Por Andrés Álvarez / @AndoAlvarez
Son las siete de la noche en Quito. Las chompas negras y los sombreros de cuero estilo vaquero se repiten en las calles. Hace frío y una luna que sonríe de lado se escabulle entre la neblina. Noche perfecta para el rock ‘n’ roll.
El sábado 9 de abril, Enrique Bunbury –uno de los más icónicos cantautores españoles contemporáneos– presentó ante un ágora repleta su Libro de las Mutaciones, en el que quizá fue su último concierto en este país. Con treinta años de carrera, el ex Héroes del Silencio demostró que si en algo es hábil es en eso: mutar. El resultado es esta gira promocional de su último disco, grabado durante la segunda mitad del 2015 en el clásico formato Unplugged de la cadena MTV.
A pesar de que esta fue la quinta vez que lo veo en vivo, la emoción y la excitación prevalecieron como en la primera. El ritual es igual: “¡Enrique… Enrique!” clama el asistente esperando a que el Aragonés errante salga a escena… Y es que ver entrar a Enrique Bunbury al escenario representa casi, casi la mitad del concierto. De traje negro y zapatos de charol, elegante, desafiante, aparece entre el humo del escenario. Da la sensación de que los años no han transcurrido. Basta con levantar su mano y ejecutar su reverencia para que los más de 10 000 asistentes estallen a gritos.
La emoción decrece mientras una tonada irreconocible empieza sonar, pero, pocos segundos después, la emocionada multitud reconoce el estribillo de la famosa Iberia sumergida, éxito de los Héroes del Silencio allá por 1995 y revisitada dentro de este recital. Afuera del recinto, unos cuantos roqueros se resignan a escuchar a la multitud aclamar el inicio del concierto pues no alcanzaron a conseguir sus boletos:
Amanecí
con los puños bien cerrados
y la rabia insolente de mi juventud
Me atrevo a decir que la frase resume muy bien lo que la música de Bunbury es capaz de hacer. Seguramente fue repetida por cada uno de los espectadores innumerables veces a lo largo de estos veinte años, pero un fan de Enrique –que no es como cualquiera– sabrá comprender que su carisma va más allá de las notas y de las palabras. Basta una pose o un gesto para que el público se encienda. Provoca cerrar los puños con fuerza y gritar al cielo.
Es el rock ‘n’ roll, el blues, el vals, el swing, el tango, el son, el bolero… los géneros explorados por Bunbury en sus 10 álbumes como solista, seis como miembro de Héroes del Silencio e innumerables colaboraciones nos llevan de Madrid a La Habana, de Perú a Venaresh, de Cádiz a Buenos Aires. Enrique juega y tienta al corazón roto, al espíritu indomable, a las ganas de soñar, de volar, de crear, de destruir.
Durante dos horas, escuchamos atentos y emocionados temas de Héroes del Silencio, reversionados, transformados en obras que desataron la misma emoción que hace 25 años, antes de que la banda española rompiera lazos y dejara de rondar las tablas.
Maldito duende, Mar adentro, La chispa adecuada se confunden entre temas de su carrera como solista. El público extasiado no para de gritar su nombre. Ese es el ritual entre canción y canción. “Muchísimas gracias, de verdad, hermanos”, responde él, una y otra vez, e incansablemente sigue devorando el escenario. Se mueve como un boxeador. El espacio le resulta diminuto. Baila entre los integrantes de la banda, los reta a cantar con él, a tocar más fuerte. Es como ver y oír a Nick Cave, luego a Tom Waits o a Elvis Presley, sus tres grandes influencias. Va de extremo a extremo de la tarima y nos invita también a cantar:
Porque allá donde voy
me llaman el extranjero,
donde quiera que estoy
extranjero me siento.
A mi alrededor, la gente grita a más no poder temas como Infinito, Despierta, Desmejorado y Puta desagradecida, este último parte de su inolvidable colaboración con Nacho Vegas en el disco El tiempo de las cerezas que, dicho sea de paso, resulta ineludible al momento de hablar de su música.
Cantamos como él nos lo ha enseñado: con los puños bien cerrados, afónicos y con lágrimas en las mejillas. Hasta que llega el momento de devolvernos a la realidad y presenciamos cómo el cantante se despide del escenario. Sabemos que bastan unos minutos para que vuelva a entrar, complaciendo el ensordecedor grito de la audiencia, pero ha empezado el fin.
Cuando vuelve a aparecer, una vez más ha mutado. Es “otro” Enrique el que llena el ambiente de tonos azules y violetas, solo con su voz. Escucho atentamente, con cierta tristeza y por última vez El rescate, De todo el mundo y Al final… Cada fan de Enrique Bunbury sabrá lo que estos tres temas juntos pueden ocasionar: son una explosión, nostalgia, alegría, esperanza, odio y amor. Infinito amor… Es rencor, infinito rencor…
Un saludo final: “Muchísimas gracias, de verdad, Quito”; y un último favor: “no se olviden de nosotros”. Como si pidiera que no demos la espalda al legado de treinta años que lleva a cuestas, como recordándonos que la música es el camino –como dice la canción–, que debemos “apostarle al rock ‘n’ roll”.
Definitivamente, la música de Enrique Bunbury marca una época en toda Iberoamérica, muy a pesar de sus muchos detractores. Sea como sea, toda una generación aprendió a vivir su música. Muchos transitamos por la vida siendo “un poco tuyo y de todo el mundo”, muchos buscamos aquella persona con quien “aplicar la chispa adecuada”; muchos somos miembros de ese “club de los imposibles” y aprendimos que “la locura nunca tuvo maestro”.
Dos horas de concierto, 30 años de carrera, una vida de música.
Son las 11 de la noche y la frase repetida por todos los asistentes mientras abandonamos el ágora de la Casa de la Cultura es la misma: ¡Gracias… muchísimas gracias!