desde la cama, como mi culebrilla, hasta el centro mismo del mundo, los días buenos, las horas preciosas y florecer, como el imponente guayacán que tengo afuera, en la calle.
A pesar de este silencio que no respira, que agoniza, como la ciudad y sus tantos muertos, empiezo a conocerme en el encierro. Cuando mi pecho se descomprime y logro respirar con normalidad, como ahora, la cabeza se llena de proyectos y adopto esa actitud que podría, en otra circunstancia, ser tildada de bipolar. No me preocupan los saltos de ánimo, así que festejo este momento, puedo llegar a sentir cómo muevo el mundo desde mi ventana.
O eso parece.
Desde el 1 de enero hasta el 15 de abril del 2020, la provincia de Guayas registró 14 561 inscripciones de defunciones totales, según la Dirección de Regstro Civil.
Héctor Bujanda es periodista venezolano fuera del territorio. Tiene una novela publicada, La última vez, merecedora del Premio Bienal Adriano González León (2006). Desde 2015 es profesor de la Universidad Casa Grande en las áreas de periodismo, literatura y subjetividad. Actualmente es Coordinador de la Maestría de Periodismo Digital de esa universidad guayaquileña.