Por Tito Molina / @TitoMolina7
Seamos honestos: somos poco culturales. Culturales en un sentido social, es decir, una sociedad movida por la necesidad colectiva de consumo de la cultura. Nos movemos más bien en el ámbito contrario: en el de la cultura del consumo. Tendemos a ser laxos en asuntos que atañen a lo cultural o a la actividad cultural, quizá porque nos parece (o nos han hecho creer) que lo cultural es algo que regenta alguien más, alguien con el poder de hacerlo, alguien encargado de hacerlo. Entonces, pensamos en la cultura como algo abstracto, como algo que no tiene nada que ver con nuestro quehacer diario, algo lejano que unos cuantos privilegiados generan para que otros tantos consumamos (o no). Ese algo se convierte así en un sistema de producción y difusión artística que atañe a los demás, a los otros, mas no a mí, liberándome de esta manera del papel activo que tengo derecho (y deber) a desempeñar en la construcción de esa sociedad cultural en la que vivo. Nos desentendemos (o nos desentienden) y de esta forma delegamos nuestro derecho a una actividad cultural activa en manos de un poder abstracto para que la rija y la condicione. A veces, a ese “poder abstracto” lo llamamos Ministerio de Cultura, en otras, Municipio, y en ocasiones, los Organismos Encargados, pero pocas veces tomamos conciencia de que ese poder está en nuestras manos y de que nos concierne a todos.
Volvamos por un momento al hecho de ser poco culturales y preguntémonos: ¿encabeza nuestra lista de preocupaciones el que un teatro, un centro cultural o una compañía de danza cierren sus puertas por falta de público, aun cuando parte de nuestros impuestos a veces pagan la creación, promoción y mantenimiento de dichos centros? ¿Protestamos como lo haríamos si encontrásemos un pelo nadando en nuestra sopa, por el paupérrimo nivel de literatura que se exhibe y se expende en las vitrinas de las librerías, de aquellas que aún quedan? ¿Exigimos (con el mismo ímpetu con que nos embriagamos los viernes) el derecho de nuestras ciudades a tener una oferta nocturna variada, innovadora y cosmopolita que –con seguridad ciudadana y no sometida a un control al ciudadano– nos permita disfrutar de las libertades del individuo para decidir el tipo de ocio y entretenimiento? ¿Somos conscientes de la desnutrida (o hipercalórica) cartelera de cine con la que alimentamos el intelecto y la sensibilidad de nuestros hijos (y el nuestro propio) los domingos por la tarde? ¿Tomamos en cuenta la nefasta repercusión que los adefesios de esculturas públicas y un urbanismo caótico y funcionalista causan sobre nuestro sentido estético y el de los niños que por generaciones llevan formándose un juicio sobre la belleza? En el trayecto hasta nuestro trabajo mal pagado, en el camino de regreso a nuestra pequeña casa por pagar, aceptémoslo, estos asuntos nos importan muy poco.
¿Pero, es este asunto de lo cultural algo sin importancia? ¿Tiene sentido cuestionarse algo aparentemente intangible como el arte y la cultura cuando nos urge atender asuntos que consideramos de primera necesidad, como el comer, tener una vivienda digna o mantener una familia?
El reconocido escritor Paul Auster, en su maravilloso discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias, dijo:
¿Qué sentido tiene el arte en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. (…) En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos.
Es precisamente esa inutilidad práctica de la que habla Auster de la que se valen los encargados del poder para justificar que la cultura sea relegada, menospreciada, incluso despreciada, en tiempo de crisis. Crisis económica, por cierto; pues la historia nos ha demostrado de manera sistemática que es, en esos tiempos, cuando el espíritu humano renueva sus formas de creación y el desarrollo intelectual se dispara. ¿Será acaso esa la razón por la que el poder económico utiliza subterfugios para transformar el consumo de la cultura en una cultura del consumo? ¿Tanto temen nuestros gobernantes que descubramos en la falta de sentido práctico (el arte es inútil) una fuente de riqueza personal que no transa con el capital, y que puede llevar a nuestras sociedades a un desarrollo exponencial del pensamiento? Quizás esto es pensar mucho y demasiado bien acerca de quienes nos gobiernan. Cabe la posibilidad de que, simplemente, sean incapaces de ver la importancia y el potencial que tiene el arte y la cultura para el desarrollo de un pueblo. ¿Y qué hacer ante el desprecio o la ignorancia? ¿Debemos quedarnos de brazos cruzados y ver cómo moldean nuestras cabezas a la medida de sus tzantzas*? ¡Decididamente no!
¡Debemos actuar! Actuar ahora es tanto una necesidad como es nuestra responsabilidad, y debemos hacerlo de manera coordinada, pero sobre todo consciente: no se trata de la idea timorata del “granito de arena”, ni de la popular “vaca” o recolecta, se trata de empoderarnos y apoderarnos de la cultura; de hacer nuestros los festivales y sus películas, de hacer nuestras las exposiciones y las galerías, de apropiarnos del teatro y de las obras, de sentirnos dueños de la danza y la música, de las calles y los espacios públicos; se trata de tomar conciencia de que el arte y la cultura nos pertenecen y son un producto de primera necesidad para el alma. Se trata de pensarnos no como una sociedad que contribuye a la actividad cultural, sino como una sociedad que construye su propio escenario cultural; una construcción sociocultural nueva y colectiva, destetada de la abstracción del poder, donde todos somos benefactores y beneficiarios.
Hay innumerables maneras de llevar esto a la práctica. Cada uno encontrará la suya, pero existen, ahora mismo, espacios culturales que demandan con urgencia esa apropiación por parte del ciudadano en respuesta al abandono del poder, ese poder abstracto. Uno de esos espacios es el festival de cine documental Encuentros del Otro Cine, los ya famosos EDOC. Este festival no es el único, pero sí una oportunidad única de cambiar el sistema impuesto con manos propias. Y solo es cuestión de dar un click.
El festival EDOC lanzó hace unas semanas su campaña de crowdfunding para hacer posible su decimoquinta edición. La campaña está dando buenos resultados, pero el tiempo es corto y la respuesta, de todos quienes exigimos tener nuestro propio festival de cine, es aún demasiado tímida, le falta carácter y decisión, para poder pasar del apoyo constante en las redes sociales a la acción concreta del aporte económico. Un aporte que, como hemos visto, no es un diezmo para los otros (los encargados de ejecutar) sino una acción de compra sobre nuestra propia inversión en cultura, pues hoy, en estos tiempos de crisis, esos otros somos nosotros, y somos reales.
Los EDOC se harán, realizarán esta y muchas más ediciones, y gracias a nuestra participación activa lo transformaremos en Nuestro Festival, el festival de cine de Mi ciudad (cualquiera que esta sea). Pero esto no acabará ahí: luego vendrán el Festival de Teatro de Loja, el de Manabí o el de Sucumbíos; le seguirán festivales de danza, bienales de pintura, ciclos de poesía, exhibiciones itinerantes de tradición oral, muestras de nuevas tecnologías y vanguardias estéticas, conferencias, charlas, tertulias, cafés literarios… y así, habiendo recobrado lo que se nos usurpó, podremos preguntarnos, como Auster, ¿qué tiene de malo la inutilidad del arte?, cuando esta se puede utilizar para transformar lo abstracto en un poder real.
(*) Tzantza o cabeza reducida es la práctica ancestral de lo shuar, la tribu indígena amazónica de Ecuador, de reducir las cabezas de sus enemigos vencidos. Este místico procedimiento hacía que el nativo momificase y conservase las cabezas de sus enemigos como talismán y trofeo de guerra.
Excelente nota. Felicitaciones y gracias por el impulso.
Jorge
Director Crowdfunding
Catapultados.com