Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Sobrevolar el estado brasileño de Minas Gerais es comprobar cuán macabra puede ser la ambición humana. Encañonados gigantescos dejan ver miles de hectáreas de tierra roja. Cráteres de diámetros incalculables y miles de excavadoras como insectos lerdos componen el paisaje de la zona minera más grande de Brasil.
El 5 de noviembre del 2015, las barreras de contención de desechos de la empresa minera Samarco se rompieron y una avalancha de material tóxico acumulada durante años se desbordó. 55 millones de metros cúbicos de lodo envenenado se soltaron, alcanzando una velocidad de 15 kilómetros por hora, y arrasaron en minutos con dos pueblos: Bento Rodrigues y Paracatu de Baixo. Murieron 19 personas y los sobrevivientes perdieron absolutamente todo. Mariana, la ciudad del barroco brasileño, se convirtió desde entonces en el sitio de acogida de los damnificados.
La empresa minera –propiedad de las dos firmas más grandes y millonarias del planeta, BHP Billiton y Vale– se comprometió a cubrir los gastos de alimentación, salud y vivienda. Pero el desarraigo y la mutilación de los recuerdos no se pueden reparar con dinero.
Antes de que se cumplieran dos años del mayor desastre ambiental de la historia de Brasil, la cronista guayaquileña Sabrina Duque viajó por tierra, desde Brasilia hasta Mariana, preguntándose qué había sido de los miles de afectados. Dos personas muy cercanas a Sabrina vivían en Mariana cuando ocurrió la tragedia. El primer dolor llegó desde ahí. Pero con el paso del tiempo y luego de comprobar que esas dos personas estaban a salvo, la dimensión del desastre cobró mayor sentido. Aparte de los 19 muertos, 3 de los afectados se suicidaron. No pudieron soportar el trauma. Dos años más tarde, los abogados de la empresa han logrado suspender parte de los juicios en su contra con argucias forzadas y ridículas. Los habitantes de Mariana han reaccionado en contra de la presencia de los desplazados y piden que Samarco vuelva. En el 2018 deberían estar reconstruidos los dos pueblos que desaparecieron, pero hasta hoy no hay una sola piedra.
¿Cómo resuelven su situación económica quienes deben cambiar de trabajo y de estilo de vida de un día a otro? ¿Cómo se llevan los juicios en contra de la minera? ¿Se ha cumplido con la reconstrucción de los poblados, ofrecida por Samarco? Sabrina Duque recogió en su crónica Lama (Editorial Turbina. Quito, 2017), la historia de cientos de brasileños a quienes la minería les arrebató todo.
¿Cómo fue que tu interés particular por dos personas conocidas se transformó en una necesidad de contar una historia universal tiempo después de que ocurriera la tragedia en Bento y en Paracatu?
Fue un asunto de seres humanos. Yo tenía a dos personas muy importantes en mi vida, pero a mí me hace clic tener que contar esa historia porque se me había convertido en una obsesión, una vez que la lama llegó al Océano Atlántico, la atención de los diarios –que creo que estuvo bien– fue volcarse al proceso judicial, y es muy bueno que hayan estado ahí porque, si no fuera por la presión de la opinión pública, los destinos de los juicios serían mucho peores de lo que son hasta este momento. La prensa se fue a los juzgados y se olvidó de la gente, pues hay una agenda en los diarios y no puedes abrirte tantos frentes, y el frente más crítico era velar porque no se acabara el asunto sin tener un castigo. Dos años después no tenemos ningún castigo. Entonces, yo sabía que ahí había una historia porque había un montón de gente por la cual ya nadie preguntaba. Yo me preguntaba cómo estarían ellos luego de haberlo perdido todo, y para mí el tema del trabajo es muy importante: cuando tú pierdes el trabajo pierdes tu identidad. ¿Cómo una persona que ha vivido siempre en un pueblito del campo puede adaptarse a no tener esa libertad nunca más? Llegó un momento en el que no pude evitar más y conduje 12 horas para cruzar desde Brasilia hasta el estado de Minas Gerais. Fue muy importante hacer el viaje por tierra, porque cuando crucé la frontera estatal entre Goiás y Minas Gerais, lo primero que encontré fue una mina, y al lado de esa mina una ciudad. Cada vez que veía una ciudad, detrás había una mina, y si había una mina, quería decir que ahí había una ciudad. Entonces me di cuenta de cómo el trabajo, la economía y el espíritu de este estado están tan ligados con la minería.
Tú llegaste al lugar siendo doblemente de fuera: ecuatoriana residente en Brasil, pero radicada en Brasilia. ¿Cómo viviste esa condición de foránea para enfrentarte a una realidad que demandaba tanta sensibilidad?
Ser de fuera siempre es una ventaja para el cronista, porque te da la capacidad de maravillarte y de sorprenderte ante cosas que la gente [del lugar] puede terminar ignorando. Ser de afuera también hace que te esfuerces el doble en el intento de ser fiel a los hechos y de entender lo que está pasando, y no imaginarte lo que está pasando. Entonces, intento encontrar puntos de empatía, de no caer en la historia fácil entre buenos y malos.
Los asuntos relacionados con problemas ambientales en la región y en el mundo parecen llamar más la atención del periodismo narrativo en estos tiempos. ¿Cuál crees que es la relevancia de los periodistas narrativos y del periodismo de largo aliento frente a la crisis ambiental global?
Yo pienso que es importantísimo. Hay historias que son muy importantes pues a veces no nos damos cuenta de cuál es el precio que nosotros pagamos cuando hay un manejo irresponsable de los recursos naturales. En Bento Rodrigues y en Paracatu de Baixo está el ejemplo más descarnado: ¿Qué pasa cuando se altera un ecosistema? ¿Qué pasa cuando muere un ecosistema? Solo hay mosquitos. No hay pájaros, no hay sapos, no hay peces, no hay flores. Tú ves que de repente te quedaste sin nada. Surge un rebrote de fiebre amarilla en una región donde no había fiebre amarilla hace cincuenta años, y te das cuenta de la cantidad de cosas que derivan en la vida cotidiana: un mayor número de enfermedades, problemas de alimentación, de intoxicación, que haya gente que haya tenido que sacar una pistola para secuestrar camiones cisterna durante esos meses que estuvieron doscientos ochenta pueblos sin agua. ¡Doscientos ochenta pueblos sin agua! Si en Bento Rodrigues hubiera habido una fiscalización, si se hubiera instalado detectores de humedad, sistemas de alarma, si la represa hubiera estado seca como debió haber estado, eso no habría ocurrido.
Hay una idea extendida en el discurso político de la región que asegura que es posible la práctica de una “minería responsable”. ¿Existe para ti minería responsable, luego de haberte aproximado al drama de Minas Gerais?
Mira, ¿existe una minería responsable? Sí. Hay mineras que se restringen a ciertos lugares y que emplean todos los recursos posibles para que el daño ambiental no sea tan grande. La propia Vale do Rio Doce tiene un sistema con el cual se intenta reforestar las zonas que se han deforestado. El problema es la ambición de las empresas y de los estados, porque el Estado quiere plata y la empresa quiere ahorrar. Se trata de inmediatez: estamos ahora nosotros, y a quién le importa lo que venga después, qué me importa lo que pasa en este pueblo si yo vivo en la ciudad, o en otro país… Yo creo que puede haber minería responsable pero en una escala muy pequeña, no en esta escala monstruosa sino en un tipo de intervenciones más chicas.
Pero, ¿es eso real en el mundo actual?
Ay… yo creo que no. No, realmente eso no existe. Pensemos en que lo que pasó en Minas Gerais lo demuestra: la cantidad brutal de impuestos que generaba [Samarco] contribuía no solamente a las arcas de Minas Gerais sino también a las el estado federal de Brasil. Usaba tecnología de punta. En teoría estaba sumamente bien construida y no había ningún tipo de riesgos, estaban tan confiados de que estaba todo bien y de que no hacía falta un sistema de alerta… Entonces, si la Vale do Río Doce –la más importante, más influyente, más rica del mundo– no consigue hacer minería responsable con todos los recursos que tienen es porque no quieren. Tienen plata. Podían hacerlo. Pero, ¿qué es lo que importa más? Ganar más dinero.
El 5 de noviembre se cumplieron dos años de la tragedia de Minas Gerais. ¿Cuál es la realidad de los pobladores afectados frente a los procesos judiciales iniciados y a la gestión del Estado brasileño?
Esta gente está en un estado de vulnerabilidad absoluta, porque, aunque la minera Samarco les paga casa, sueldo, atención médica, comida y demás, la vida de ellos se acabó. Es gente que no va a tener justicia porque los abogados de la Vale do Rio Doce consiguieron anular un juicio por la muerte de 19 personas basados en un truco legal que consiste en decir que la Policía Federal no tenía autorización para pinchar los teléfonos. Y en esas conversaciones tú ves el descaro de esta gente (…) cuando aceptan todas las responsabilidades porque están asustados hablando entre ellos. (…) El pueblo ha tenido que ver cómo tres de sus vecinos se suicidaron. Y cuando vives en un pueblo chiquito es como si tu primo se suicidase, porque su vida dejó de tener sentido. Es una situación miserable. En teoría, el 2018 tendrían que estar construidos los dos pueblos y no hay ni un ladrillo puesto. Y creo que la gente de Bento Rodrigues nunca va a poder superar el trauma, porque, por más que construyan el [nuevo] pueblo, por más que les devuelvan un trabajo, es gente que ha perdido hasta la fotografías de sus hijos cuando eran pequeños. Perdieron la memoria. Perdieron sus dinámicas: aquel café que tomabas con la vecina, el chismecito que se contaban por la tarde, el escuchar a los niños salir de la escuela gritando, es todo un asunto afectivo que de repente te quitan, te arrancan. Te mandan a vivir en un lugar desconocido, lejos de la gente con la que has crecido, con la que pensabas morir.
¿Es una mutilación?
Es una mutilación completa y es algo que no tiene retorno, porque ellos no van a regresar nunca a su Bento Rodrigues o a su Paracatu de Baixo, sino a otros lugares que se van a llamar Novo Bento y Novo Paracatu, que no es lo mismo, porque no van a volver a sus recuerdos.