Por Martín Mora Ortega
Fotos: Daniela Garzón-Silva
El río Quindigua, cuyo nacimiento es el río San Pablo; y el río Pilaló, nacido en el Chiquinquirá, alimentados por la temporada de lluvia, se desbordaron el 30 y 31 de enero con violencia inusitada. A su paso arrastraron viviendas, vehículos, animales domésticos y ganado.
Cuatro cantones de la provincia de Cotopaxi son los más afectados: La Maná, Pujilí, Pangua y Sigchos. Según el Servicio Nacional de Gestión de Riesgos y Emergencias del Ecuador (Sngre) y la Diócesis de Cotopaxi, más de 230 familias fueron golpeadas directamente en La Maná y Pujilí. Los recintos El Palmar, Siete Ríos, Pucayacu y la parroquia de Moraspungo sufrieron las peores consecuencias. En Moraspungo fueron rescatadas 8 personas. En El Palmar hay 38 viviendas afectadas; siete en el recinto Siete Ríos; una en La Esperanza y una en Negrillos.
A esta cifra se suman las familias afectadas indirectamente, que han quedado incomunicadas por la caída de dos puentes en Sigchos. De acuerdo con las cifras del Sngre, se registraron “612 personas afectadas y más de 300 damnificadas”.
El presidente de la República, Guillermo Lasso, visitó la zona el pasado viernes 11 de febrero y anunció que se construirá una variante de la vía La Maná-Latacunga luego de que se verificaran ocho roturas y 29 deslizamientos en esa carretera. En un comunicado oficial, el Gobierno aseguró que el costo de esta obra alcanzará los 15 millones de dólares y que los trabajos —a cargo del Ministerio de Transporte y Obras Públicas— demorarán seis meses. Además, Lasso confirmó que, a través de un financiamiento del Banco de Desarrollo del Ecuador (BDE), se entregará un crédito por más de 7,9 millones de dólares al Gobierno Autónomo Descentralizado provincial de Cotopaxi, para asfaltar vías rurales de Salcedo, La Maná, Pangua, Saquisilí, Pujilí y Latacunga.
Sin embargo, ante la emergencia, el padre Pedro Casa, representante de la curia de la provincia de Cotopaxi, aseguró que no fueron las autoridades quienes dieron soluciones inmediatas, sino la sociedad civil y organizaciones como la fundación Tony El Suizo, conocida por construir puentes en comunidades necesitadas con el uso de materiales reciclados. “Se ha politizado la ayuda y hay gente que viene con intereses propios”, dijo el sacerdote.
Las torrenciales aguas del río Pilaló partieron la carretera de La Maná-Latacunga. Ahí, la línea continua se interrumpió abruptamente. Algunos metros más abajo, el raudal rugía. En adelante, todo empeoró. La corriente ciega arrastró piedras, maderas y lodo hasta Siete Ríos, uno de los recintos más afectados. Por doquier cuelga ropa raída, sucia de lodo seco, que —ahora inmóvil— guarda el signo de la violencia de la resaca negra.
Camas, zapatillas, sillones, sillas, baldes, un cono de señalización y restos de la vía misma. Todo está cubierto por el lodo, que ha entrado en las casas, que ha reclamado habitaciones y baños, como si todo a su paso le perteneciese, mientras dibuja su nuevo curso.
En el recinto Siete Ríos, el suelo está lleno de desperdicios, de sustancias entreveradas y elementos llevados por la corriente de lodo, donde se mezclan ramas y hojas con conglomerado y plástico. El desolador paisaje cuenta en silencio la catástrofe. Pero son las voces de los habitantes las que se alzan por sobre el rumor del río: “Lo más horrible que he vivido en mi vida. Se vino la avalancha. Primeramente, se vino la quebrada que está al frente de la cancha del recinto Siete Ríos; seguido, se vino la avalancha de la quebrada frente de mi casa, al final de Siete Ríos, y por último, vino acompañada de la crecida del río”, cuenta Kathy Paulina Jacho Sigcha.
En El Palmar, las escenas de desesperanza y dolor se repiten. La lluvia constante produjo derrumbes en las cercanías. Gigantescas piedras cayeron al cauce del río. La fuerza de las corrientes buscó por dónde canalizarse y el caudal se desbordó. Después vino el aluvión. Las aguas se precipitaron hasta golpear el recinto donde algunas casas se deslizaron, quebrándose sus paredes, una sobre otra. Otras fueron arrastradas.
Es difícil no ver la belleza terrible de esta escena: tres casas destruidas, al fondo, una pared que se mantiene en pie donde ha quedado un cuadro colgado, irónico. Una naturaleza muerta.
En efecto, El Palmar está habitado por casas muertas, a medio caer; ruinas, restos y desperdicios. Hay algunas viviendas como casas de muñeca, cuyo interior ha quedado expuesto tras el derrumbe. Hay camas en posición vertical sobre muros ladeados. Hay sillas que miran hacia ningún sitio, como si estuviesen sentados sobre ellas seres tan evanescentes como las autoridades que, según algunas personas afectadas, “vienen, piden información, nombres y apellidos, anotan todo en esquelas y desaparecen; después vienen otros que hacen lo mismo: piden información y desaparecen”, según cuenta Tito Lara, habitante de Siete Ríos.
Según el Ministerio de Vivienda, se contaron 53 viviendas con daños totales o parciales y que requieren ser reconstruidas. El Gobierno anunció que dispondrá un presupuesto de 795.000 dólares para ese efecto.
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Una escena me persigue: las aguas del río atraviesan los restos de una casa, los restos de las paredes semejan dedos erguidos y el río pasa como agua que se escapa de nuestras manos.
Abunda una quietud misteriosa que durará lo que dure la calma antes de la lluvia. Una quietud llena de movimiento y clamores, que se disipan cuando cae la primera gota. “¡Ya llueve! ¡Ya llueve!”, grita la gente. Y todos los visitantes huyen. Entre los habitantes vuelve la desesperación y el temor. El río es incontrolable y se alimenta con cada nueva lluvia.
Es muy posible que El Palmar entero sea reubicado y esa es una esperanza que tienen también los habitantes de los otros recintos afectados.
Según el ingeniero civil Víctor Narváez, especialista en riesgos, no se han hecho estudios de factibilidad ni análisis pluviométricos con los cuales medir la altura propicia para construir un puente, por lo menos en los últimos cincuenta años.
Kathy Jacho Sigcha, habitante de Siete Ríos, duerme en el albergue del recinto Macuchi y se ha salvado de suerte. No ha perdido su casa. “No la perdí completamente, pero está a punto… Lo que necesitamos, y lo solicitamos de la forma más encarecida es que nos reubiquen. Es la segunda vez que nos pasa. Si hay una tercera no se sabe qué va a ser de nosotros”.
Hay quienes no tienen miedo. Entran en sus propiedades deshechas para tomar una sábana, una colcha. Hay escasez provocada por la magnitud de la catástrofe. Los habitantes de los recintos afectados demandan útiles de aseo y toallas. Pero también vitaminas y medicamentos para la hipertensión y la diabetes. “Necesitamos medicina, porque somos hipertensos —dice Lara, quien perdió su casa en la creciente—; aquí estaba el baño y se fue —dice, señalando el abismo formado por las aguas. Una puerta que da al río. No queda nada más.
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Para donar medicinas, toldos, productos básicos para menstruación o artículos de primera necesidad, puedes contactar a la Universidad Politécnica Salesiana en Latacunga, colectivo Latiendo por Cotopaxi: 099 843 8530 / 098 732 8002 / 098 740 4623.
En Quito, al Barco de La Floresta: 097 885 4434 y a Casa 420: 099 743 2180.
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