Por Iván Égüez
- Como la mayoría de los frutos, desciendo de los árboles
¡Qué prodigio un árbol! Deberíamos arrodillarnos cada vez que miramos alguno. Es la conjunción de la vida. Los elementos primordiales que lo constituyen, tierra, aire, agua y sol, perviven magnificados en toda creación: tierra fértil, vientos propicios, el río de la constancia, el fuego de la pasión. Sin ellos no surge la magia. «No sé cómo se puede pasar junto a un árbol sin alegrarnos de que exista», decía admirado Dostoievski, ese árbol ruso que estuvo plantado cuatro años en Siberia con grilletes y una bola de hierro a la canilla, acusado de subversión.
Por la pulpa del árbol corre esa sangre nutricia llamada «savia», pariente botánica de la palabra sabiduría. Luego la pulpa es sometida a un proceso de alquitara y reblandecimiento increíbles, tal cual Julian Barnes lo consigna en su libro El loro de Flaubert, al visitar las instalaciones de la enorme fábrica de papel construida en el lugar que ocupó la casa del autor de Madame Bovary. Dice asombrado: «Estuve mirando los pistones, el vapor, las tinas y las cubetas descendentes: tantísima humedad para nomás de producir una cosa tan seca como el papel». Yo diría que ni tan seca, porque las clases de papel se diferencian por el agua que llevan evaporada en más o en menos dentro de su seno. El agua es su peso en gramos por hoja octava: 60 gramos, 90, 120, en fin. Hay papeles finísimos con marca de agua, algunos hechos de las maderas más duras: de espino, de fresno, de palo de vaca; el papel llamado couché, por ejemplo, es tan pesado por el agua que lleva seca, tan pesado que con los tomos de la Enciclopedia Británica podríamos hacer un concurso de levantamiento de pesas.
Los chinos inventaron el papel y con él las pajaritas de papel, los abanicos de papel y las sombras chinas sobre biombos de papel. También el origami japonés, el té inglés (en bolsitas de papel) y el pan francés envuelto en papel de estraza, el papel crepé para adornar las carrozas y balcones, el papel calco, el papel tapiz, el papel de fumar, el papelón de siempre.
Hasta ahora tienen el papel seda hecho de arroz; con él se despintan el rouge las bellas, en él dejan su impronta, la huella de sus labios llena de deseo, mas también de levedad, de olvido.
Pero como dijo Frankestein: vamos por partes. No sé cuál se inventó primero, si la escritura o la lectura. La lectura en un comienzo fue un asunto de pájaros: Cenicientas y moñudas las golondrinas de mar, en sus evoluciones por el cielo, escriben palabras transparentes. Desde los acantilados y las ardientes playas los humanos hemos perseguido sus giros impredecibles dando sentido cada quien a esa caligrafía imaginaria.
La escritura comenzó con el barro sumerio. Como vio y atestiguó Ernesto Cardenal antes de la destrucción y saqueo del Museo de Iraq por parte de Bush: la primera escritura fueron dibujos/ alguien vio que podía pintar en lodo/ el lodo que allí abunda/ (lodo con el que inventaron el adobe/ que aún usamos)/ y así los textos más antiguos del mundo/ están en barro/ el escriba embrocado sobre su tableta de barro/ apuntando el cielo, la mina y el talento/ el parto de las ovejas y el movimiento de los astros/ miles y miles de tabletas/ el escribir se volvió manía/ tabletas de ruinas de librerías/ antiquísimas librerías/ el autor quedó olvidado/ pero su obra quedó viva/ la tableta de barro/ con la historia cuneiforme de la creación/ y la inundación que está en la Biblia/ y el primer rostro humano en el arte («en Iraq todo se puede decir primero»).
- Nuestros lectores descienden del Paraíso
Nuestros ahora ponientes lectores (el mundo dividido en norte y sur, oriente y poniente) descienden también de Mesopotamia, de aquel episodio de las hojas de parra que cubrieron no las vergüenzas, como nos han hecho creer, sino las virtudes de nuestros primeros padres, Adán que quiere decir Nada y Eva que quiere decir Ave. Ahí empezó nuestra historia y la ruta de la lectura. Se les cayeron las hojas y ellos se leyeron de arriba abajo y de abajo arriba. Se subieron y bajaron hasta cansarse como ahora hacen los turistas por las escaleras de los templos mayas. Los mayas escribían en hojas crasas, la de los pencos vivos, planta que en nahuatl se llama maguey y de cuya savia se elabora el tequila, el pulque y el mezcal, esencias que ayudaron a soñar libros como Pedro Páramo, de Rulfo, o Bajo el volcán, de Lowry.
Esos primeros padres se holgaron con una lectura completa, fascinados por la forma y contenido, como quien dice, se leyeron en cuerpo y alma. El alma y el cuerpo, el espíritu y su manifestación, porque el fondo y la forma son un complejo unitario, no es posible ver la máscara sin la persona, porque máscara quiere decir persona. El apropiarse del alma del otro ha sido la historia de todas las historias, de todas las guerras coloniales y de todas las batallas amorosas. Y es también la historia de la lectura. Al menos su aventura íntima.
Se leyeron del ombligo a la izquierda hasta llegar a la derecha del ombligo. Entonces en el Cusco dijeron aquí es el ombligo del mundo, el pupo del mundo, el kipu. Los incas escribieron sus libros en cordeles, con nudos. Los leían de derecha a izquierda como hacen los árabes, expertos en álgebra y en llevar siempre la contraria. Del buen lector se dice que es un hombre leído y de algunos jueces se dice que leen al revés y al derecho (o al revés el Derecho). Para leer se ponían batón –bata sin botón–, siglos después toga y ribete.
Algunos lectores escriben hacia atrás, como Carpentier en su Retorno a la semilla, como los shuar amazónicos, para quienes el tiempo transcurre hacia el cero infinito, y otros leen hacia adelante como los gitanos que leen el porvenir, el que siempre está por venir y nunca llega.
- Soy un objeto con alma humana
Cuando me materializo en la escritura y me transformo en objeto, respondo a la necesidad de esos humanos a quienes les gusta hacer sentir su ausencia, ser citados a la distancia o recreados en cualquier conversación.
He habitado el sueño de muchos lectores y muchos sueños han habitado en mis páginas. Esos son los «sueños de autor» que los libros tenemos. Por decir algo, hubiera querido ser un libro de Sandor Marai, pero me he enterado de que es un escritor suicidado, lo que produce en mí sentimientos encontrados: por un lado un dolor de huesos crujientes en mi lomo al saber que ha muerto lanzándose desde un puente y, por otro, una alegría olímpica al constatar que haya existido, que no haya sido solo un sueño y que podamos tenerlo entre nosotros.
Soy un objeto con alma humana, es decir, con pensamientos. Más que el reloj que solo piensa en el tiempo, o la cuchara que solo piensa en la comida. Por algo Borges dijo que de todos los instrumentos del hombre, el más asombroso, sin duda, soy yo.
- Las ideas y los sueños son mi polen
Pero no nos vayamos por las ramas: aunque todo antepasado es literalmente «leche derramada», también provengo de la piel seca de los antílopes, pero sobre todo de las tablillas de los escribas sumerios, también de los rollos de pergamino o de la piel de los vientos donde los enamorados escriben sus promesas.
Esos enamorados dieron en llamarse poetas o, simplemente, autores. Unos prometen más que otros, es verdad.
Desde entonces, todos los que aman, piensan o sueñan por escrito se llaman autores y ponen su nombre en mi pecho.
(Jacobo Siruela dice que el sueño es el primer género literario. Y Quignard dice que los pensamientos son los restos de las pesadillas). Sus sueños o sus ideas son mis semillas, mi polen, mi polenta. Las semillas de mi árbol de hojas impresas, pensantes.
De este modo también provengo de la pulpa cerebral, de esos autores, del corazón de su soledad, pues escriben solos y, al mismo tiempo, con su soliloquio se dirigen a otro, si es posible, a una multitud. En eso consiste el sueño de un autor: convertir sus ocurrencias en libro.
Pocos se imaginarán que también nuestra ruta se remonta a tiempos anteriores al Corán de los musulmanes. Los primeros libros de esos manes fuimos escritos en lisos omóplatos de camellos, por eso ahora es prohibido deshuesarlos y todo libro que no sea el Corán corre el riesgo de ir a parar a la parrilla como en la Inquisición católica, cuando los libros iban a parar a la hoguera con lector y todo, ya se tratara de calvinistas, luteranos, apóstatas, bígamos o judíos. A estos últimos, Fray Tomás de Torquemada, el inquisidor por antonomasia, los llamaba marranos. Por tanto: a la plancha. Hitler y Pinochet no se han quedado atrás con las hogueras para libros. En Ecuador las beatas, los curas y los conservadores quemaron en una hoguera bárbara a Eloy Alfaro, padre del laicismo, doctrina acuñada en la edad de la razón, que lleva un libro como símbolo.
¿Qué sería de los lectores sin nosotros? «Nos callaríamos, carentes de lectura, fuera de nosotros, en una taciturnidad forzosamente innombrable» (Quignard, El lector).
- Más que libros parecíamos ataúdes y nos hacían como se hacen los hijos: de uno en uno
El libro mejor escrito se llama Biblia, no tiene erratas sino pecados, fallas de origen. Así como el mejor libro sobre el mestizaje, según Bonil, es la Guía telefónica. En sus comienzos la Biblia fue un asunto de bibliómanos que debían copiarla a mano en letras góticas sobre pergaminos para encuadernarlos con tapas de suela o de madera; algunos como los de la iglesia rusa lo hacían con tapas de plata con charnelas o aldabas engastadas. Más que libros parecíamos ataúdes.
Esos artesanos de la escritura no se daban abasto, la demanda era mayor que la oferta en ese mercado religioso donde no había mercado de pulgas para ir a comprar una Biblia usada.
Para eso vinieron primero los copistas. Copiaban las ideas del autor en pergaminos, escribían con letra gótica, iluminaban las capitulares, cosían con fina cordelería mis páginas y las protegían con tapas de badana. A veces eran como los actuales editores, corregían a su manera el texto que copiaban. Con erratas, como todo editor que se precie. Lo asombroso es que algunos copistas no sabían leer. Eran dibujantes de letras como podían haber sido dibujantes de aguaceros (o sea de palitos inclinados).
- Entonces se inventó la máquina de besos… entintados
Pero pronto se cansaron de confeccionarnos de uno en uno. Entonces, Johannes Gutenberg, un herrero y platero de la ciudad alemana de Maguncia (hoy su catedral lleva el nombre de ese forjador) inventó la imprenta, que es la máquina de fugaces besos entintados, el beso de unos labios en forma de letras (en relieve como todo labio) sobre las tersas mejillas del papel. Los llamaban tipos móviles, de madera al comienzo y luego de metal. Cuando los tuvo completos los guardó en orden alfabético en los compartimentos estancos de un mueble de imprenta llamado chivalete y llamó al pasante para que fuera componiendo, línea a línea, la página a imprimirse, para que se diera modos de hacer copias ya no manuales sino mecánicas. Desde entonces, los libros tenemos unas tiradas espectaculares, 3X; somos de papel y nos hemos ido perfeccionando hasta ser algo tan dúctil y cálido en la mano como una torcaza de bolsillo que abre sus alas y nos invita a volar. Desde entonces, nuestro soporte ya no fue el papiro ni el pergamino.
- Todos los libros estuvimos escritos desde siempre
Nuestra infancia transcurrió en la cuna de la modernidad, por eso, a quienes nacimos entre 1450 y 1500, nos llamaron incunables. La cantidad de libros que vimos la luz en esos cincuenta años fue mayor a la de los que se habían copiado a mano en los mil años anteriores.
Entonces comenzó la galaxia Gutemberg. Soy, pues, el objeto paradigmático de la modernidad. Agradezco a quienes fueron descubriendo la escritura y la lectura en todas las lenguas (todos los libros estuvimos escritos desde siempre, cada autor nos reescribe por primera vez).
- Mis lectores son jueces sin rostro
Pero, sobre todo, existo gracias a aquellos por los que fui creado: mis lectores, esos jueces sin rostro. Sin ellos solo sería un solitario, no lo que soy: la comunión entre dos; el lector se apropia de los pensamientos del autor, los recrea, los completa. De este modo facilito la fecundidad entre autor y lector: las ideas que habitan en mis páginas pasan a cohabitar con mis lectores, es decir, con sus pensamientos, sus maneras de ser, sus deseos, su imaginación y memoria, sus fantasmas (algunos bibliotecarios llaman «fantasma» a la cartulina que queda en el repositorio en vez del libro, así como en un burdel Braille, llamado El placer de la lectura, las que atienden usan calzonarios con hendija llamados «paraciegos», porque leen los labios).
De otro modo solo sería un objeto, una caja de letras, su envoltorio, su sarcófago no. Soy su traje de luces. Y de sombras, porque he puesto el pensar en blanco y negro y del espectro solar he sacado el magenta, el amarillo y el cyan (así como las hojas hacen del sol la clorofila para ser verdes) y los he mezclado para obtener todos los colores imaginables.
Ante mis lectores me abro de páginas para transmitir no solo el conocimiento, sino también las emociones, las sensaciones, las dudas, los silencios, como la poesía, por ejemplo, que más que un género literario es un estado de ánimo, la luz de todas las mañanas.
De este modo los libros somos una especie de especie. (Algunos nos creían una especie de epidemia y nos quemaban para que desaparecieran nuestros microbios, es decir, nuestras ideas). Una especie increíble porque los lectores no saben que para que ellos nos lean, nosotros (autor incluido) les hemos leído a ellos hasta en sus últimos detalles para que se vean retratados.
- Los viejos lectores se quejan de los nuevos soportes, pero algunos nuevos lectores son insoportables
Últimamente, en la era digital, me siento un mutante hacia otras pulpas, un pulpejo dactilar hacia otros teclados, tablillas y pantallas, hacia otros esqueletos que soporten el cuerpo y la textura de mi letra, hacia el esqueleto virtual, nebuloso, de un ebook, por ejemplo. Por ahora nos están cambiando el soporte hacia la pantalla líquida, hacia el plasma virtual.
Los editores ya se irán adecuando a la moda y a las nuevas formas de distribución y comercialización. Lo preocupante es que los nuevos soportes están creando un nuevo lector, los soportes están cambiando al lector, y esto es un asunto que, por un lado, dispara al negocio editorial hacia una espiral que terminará desvirtuando su campo inicial y, por otra, nos rebasa como abastecedores de conocimientos y nos convierte en una nebulosa donde el lector se hace el que nos hojea y con la otra mano busca por Internet el resumen. Es que el nuevo lector hace cursos de lectura rápida, como si el fin de la lectura fuera hacer zapping saltándose los renglones o leyendo transversalmente para enterarse a brazadas de qué trata el texto, es decir, una lectura equivalente, en el mejor de los casos, a los créditos que pasan raudos al final de las películas. Es el lector insoportable. ¡No es que quiera darle pastel a tus antojos, pero el lector no eres tú. Come con cuidado, mastica, no vayas a atragantarte. Los cursos de lectura rápida son los peores enemigos de la literatura. Sirven para los apurados, por no decir atarantados. Tampoco se trata de hacer la disección de un cadáver, de una autopsia donde todo es definitivo. No, no, no. Cada vez que alguien me lea, puede encontrar algo más, porque no estoy muriendo sino fermentando. Y si así fuera, como lector me resucitarías, ¡porque sin ti no existo! Jean Paul Sartre, padre de algunos de nosotros, decía que el lector es nuestro correlato, que completa el sentido de nuestra existencia. ¿Una suerte de cómplice? Quizás.
El Twitter limita el mensaje a 140 caracteres y en el teléfono se escribe en una taquigrafía tan rápida que los nuevos digitadores parecen enfermos del mal de Parkinson. Se ha restringido el vocabulario y la escritura; pronto lo harán el cerebro y el lenguaje. El nuevo lector es light. Como la coca-cola. Lee una página completa y se marea, prefiere los resúmenes, no se da cuenta de que el autor mantiene un duelo serio con el lenguaje, que cuando pone una coma o algún otro signo de puntuación no está preocupado solo de la forma, sino del contenido. Es que las dos cosas son correspondientes, de otro modo sería como tomarse un buen vino, añejo, en un recipiente de mostaza (sin lavarlo).
- Nuestra felicidad consiste en que nos lean
Nuestra felicidad consiste no solo en que nos conciban, escriban y publiquen, sino en que nos lean, es decir, que completen ese acto maravilloso por el cual se puede tener a otro sin dejar de ser uno mismo.
No tenemos nada en contra de que ahora seamos también digitales, nada que no sea su fugaz eminencia. Podemos desaparecer de un teclazo mal dado. Malhadado. A quienes hablan de la muerte del libro les decimos que tenemos seguro de vida. El libro digital, como la fotografía, permite tenernos en varios formatos, con varios tipos de letras o el interlineado que al lector le resulte más cómodo, reimpresiones ilimitadas. Por lo tanto, es una oportunidad para los editores de aumentar sus catálogos, de publicar más autores y de tener un mercado invisible que, lamentablemente, les permitirá traficar con los derechos de autor sin que este se entere. Cambiará su material pero no su esencia, cambiará el formato, pero no la lectura.
En síntesis, la ruta de la lectura ha transcurrido de la libertad condicionada del Paraíso a la exégesis dogmática de la Edad Media y de ahí ha escalado a la interpretación libre, al libre amor con el texto, a la unión libre entre el lector y el texto, donde hasta el autor desaparece porque los lectores son esos jueces sin rostro que juzgan al autor, que están en el derecho de tomar o de dejarnos, de subrayarnos, de criticarnos, de demorarse en nuestras páginas o darnos contra el suelo, pero que nos hacen felices porque nuestra felicidad consiste no solo en que nos escriban y fabriquen, sino en que nos lean y nos recreen. Como dice Blaise Pascal: «Los mejores libros son los que hacen sentir a quienes los leen que también ellos pudieron haberlos escrito».