Por Sinar Alvarado / @sinaralvarado
Los sacaban de sus casas. Los separaban de sus familias porque eran peligrosos incluso para ellos y quemaban todas sus cosas antes del viaje. Después se los llevaban. A veces la policía; casi siempre algún cazador: mercenarios que ganaban dinero con cada enfermo entregado a las autoridades. Esos traslados forzosos se hacían en vagones de tren identificados con una bandera amarilla: para que nadie se acercara.
Cuando por fin llegaban al lazareto de Agua de Dios, en Cundinamarca, venidos de todo el país, los pacientes cruzaban el llamado Puente de los Suspiros, respiraban profundo y le daban allí un último vistazo a la libertad. Entonces el guardia del retén, armado con tijeras, cumplía el primer trámite de ingreso: cortaba sus cédulas de ciudadanía en pedazos. Porque detrás de la cerca alambrada ya no eran ciudadanos. Eran leprosos.
Mi nombre es José Ángel Alfonso. A mí me diagnosticaron a los diez años. Hacía segundo de primaria en Charalá, Santander, cuando llegó a la escuela una revisión médica. Ahí me descubrieron el bacilo de Hansen. Eso causaba un terror tremendo en aquella época. Yo era un niño normal, pero ese día me retiraron de la escuela. Enseguida fueron a llamar a mi papá y le dijeron que me iban a mandar con la policía al lazareto de Contratación, que ya no existe. Esas eran órdenes del gobierno, que participaba en la represión contra los enfermos. Mi papá les dijo que yo era solo un niño; que cómo me iban a mandar con la policía; que él se comprometía a llevarme. Entonces le pusieron un plazo de ocho días, y le dieron instrucciones de cómo tenía que manejar mis cosas para evitar el contagio. A mí me aislaron de mis hermanos y me llevaron a Contratación. Allá estuve seis años, y en todo ese tiempo mi papá fue a visitarme dos veces.
Desde principios del siglo XVIII, y hasta comienzos del siglo XX, hubo en Colombia tres lazaretos donde se concentraban todos los enfermos de lepra: Contratación, Santander; Caño de Loro, Bolívar; y Agua de Dios, Cundinamarca. Este fue siempre el más grande, y dio inicio a un pueblo que lleva ahora el mismo nombre. Al comienzo solo había tierras vírgenes: colinas verdes que guardaban un arroyo de aguas prístinas, cuya corriente benéfica nutría un pequeño valle rodeado de árboles. Era (sigue siendo) un sitio envidiable. Pero nadie quería venir aquí.
El Estado colombiano compró varias hectáreas de la antigua Hacienda San José, donde el río Bogotá proveía un aislamiento natural. Allí levantaron un cerco de cuatro metros de altura, con policías dentro y fuera, algunos instalados en retenes para evitar las fugas. El sanatorio empezó a funcionar en 1870 como un campo de concentración donde el gobierno mantenía alejados de la población sana a cientos de individuos diagnosticados con el bacilo de Hansen. La razón: creían que el contacto con los enfermos garantizaba el contagio.
En Agua de Dios se construyeron varios edificios que todavía siguen en pie. El primero es la sede del hospital; pero también hay tres albergues donde viven los pacientes, y otras instalaciones bien mantenidas en las que funcionan las oficinas, el Museo de la Lepra y la residencia de los médicos. En la disposición de esos bloques, muy separados entre sí, se ve el afán de aislamiento y el miedo que acosaba a las autoridades de salud en aquel tiempo.
Contratación era un lugar de muy difícil acceso; eran caminos de herradura. Cuando mi papá supo que tenía que llevarme allá, fuimos primero adonde una tía que vivía en El Socorro. Él le contó la situación y en un momento salimos juntos al patio. Ella me mostró las montañas a lo lejos y dijo: “¿Ve esas cumbres? Allá es que lo van a llevar a usté, y nunca más lo vamos a volver a ver. Porque al que llevan allá se le caen las manos y los pies”. Imagínese, una cosa terrible. Esa sentencia me lo dejó en claro: yo tenía una enfermedad que me iba a destrozar completamente.
La ciencia colombiana tardó en reaccionar. Antes que los médicos, a Agua de Dios llegó la fe: a fines del siglo XIX dos curas salesianos fundaron allí una congregación que se dedicó a atender a los pacientes y a educar a los niños, tanto sanos como enfermos. Por esos años y hasta principios del siglo XX, el tratamiento contra la enfermedad de Hansen consistía en dosis diarias de aceite de chalmugra, un árbol nativo de Indonesia, Malasia y Filipinas. Eran inyecciones dolorosas, y los pacientes terminaban con los brazos destrozados. La enfermedad, mientras tanto, rara vez cedía. En 1908, Bayer produjo un medicamento contra los microbios, especial para combatir la enfermedad, llamado Antileprol, que se aplicó con relativa efectividad hasta fines de los años treinta, cuando aparecieron los primeros tratamientos modernos basados en la sulfona Dapsona. Con el tiempo, sin embargo, el bacilo se volvió resistente a ella, y fue necesario buscar opciones complementarias.
Desde los años ochenta se viene aplicando una poliquimioterapia de Rifampicina, Dapsona y Clofazimina que logra la cura en 99% de los casos. El paciente recibe estos medicamentos en periodos que van de los seis meses hasta los dos años, por vía oral, suministrado de forma gratuita por la Organización Mundial de la Salud, hasta que la infección cede. Si el bacilo se detecta en etapas tempranas, el paciente no sufre ninguna discapacidad. La lepra, dicen los médicos, solo es de mal pronóstico cuando se diagnostica de forma tardía. Por eso el Ministerio de Salud trabaja en una campaña que busca detectar enfermos en etapa temprana.
Los pacientes en Agua de Dios tienen valoraciones anuales. Se mide la cantidad de bacilos de Hansen y se establece el tiempo y la frecuencia del tratamiento. Si el paciente cumple el esquema, se suspende la droga y se considera curado. De hecho, muchos ya lo están. Pero el grado de invalidez que les dejó la enfermedad los obliga a albergarse para recibir los cuidados necesarios. El bacilo tiene predilección por los lechos nerviosos. Pero, según explica Jorge Vásquez, médico residente del sanatorio: “No es que los miembros se caen, sino que se retraen y se atrofian por lesiones en los nervios”.
El doctor Juan José Muñoz, gerente del Sanatorio de Agua de Dios, recuerda que la Academia Nacional de Medicina, en el año 2013, pidió perdón en nombre de la ciencia por todos los abusos contra los enfermos de lepra. “La lepra es una de las enfermedades menos contagiosas: usted debe tener predisposición genética, debe tener susceptibilidad inmunológica, y debe estar en contacto prolongado con un enfermo que no haya recibido tratamiento. Aquí hay gente que ha tenido contacto con pacientes durante cincuenta años, y nunca se ha enfermado”.
El sanatorio, antes dedicado a esta enfermedad de forma exclusiva, se ha ido abriendo a otras especialidades. “Cada vez tenemos menos pacientes, y la mayoría de los que quedan son pacientes de la tercera edad. Este pueblo se formó a partir de la lepra, pero ahora ellos son minoría. De 14.000 habitantes, solo 700 son pacientes. En este hospital no se prestaba servicio médico a la población general, pero abrimos servicios alternos hace cinco años, y hemos pasado de quinientos afiliados a cinco mil”.
El mayor reto, dice Muñoz, está orientado a desestigmatizar a través del conocimiento y de la humanización. “Estamos ante personas. Hay que rescatar el valor de la persona”.
Aquella sentencia de mi tía fue un trauma que conservé durante años. Pero los humanos somos animales de costumbre, y uno se acostumbra a cualquier cosa. En Contratación yo quería estudiar, pero a los niños no les enseñaban más allá de tercero de primaria. Creían que era un desperdicio, porque esos muchachos de todos modos se iban a morir ahí encerrados. Hasta que el gobierno ordenó cerrar ese asilo y el traslado a Agua de Dios. Cuando llegamos aquí vimos el cambio: un régimen más abierto, muy distinto. Aquí me dediqué cuarenta años a la pintura primitivista, un talento que descubrí buscando qué hacer. Lo primero que pinté fue un dibujo en la funda de mi almohada. Yo pintaba para apartarme un poquito de los dolores. Y puedo decir que tuve libertad gracias a este don que Dios me dio. Dentro de la enfermedad, tuve oportunidades. Por eso no me quejo. Pude vivir la mayor parte de mi vida en la calle: yo estaba prácticamente normal. Pero ya estoy mayor y necesito cuidados. Por eso termino mi vida en un asilo: como la empecé.
Hoy el pueblo es como cualquiera: hay turismo y comercio en sus calles; hay colegios, busetas y taxis que transportan viajeros cada día. Pero en distintos puntos sobreviven los albergues, donde decenas de pacientes aún padecen las secuelas de la enfermedad: mutilaciones, atrofias de los miembros periféricos, discapacidad en el sistema nervioso y diversas patologías asociadas (diabetes, hipertensión, enfermedad renal). Los más jóvenes lucen enteros. Pero entre los viejos es común ver miembros mutilados, narices absorbidas y pies que apenas se sostienen en zapatos especiales, diseñados para ellos en un taller dentro del albergue.
El pueblo es hijo de Hansen, el descubridor de la enfermedad, y casi todos sus habitantes tienen algo que ver con ella: familias enteras se criaron aquí después del traslado. Por eso el perfil de Agua de Dios fue siempre una vergüenza para su gente, que iba hasta Girardot a sacarse la cédula, pues nadie quería llevar en su documento el estigma de ese gentilicio: aguadediocenses.
Hoy los pacientes del sanatorio están separados por género: las mujeres en el albergue San Vicente (58), y los hombres en los albergues Boyacá (163) y Ospina (38). Las diferencias entre las colonias son evidentes: ellas comparten un jardín frondoso, y cada una vive de forma independiente en alcobas que decoran de acuerdo a sus gustos. Todos los días asisten a misa en la capilla que tienen dentro del albergue, y muchas participan en actividades colectivas que las ayudan a mantenerse ocupadas: manualidades, ejercicios, pintura.
Los caballeros, en cambio, comparten pabellones comunes según la gravedad de su estado. Los más limitados, todos de edad avanzada, viven juntos en habitaciones donde cabe una docena de hombres. Y en pabellones contiguos duermen sus compañeros, que viven con limitaciones menores. Allí los jardines están menos mimados, y la mayoría de los huéspedes gastan su tiempo en juegos de mesa, cuando no están liados en alguna disputa. El ocio y el resentimiento generan roces, y ha habido entre ellos algunas peleas.
Yo, Nidia González, vivía en Sabanal, Córdoba, y a los siete años me mandaron enferma a Montería, con mis abuelos. Me mandaron mis papás, se supone, pero yo a ellos nunca los conocí. Desde los cinco años yo venía enferma, y estuve hospitalizada como a los seis: me salieron unas llagas en las piernas. El médico me examinó y dijo que tenían que mandarme para Agua de Dios. Recuerdo que viajé con un capitán de la policía en avión. Yo no me imaginaba para dónde venía. Me dejaron aquí y me dijeron: “Venimos luego a visitarla”, pero pasaron los años y nunca vino nadie. A los diez años de estar aquí, en el 77, yo volví sola de visita a mi pueblo. Iba con el corazón que se me salía del pecho, con la ilusión de ver a mi gente otra vez. Después, de vez en cuando, iba de visita. Pero yo allá no me hallo. La gente me saluda y les digo que estoy en Girardot, o en Bogotá; cualquier cosa, para que no pregunten. Pero ahora sí tengo varios años que no voy. Dentro de dos años voy a cumplir cincuenta de estar aquí. Toda una vida. Toda una vida.
María Teresa Rincón dirige el Museo de la Lepra. Ubicado en un antiguo edificio restaurado, el sitio tiene una exposición permanente de objetos que recuerdan el oprobio: hay un mapa del antiguo campo de concentración; hay restos de alambres de púas; hay vitrinas con los documentos que les entregaban al llegar; hay registros, fotografías, equipos médicos, zapatos, sillas de ruedas, incubadoras y monedas que solo circulaban en los lazaretos. Rincón recuerda el trabajo que hacían los cazadores:
“Los llamaban secretarios de lucha antileprosa. No eran médicos ni sabían de salud. Simplemente les decían las características de la enfermedad y ellos salían a buscar enfermos. Muchos pacientes de otras enfermedades cayeron por error. También hubo venganzas: gente que denunciaba la supuesta presencia de alguien enfermo para que se lo llevaran. Aquí las madres recluidas podían ver a sus hijos una vez al mes, de lejos, porque a los hijos sanos los separaban de sus madres enfermas”.
En distintos lugares del país, dice Rincón, se crearon asilos para hijos de pacientes. Porque ellos, de alguna forma, burlaban la separación o conseguían el permiso del gerente para casarse y vivir en pareja. Por eso nacían muchos niños en Agua de Dios (se cuentan alrededor de cinco mil en 1938). Muchos fueron adoptados, y hubo casos de gemelos separados al nacer.
En estas cuatro paredes me consumo. Yo podría vivir en cualquier parte, pero mis vértigos no me dejan. Solamente me siento segura en este cuarto. Me asomo al portón y siento miedo. Por eso procuré quedarme aquí, donde conozco el terreno. A mí la lepra me dio una vuelta entera. Cuando llegué era una niña que me ponía mis vestidos, corría, jugaba con las otras niñas. De repente me salieron como picaduras por todas partes, y la enfermedad me volvió mierda. Yo parecía un Cristo llagado. La enfermedad me dejó secuelas horribles en las piernas y en los brazos. Hasta me dejó coja, porque duré año y medio en una cama. Ahora hace rato estoy dando negativo en los exámenes. Pero la enfermedad sí me dejó unas secuelas horribles. Eso sí, comparada con otros aquí, yo me siento afortunada. Aquí hay historias terribles. Algunas mujeres cuentan que les arrancaron a los hijos de los brazos, y nunca más los volvieron a ver. Sí, hay historias peores que la mía. Aquí tengo fama de ser muy grosera, pero me importa un comino. Cuando me provocan, ahí se me sale el carácter. Todo el resentimiento y la amargura y el dolor que llevo por dentro lo saco. No puedo tragarme todo. Es mi forma de escape.
Según cifras de la Organización Mundial de la Salud, procedentes de 115 países, la prevalencia registrada de la lepra a finales de 2012 era de 189.018 casos en todo el mundo; y ese mismo año se notificaron 232.857 casos nuevos. La eliminación total de la enfermedad (según estándares epidemiológicos, una tasa de menos de un caso por cada diez mil habitantes) se alcanzó en el año 2000, y durante los últimos veinte años se han curado cerca de dieciséis millones de pacientes en todo el planeta. Pero todavía quedan focos en países como Angola, Bangladesh, Brasil, China, Etiopía, Filipinas, India e Indonesia.
La morbilidad mundial ha disminuido también de forma dramática: de 5,2 millones de casos en 1985, a 189.018 en 2012. La lepra se ha eliminado en 119 de los 122 países donde solía ser un problema de salud pública. Y el Ministerio de Salud de Colombia dice que su impacto disminuyó en los años 2009 y 2010, aunque tuvo un ligero incremento en 2011 y 2012 (408 casos este año). Arauca, Norte de Santander y Huila tienen la mayor incidencia. Los hombres, por encima de las mujeres, resultan más afectados; y más de la mitad de los casos se presenta en mayores de 45 años.
Aquí todas se meten al cuarto a las cinco de la tarde. Entonces yo saco mi asiento al corredor, me quito los zapatos y ahí me quedo sola, porque no hay con quién hablar. Me tengo que encerrar y acostarme. Entonces yo lo que hago es leer y pintar. Es duro, es duro, es duro. El único día que yo estuve contenta todo el día, todito el día, fue cuando cumplí mis cincuenta años. Yo dije: no tuve fiesta de quince, no he tenido nada en la vida, entonces voy a hacer una fiesta. Pedí un préstamo en el banco y unos amigos me prestaron una finca. Me trajeron serenata, me trajeron torta, mandé a hacer una misa, contraté una papayera y mandé a preparar una lechona de millón y pico de pesos. Invité como a doscientas personas. Ese día fui feliz todo el día. Yo nunca tuve novios, ni amigos; no tuve romances. Yo siempre me encerré en el círculo de la lepra.
No es casual que estos dos personajes, y algunos otros, dediquen sus horas en el sanatorio a pintar: algo hay que hacer para llenar tantas horas y tantos años muertos. Olvidados por sus familias, segregados por el antiguo sistema de salud, los enfermos de Hansen se rebelan contra su destino tratando de ser útiles. Patalean para sacarse de encima esa condena. Y pintan, tal vez, para fabricar con las manos una realidad distinta.
En muchos de sus cuadros se ven pueblos bucólicos que se parecen a Agua de Dios. Pero son paisajes puros, sin cercas alambradas ni jeringas con medicamentos. Y sobre todo: pueblos sin gente en las calles. Son lugares vacíos, en los que las personas, que siempre pueden enfermarse, no figuran. Allí solo existe la naturaleza virgen: el paisaje perfecto que era este pueblo antes de la enfermedad.
Sinar Alvarado (Colombia, 1977), cronista independiente, escribe para The New York Times en español, Univisión, Gatopardo, SoHo, Semana y El Malpensante. Su libro Retrato de un caníbal ganó el Premio de Periodismo de Investigación Random House Mondadori. Uno de sus trabajos fue finalista del Premio a la Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa en 2015. Dicta talleres de periodismo narrativo desde 2006. Su trabajo figura en varias antologías de crónica latinoamericana. Sinar dictará su taller Cuentos de verdad, sobre crónica periodística, en Quito, los días 14, 15 y 16 de junio (*Esta crónica fue publicada originalmente en revista Bienestar).