Por Sinar Alvarado
En estas tierras no se ven vacas. La carretera sinuosa que va de Florencia a Panzano solo ofrece infinitas hileras de vides y olivos de tallos torcidos. Este suelo produce vinos Chianti y aceites de perfume intenso. Pero no hay ganado. La legendaria vaca toscana, la raza chianina famosa por su bistecca, prácticamente desapareció.
Pero aquí siguen llegando carnívoros. A este pueblo medieval ubicado sobre una colina vienen italianos de otras regiones. Vienen sobre todo franceses, españoles, ingleses, gringos y unos pocos latinoamericanos con apetito: gente que viaja seducida por el embrujo de la carne.
A las once de la mañana Panzano está medio vacío. Pasan carros esporádicos y los jubilados charlan en una plaza junto a la vía.
Subiendo por una vereda –franjas rojas y blancas en la fachada, letrero de mármol– se encuentra el aviso de la carnicería: “Antica Macelleria Cecchini”. Cuando dice antica no miente: doscientos cincuenta años llevan los hombres de la familia vendiendo carne en el mismo lugar. El local es estrecho. Hay dibujos de ganado pastando, de ovejas y cerdos en su ambiente rural. Hay dos cuernos sobre un escaparate. Hay grandes piezas de charcutería colgadas en ganchos, y cortes de carne exhibidos tras el vidrio de un mostrador. En cada rincón se ven bustos de Dante Alighieri. Hay una biblioteca con muchos libros de cocina, y al lado una mesa llena de comida para los clientes: pan tostado con una capa de manteca (lo llaman Burro del Chianti: una grasa de cerdo curada con romero y especias que en efecto parece mantequilla), prosciutto y tres garrafas con vino de la casa.
Abunda la gente en el local. Entonados por el licor y la música, todos hablan en voz alta, comen, ríen y se toman fotos que llevarán de recuerdo.
Detrás del mostrador está Dario, el carnicero, que mira la escena con una sonrisa luciferina. Es un tipo grande y blanco, de ojos azules muy expresivos, de brazos largos y manos fuertes. Lleva puesto su uniforme: suéter rojo, bufanda con la bandera italiana, delantal blanco salpicado de sangre y un cuchillo en las manos.
Suena el teléfono. Dario corre hacia una esquina y responde con un grito alegre:
–Buongiorno, Macelleria Cecchini!
Crudo
Dario Cecchini nació en 1955 en una vieja casa frente a la carnicería. Su padre, Tulio, era un hombre con fama de seductor. El abuelo, también carnicero, vivía preocupado por esa indisciplina y un día, poco antes de morir, le rogó a su hijo que olvidara las conquistas y se enfocara en el trabajo. Tulio obedeció y se encargó del negocio durante muchos años, hasta que un día la historia se repitió. Dario recibió una llamada de su hermana: “Papá tiene cáncer.”
–Yo no quería ser carnicero –confiesa Dario mientras corta pedazos de carne–. No quería matar animales, sino cuidarlos. Yo estudié tres años de veterinaria en la universidad. Pero había una tradición familiar…
En Toscana, como en toda Italia, la palabra “tradición” implica historia y familia. Pero también un respeto reverencial por la gloria inamovible del pasado. Muerto su padre, Dario dejó la universidad y aprendió el oficio en las manos del Maestro, un viejo carnicero que había trabajado siempre con la familia Cecchini.
–Él me enseñó todo lo que sé: cómo reconocer la buena carne y qué hacer con ella.
Hoy Dario recuerda sus inicios y sonríe: los tiempos difíciles ya se han ido. Pero fue duro. Él tenía veinte años y ninguna experiencia.
–Me paralizaba de miedo. Arruinaba la carne con el cuchillo, me hería. Tenía los brazos llenos de cicatrices.
Ahora, la mano firme y hábil, Dario sostiene el cuchillo sin vacilar. Parece el arma de un cazador (la palabra cecchini significa “francotiradores”). La hoja de acero abre los músculos con facilidad, y a cada rato, en un gesto compulsivo, él le saca filo sobre la misma piedra que usaba su padre.
Durante veinticinco años Dario fue un carnicero competente y anónimo. Su celebridad germinó hace solo once años cuando se propagó en Europa la “enfermedad de las vacas locas”. Alarmada por la epidemia, la gente dejó de comer carne bovina. Y Dario, siempre dramático, decidió celebrar en su carnicería el funeral de la legendaria bistecca alla fiorentina. Es decir, el sepelio de su carrera y el fin de la larga historia familiar. La ceremonia fue noticia: Dario apareció en televisión y muchos aficionados a la cocina empezaron a preguntarse quién era aquel excéntrico vestido con delantal.
Término medio
Tulio solía visitar con su hijo los museos de Florencia. Frente a Miguel Ángel y Da Vinci, con auténtico orgullo regional, le decía: “¿Ves esas obras? Son toscanas. Las hicimos nosotros.” Aquellas jornadas de apreciación artística despertaron en Dario una sensibilidad especial. Él no pinta, no escribe: su trabajo simplemente se come. Pero Dario defiende una ética elevada. Por encima del ruido en la carnicería, casi grita:
–Hace treinta y seis años que hago este trabajo, y creo que en todos los oficios se puede buscar armonía o poesía. No soy religioso, pero creo que todos debemos buscar la luz –Dario toma un ejemplar de la Divina comedia y declama: “Hiciste como aquel que, por la noche, / lleva la luz detrás y no se ayuda, / pero va iluminando a otras personas.”
¿Se ve a sí mismo como un educador, un pionero que abre camino a quienes lo siguen? No, no llega a tanto. Pero le basta, dice, con sembrar curiosidad y alegría en la gente que lo visita. Dario es obviamente un carnicero atípico: es el cerebro gastronómico de su negocio. La mitad del trabajo en la macelleria consiste en producir gelatina de pimientos, terrinas, salsas y una vieja receta de soppressata del siglo XVI: carne y grasa de cerdo embutida en un trozo de intestino. Pero por buenos que sean todos los productos, nadie viaja cientos o miles de kilómetros solo por un pedazo de bistec. Hay algo más: la macelleria vende una experiencia. Es un exquisito parque de diversiones para adultos buenavida. Basta cruzar la puerta para sentir la atmósfera de gozo que flota en el ambiente.
El prestigio de Dario ha crecido, además, con la ayuda de algunos colegas célebres. Está Bill Buford, que escribió un magnífico libro sobre cocina italiana, Calor, y trabajó como aprendiz de carnicero. Está Faith Willinger, una escritora culinaria radicada en Florencia, que viajó con Dario a Estados Unidos y lo sirvió en bandeja ante la prensa especializada. Y luego Tony Bourdain, chef y escritor, que grabó en la carnicería un episodio de No reservations, su programa de televisión: “La macelleria no es solo una venta de carne, y Dario no es solo un carnicero. Tiene sabiduría sobre todas las cosas toscanas: la comida, la literatura y la poesía. Es un feroz defensor de los métodos tradicionales y las recetas originales de su tierra.”
Dario rescató una del año 1400 y la llamó Tonno del Chianti (es decir, atún): jamón de cerdo cubierto por una semana con sal marina cocido por cinco horas en una mezcla de vino blanco, agua y hojas de laurel. Cuando se enfría, la carne se desgrasa y se conserva en aceite de semillas de girasol con otro poco de laurel. Resultado: una carne pálida y suave que parece atún y va muy bien con jugo de limón. El nombre es marca registrada de la “Antica Macelleria Cecchini” y figura en el Atlante dei prodotti tipici salumi, editado por el Instituto Nacional de Sociología Rural de Italia.
Dario elogia la receta entre carcajadas: le divierte la analogía entre carne y pescado. Un ayudante le entrega una mole de carne que debe separar. Y donde los neófitos vemos fibra indistinta, él ve líneas claras que le indican cómo proceder. Dario empuña el cuchillo y extrae piezas a gran velocidad.
–Esto es fiocco di manzo. Esto de acá se llama tenerumi salata. Esto, carne en galera…
Cuando ha separado los tres cortes, queda en sus manos una pieza perfecta.
–¿Qué es?
–Bistecca –dice.
La famosa bistecca: una pieza sólida de cinco libras de peso y diez centímetros de altura que cuesta doce dólares. Dario dice que se vende poco.
–¿Por qué?
–Porque nuestros clientes son inteligentes. Esto es bueno, pero no es lo mejor.
–¿Y qué es lo mejor?
–La rodilla. La rodilla tiene todo: cartílago, hueso, músculo, grasa –Dario ríe, abre la boca, se excita y mueve la cintura–. ¡La rodilla es movimiento, es vida, es la salsa que bailamos! Mientras que el lomo está quieto, aburrido –arruga la cara–. El lomo es Chopin. Y Chopin es bello de vez en cuando, pero nunca será como la salsa.
Dario se queja:
–La comida se está volviendo cada vez más seria. Hay que meterle ironía. Por eso he llamado a esto Sushi del Chianti–. Dario señala en el mostrador una tira de carne molida, y la prepara en una taza grande de metal. Sazona con otro de sus inventos: Profumo del Chianti, una mezcla aromática de sal gruesa molida con pimienta, romero y flor de hinojo. Luego pone ajo, peperoncino, perejil y un chorro de aceite de oliva producido en la zona. El local sigue repleto y Dario hace la mezcla delante de todos, sin misterios.
–El secreto es que no hay secretos –dice.
Seria o no, hace mucho que la cocina se volvió un espectáculo. La gente ve en Dario, en su carisma abrumador, un personaje irresistible. De nuevo: él no pinta, no escribe, pero sí actúa. Recita de memoria a Dante, a García Lorca y a otros poetas. A veces llora, conmovido por la belleza que sale de sus labios, y el público lo aplaude como en el teatro. Sobre ese talento histriónico ha levantado buena parte de su fama.
–Sí, la publicidad es útil, pero no es todo. La gente viene y, si no encuentra algo que le convenza, no vuelve. Los clientes no son tontos.
Dario camina hacia el cuarto frío, donde cuelgan medias reses que esperan el tajo de su cuchillo. Allí acaricia con cariño las piezas refrigeradas y habla de la matanza:
–Matar animales es una cosa muy seria. Hace falta un espíritu fuerte. No es casual que este oficio lo hicieran antes los sacerdotes, a quienes cambiaban con frecuencia para que no se acostumbraran a la sangre.
–¿Qué es lo más difícil del oficio?
–Eso, el espíritu. Al principio yo pensaba que el problema estaba en la vaca: dónde debía cortar. Después creía que el problema era el cuchillo. Pero con los años aprendí que el problema está en el espíritu del carnicero.
Tres cuartos
Dario Cecchini ha invertido energía en el costado intelectual de su oficio. Ha escrito manifiestos sobre la calidad de la carne, y textos suyos aparecen en varios libros de gastronomía. En su biblioteca sobresale uno titulado Primal cuts, y el prólogo lleva su firma: “La esencia del oficio carnicero: algo crudo y compasivo, fuerte pero delicado, siempre respetuoso de la matanza. Y con un imperativo ético: usar la carne de la mejor manera posible, sabiendo que desde el principio de los tiempos estos animales nos fueron dados como regalo de Dios. El auténtico carnicero, como los artistas del Renacimiento, camina un sendero en la búsqueda de su propio arte: el más delicado oficio de todos los que comemos y nos nutren.” Al final pone su mantra: To beef or not to beef.
–No hago carnicería como lo hacía mi padre, ni como lo hacía mi abuelo –dice Dario–. Soy un carnicero contemporáneo.
Aunque reniega del business, ha hecho de su nombre una marca rentable. Alrededor de la macelleria han prosperado otras iniciativas. Primero, en el local de al lado, Dario abrió la Officina della bistecca, un pequeño restaurante donde la famosa pieza es protagonista. Este corte de solomillo de res con su hueso se cocina en la parrilla solo cinco minutos por cada lado. El centro permanece casi crudo y solo lleva sal y aceite de oliva. La bistecca es una receta original de la familia Medici, la antigua y poderosa realeza toscana. Por setenta dólares la Officina ofrece un menú que va desde el antipasto y varias ensaladas, hasta el postre, el café y la grappa.
Dario sabe que estas opciones son costosas, que la suya no es precisamente comida para el pueblo.
–Para el pueblo tenemos Mac Dario –se defiende.
Es su respuesta a la comida rápida. Ubicado justo encima de la carnicería, en un comedor para cuarenta personas, este otro restaurante vende hamburguesas de una carne jugosa y tierna, hecha en una parrilla al aire libre, acompañada de vegetales y papas por solo catorce dólares.
–La bistecca no es el único producto –explica Dario mientras manosea distintas piezas de carne en el mostrador–. Hay muchos cortes, y todos, bien tratados, pueden ser muy sabrosos. Es un gran desperdicio no aprovechar todo el animal. Yo creo en esta idea: el animal necesita una vida buena, una matanza piadosa y un buen carnicero.
Sobre estas tierras pastó durante siglos una vaca blanca, alta y fuerte llamada chianina. Su carne firme y poco grasosa, con músculos que servían parar arar la tierra, llegó a ser un valioso símbolo toscano. Pero luego vinieron dos heladas que arrasaron la agricultura de la zona. Aparecieron los tractores, utilizados por los campesinos en la recuperación de sus lotes (no más vacas en yunta). Y llegaron, para completar la amenaza, los supermercados con su oferta de carne económica. Esta situación relegó a la chianina casi hasta la extinción. Ahora nadie vende su carne, aunque muchos vienen a Panzano buscando precisamente eso: un pedazo de tradición comestible.
Para Dario es un tema incómodo. No lo oculta, pero tampoco lo grita: él vende carne española.
–¿Española?
–Sí. En Barcelona una finca cría animales para mí; la traen todas las semanas por carretera. Lo importante no es la raza, amigo, sino la cría: cómo mantienes a los animales. Yo no soy racista, no creo en la raza. Creo en los cruces y en la calidad.
Los críticos de Dario, sus propios paisanos, se burlan de esta ironía: hay españoles que viajan a Italia para comer carne producida en su país. Algunos lo consideran un estafador, un bufón que hace dinero cazando turistas. Sin embargo, nadie discute la altísima calidad de su producto. Dario es el único carnicero que cría sus propios animales. La pequeña granja en la Costa Brava es un lugar rústico donde las vacas crecen sin prisa y comen pasto de forma tradicional. Esa pureza parece querer recrear a la desaparecida chianina.
Después del mediodía llega por fin el momento de probar esta carne. Cruzamos la vereda y compartimos con varios italianos una mesa redonda en Solociccia, el tercer restaurante que abrió Dario justo frente a la macelleria. En la mesa hay botellas de vino que el mesero rellena varias veces. De inmediato llega la primera ronda de carne: Crostini di sugo (ragú de carne picante sobre rebanadas de pan tostado) y Fritto del macellaio (trozos de carne seleccionada por el carnicero, rebosada y frita, servida con vegetales). Después un pinzimonio (mezcla de vegetales del huerto), focaccia casera y sopa de garbanzos con frijoles. Y enseguida una nueva tanda: Ciccia arrosto (delicada carne horneada); Tenerumi in insalata (carne cocida en su caldo, muy parecida a la carne mechada, pero notablemente superior, y una nueva ración de ensalada). Y para cerrar, Ciccia in umido (carne braseada a baja temperatura por un largo tiempo, similar a la anterior y servida en su salsa).
El vino abundante y la carne exquisita nos elevan a un éxtasis suave. La carne con su grasa es ligera y excelsa. Percibimos su delicadeza frotando, como recomienda Dario, la lengua en el paladar. Y mientras comemos, la tarde avanza lentamente: se ve por la ventana cómo cambia la luz amarilla en los sembradíos de la plácida tierra toscana. Dan ganas de quedarse a vivir, pero no es posible.
Salimos de Solociccia y volvemos a la macelleria. Damos las gracias a Dario por su hospitalidad y charlamos unos minutos con él y su esposa antes de despedirnos. Entonces, cuando caemos en cuenta, le preguntamos por su heredero.
–¿Habrá un nuevo macellaio Cecchini?
–No tengo hijos –dice Dario.
Doscientos cincuenta años de tradición, ocho generaciones de carniceros y ahora la “Antica Macelleria Cecchini” no cuenta con un sucesor. Entonces, ¿quién recibirá el testigo?
Dario no parece preocupado. Vive feliz en su tierra y complacido con su obra: él no quería ser carnicero, pero se vio obligado. De modo que se propuso convertirse en uno especial. Y lo logró. Ahora todo marcha bien y su espíritu es el de un optimista. El testigo, dice, ya ha sido entregado.
Dario da media vuelta detrás del mostrador, suelta por fin el cuchillo y toma un álbum grueso de color rojo. Allí muestra fotos de sus aprendices, más de cincuenta personas que han venido desde distintos lugares: un mecánico de Brasil, un escritor de Luisiana, un asesor económico de Kazajistán… Gente que viajó hasta Panzano y aprendió el oficio trabajando con el carnicero más famoso del mundo.
Dario pasa las páginas y señala con orgullo los rostros de sus discípulos:
–Ellos son mis herederos.
Sinar Alvarado (Colombia, 1977), cronista independiente, escribe para The New York Times en español, Univisión, Gatopardo, SoHo, Semana y El Malpensante. Su libro Retrato de un caníbal ganó el Premio de Periodismo de Investigación Random House Mondadori. Uno de sus trabajos fue finalista del Premio a la Excelencia Periodística de la Sociedad Interamericana de Prensa en 2015. Dicta talleres de periodismo narrativo desde 2006. Su trabajo figura en varias antologías de crónica latinoamericana. Sinar dictará su taller Cuentos de verdad, sobre crónica periodística, en Quito, los días 14, 15 y 16 de junio (*Esta crónica fue publicada originalmente en revista Letras Libres).