Por Rodrigo Páez Cordero
A mi hermano Alexéi, in memoriam
Contemplo el rostro de Alexéi, fundido en el entorno de una vieja fotografía, en algún lugar en las afueras de un Quito de hace cuarenta y más años, sumido en un lánguido estupor infantil, con los ojos muy abiertos, con la espalda dirigida hacia un macizo montañoso que se antoja lejano, turbio, opaco, sepultado hasta la mitad bajo nubes grandes y esponjosas. Yo estoy a su lado, con la misma escrutadora mirada de mi hermano tendida hacia el mismo lugar del espacio donde todo parece fundirse en una semipenumbra que quizás anuncia la proximidad de una ventisca andina. La he entresacado de un álbum repleto de fotografías en blanco y negro, un tanto ajado por el tiempo y aunque no tenga nada particularmente atrayente, resalta de misteriosa manera sobre otras, de mejor factura y amplitud. Es pequeña, así que debo usar una lupa para que los detalles resulten perceptibles. La cámara está ligeramente ladeada, por eso se aprecian montañas y campos verdeando a la izquierda y más montañas a la derecha. Me recordó la impresión que experimenté, al contemplar por primera vez el cuadro de Caspar David Friedrich “El caminante ante un mar de niebla”, donde un hombre joven, posado en la cumbre de una roca, recargado en un bastón, dando la espalda al espectador, se pierde en la contemplación de un océano de nubarrones donde parcialmente se vislumbran espectrales formas de lejanas colinas. Es el tiempo, ese océano penumbroso y lóbrego, el que transfigura el paisaje e imprime esa factura romántica a la obra, gracias a la extrañeza que inevitablemente sugiere la composición pictórica.
Pues el tiempo, piedra miliar de la vida, marca rotunda del transcurrir efímero del ser y las obras humanas, el que transfigura recuerdos y difumina impresiones, destruye y levanta y pulveriza nuevamente todo lo imaginable, apetecible, amable. Es mi hermano el que aparece en la vieja fotografía, niño aún, prospecto humano en acreción, tiempo congelado en el tiempo gracias a las artes humanas, que apenas conservan fantasmas de acontecimientos, intentando escamotearlos al gran olvido final. Y es mi hermano el que me arrastra hacia atrás, el que deshace la sujeción monstruosa a lo inevitable para retoñar íntegro, insólitamente ahistórico, pródigamente vivo.
Lo recuerdo, desde los postreros años de la infancia, deslumbrado por los libros. Tuvo la suerte de estar rodeado por centenares de ellos en nuestro hogar, accesibles siempre. Devorábamos novelas de Dumas, Verne, Salgari, los guillermos de Crompton, los tarzanes terrestres y las thuvias marcianas de Edgar Rice Burroughs, a marchas forzadas. Solíamos comentarlas e intercambiarlas. Allí nació su pasión por la Historia. Los reyes de Francia, de Inglaterra, de España, de las clásicas Roma y Grecia poblaron las imágenes de nuestra infancia. Como Ricardo II, sentados en la tierra, narrábamos “tristes historias de reyes desaparecidos; como fueron destronados unos, muertos otros en la guerra …”. Fue entonces, en esa época dorada, que la riqueza de la literatura invadió su espíritu. Algún profesor de escuela hubo que, asustado, convocó a nuestra madre para contarle haber sorprendido a Alexéi cargando consigo un ejemplar de La Odisea, leyendo, en actitud irrespetuosa, mientras él derramaba toda la sabiduría del mundo en sus clases. Creo que entonces empezó a desplegarse su absoluto desentendimiento, su desdén por la educación formalmente impartida por el Estado, a la que describió como “sistema de amaestramiento desagradablemente riguroso”, del que un espíritu auténticamente libre tenía que liberarse lo más pronto posible.
No dejó de escalar en sus investigaciones literatas. Siguió Anatole France cuando empezó su periplo por el Colegio Benalcázar. Aquel eximio escritor, ateo y satírico contumaz, con su ironía ática y conocimiento fabuloso de la historia religiosa de occidente, imprimió, indeleble, su marca en la aparición de su espíritu crítico, nunca sojuzgado por ideología ni disciplina algunas. No le fue demasiado bien, prisionero de una institución de rigidez absoluta, deletérea. Su desempeño colegial fue errático y sazonado como estaba de frecuentes actos de rebeldía, le atrajo pocas simpatías ‘profesoriles’.
Para entonces, el espíritu de la música le había poseído. Solíamos reunirnos con amigos, pocos de nuestra edad, a escuchar discos de grandes compositores de música académica, descuidadamente llamada “clásica” merced al profundo desconocimiento que nubla ese arte en la comarca patria. Aprendió que la música, a la vez que permite escapar de la vida, permite comprenderla de una manera bastante más profunda que cualquiera de las otras artes y disciplinas. La música es el arte de la ilusión, y su efecto coincide con el despliegue máximo de la imaginación y el sentimiento. ¿Será por eso que es un arte completamente olvidado en los programas educativos formales? se preguntaba, e inquiría a los amigos que acudían a las rituales sabatinas –recuerdo sobre todo a Arturo Rodas, gran pianista, perito en esos temas, interpretar sus inquisiciones con toda la fuerza de su talento consumado–. Sábados enteros escuchando música de Wagner, de Beethoven, Ravel, Chopin, Debussy, Schönberg, Xenakis, Grieg, nos volvieron exigentes, a veces intolerantes. A Dios gracias, las armonías bastante más accesibles de la música popular atemperaron su gusto, demasiado esclarecido. The Beatles, el rock, de todas las densidades posibles, el pop, despertaron su admiración porque, de alguna manera, la contracultura de la que provenía complacía su innato instinto a ponerlo todo en tela de juicio, a esa rebeldía inmanente a su carácter, suministrándole motivos inteligibles y sentimentales suficientes para mantener en ebullición su inagotada búsqueda del sentido de las cosas y los asuntos humanos.
Pero su intelecto necesitaba de alimentos terrenales, renovados. Insatisfecho, nunca saciado de manjares filosóficos, se introdujo en el pensamiento socialista, y la política terminaría por convertirse en el centro de sus preocupaciones. Del inevitable dogmatismo juvenil, de la credulidad incondicional, de las prescripciones administradas por los mitos políticos en uso, transitó hacia la desconfianza, a la pura y simple herejía. Lo puso en tela de duda todo, incluido el humanismo de corte iluminista cuyas tradiciones democráticas jamás fueron barrera para el ejercicio de la bestialidad política más despreciable. La influencia de Maurice-Merleau-Ponty, de Raymond Aaron, de Lucien Goldmann, de Erich Fromm, del maestro Leszec Kolakowsky, de los filósofos de la Escuela de Frankfurt y la teoría crítica arrebataron su atención. Le disgustaba la cerrazón de las metodologías, la pasión de obedecer normas; Paul Feyerabent, Stanislaw Andrewski le atraían por su irónico batallar con dogmatizaciones y modas investigativas. Estudió muchísimo, comprendió muchísimo. Buscando siempre interpretar la historia a través de los hechos, no de las palabras, comprendió que el desprecio por los hechos había adquirido la dignidad de un principio histórico y que había que luchar contra semejante absurdo. No los adoraba por sí mismos, estaba de acuerdo con que los hechos empíricos apenas dicen algo a no ser que encajasen en una estructura significativa. Quizá demasiado estructuralismo genético, heredado de Goldmann, aún lo sujetaba. Yo no alcanzo a comprender la complejidad que alcanzó su pensamiento hacia el fin de sus días, porque nuestro diálogo se había interrumpido merced a los avatares vitales, pero sé que jamás detuvo su búsqueda de ese “evanescente sentido de la vida” que agrupaba la totalidad de sus inquisiciones neorrománticas superficialmente afines a un sistema de metafísica social, pero estaba totalmente convencido de que debía luchar contra esa tendencia maléfica que abruma a los intelectuales, a pesar de las evidencias, a buscar obsesivamente una oportunidad de compromiso total que acalle toda crítica y cure toda ansiedad.
En esas lejanas épocas me había deslumbrado el descubrimiento de los tratados sobre estética de György Lukáks; el curioso Alexéi admiró prontamente la enorme erudición de ese brillante teórico. Yo, dogmáticamente convencido de la verdad que me extasiaba, defendía a capa y espada las categorías de totalidad, de mediación, de mímesis y la inobjetable superioridad del realismo socialista sobre toda la gama de percepciones a las que Lukács motejaba de “irracionalistas”, mientras, eclesialmente, sostenía unas cuantas verdades dialécticas, para él incontrovertibles. Eso alimentó largas polémicas, inacabables digresiones, plato suculento para ese terco discutidor, contrapunteador insigne que fue Alexéi. Poseía un talento discursivo extraordinario, como seguramente recuerdan todos los que trabaron conocimiento con él, lo que fortalecía las abundantes capacidades pedagógicas que más tarde lo caracterizarían como un brillante maestro, que no simple profesor. Duro, penetrante, díscolo, sostenía con pasión cualquier cosa que le agradara, y como manejaba abundantes recursos lingüísticos, merced a sus abundantes lecturas y capacidad de síntesis, solía salirse con la suya y convencer a quienes caían bajo el hechizo de su lógica y erudición exquisitas.
Llegaría a un estado de plenitud perceptiva que desembocaría, inevitable, en el escepticismo riguroso, en el des-hacimiento nietzchiano de casi todas las ilusiones que alimentan las mentiras convencionales de la civilización. Las sobrecogedoras palabras del monólogo del loco en La gaya ciencia le impresionaban hondamente, porque encierran todo el sentido del dolor humano, del fundamental equívoco que desembocó en el desastre de la civilización occidental. Alexéi hacía lo posible, como recomendaba Emily Dickinson, por mantener su alma “terriblemente sorprendida”. Pertinaz, ahondó en las lobregueces de aquello que acostumbramos a llamar “humano” y encontró violencia, necrofilia en la base de la cultura de occidente de la manera que Dante describe en su canto 33 del Infierno con respecto a los condenados: “Su mismo llanto les impide llorar/y el dolor, que halla en sus ojos el obstáculo de las lágrimas/ retrocede hacia adentro para aumentar su angustia”. Su primitiva confianza en los basamentos científicos de la dialéctica materialista se iba extinguiendo, como niebla que arrastra un ventarrón. Para él acabó reduciéndose a un sistema de exposición de mitologías cuyos elementos normativos y descriptivos se entremezclaban para que los creyentes los aprehendieran como única realidad, lo que es la base heurística de todos los mitos. Así, desembarazado del apego a una metodología que, desgraciadamente se había vuelto invulnerable a la crítica racional, merced al dogmatismo, a las afirmaciones ex-cathedra, y a la policía –entonces aún tenía peso el llamado “socialismo real” en muchos países–, la claridad y autenticidad de su pensamiento cobró más fuerza. Terminaría por exclamar aquello de “¡Todo estaba por hacer!”, que se convertiría en motto de su acción a favor de un auténtico logos, alejado de la verborrea y disimulación, y proclama de su profundo desencanto.
Quizá la historia sea un tiovivo deja-vu, un eterno retorno mítico como en algún lugar dice George Steiner. Hace mucho había desechado el consolador mito del progreso que hace tolerable la vida de los hombres en sociedad. No creía que la historia occidental describiese una curva siempre ascendente, insoslayable por obra de misteriosas legalidades, impulsada hacia regiones más altas donde justicia y libertad se resarcieran. Desconfiaba de cualquier dogma que anunciase la llegada de una “edad dorada” y exigiera sacrificios rituales y materiales a la actualidad, por mor de ese etéreo supuesto. En un mundo donde absurdo y desastre han llegado a ser lugares comunes, como preconizó Kierkkegaard, esa idea es irresponsable, porque justifica cualquier mediación para alcanzar aquel mesiánico resultado. Del Edgar de Rey Lear, Alexéi repetía aquello de “puedo (podemos) estar peor aún: lo peor / no dura tanto que podamos decir: ‘esto es lo peor’”.
Pero, no vaya a creerse que Alexéi era el tipo clásico del estudioso erudito, el asceta del pensamiento que se aparta voluntariamente del mundo y sus ilusiones vulgares, el que altivamente abandona el comercio con mundo, demonio y pescado para encaramarse en la columna del estilista apergaminado y odioso, buscando a través de la contemplación la esencia del ser absoluto. Jamás fue un vulgar renunciador. Pícaro, juguetón, bromista, gozó de todos los placeres y practicó muchos pecadillos, veniales y de los otros. Desparramaba afecto y simpatía como un géiser inagotable; amó y fue amado. Alegre, risueño, era humano, demasiado humano y sabía divertirse como se debe, a lo chancho. Padecía de incontrolable bonhomía y auténtico sentido del humor. Se pretendía seductor y casi siempre coronaba con éxito sus donjuanadas encantadoras. Amplio, comprensivo, era generoso y siempre estaba dispuesto a escuchar confidencias y dar consejos. Era dispendioso, magnánimo. El dinero que ganaba, bien maligno y estorboso, desaparecía entre sus dedos pródigos con asombrosa rapidez. Si tuvo un héroe literario que personificar, debía ser el abbé Jerome Coignard, el del Figón de la Reina Patoja, el maestro sabio, sonriente y empedernido bebedor de Jacobo Dalevuelta.
Epicureísta, estoico, libertino, socialista libertario… era inclasificable. Había que conocerlo para entender el tipo de persona que era, y la luminosidad que desparramaba contaminaba y hacía prosélitos sin proponérselo. Augur, gurú de roqueros, animador, su espíritu, profundamente candoroso –aunque semejante calificativo le hubiese desagradado–, se brindaba con un desprendimiento que armonizaba con sus propuestas más avanzadas, sin paradoja.
La muerte cortó su diálogo con el pensamiento, al menos con esa construcción humana a la que denominamos amablemente cultura y que solemos confundir con verdad. Goethe prefirió, con amabilidad y elegancia, entremezclar los términos aparentemente antagónicos de “poesía y verdad” para connotarlos sutilmente y ahorrarse polémicas interminables que su exquisito tacto tal vez prefería evadir. Pero no es lugar ni hay tiempo para devanar los hilos infinitos que desenrolla la Cloto del conocimiento humano.
He dejado demasiadas cosas fuera, abundantes hilos sueltos. Su larga y provechosa pertenencia a la Noble y Antigua Orden de los Masones Libres y Aceptados merece, por sí misma, un tratamiento especial que desborda el límite de mi intervención. Alexéi, como todo ser humano, era un enigma en perpetuo movimiento, al que encandecía una excepcional capacidad de penetración y un auténtico amor por esa eterna búsqueda de certezas que caracteriza a la estirpe humana. Pero su talante lúcido, su robusta e insaciable constitución intelectual, imponían límites a lo que Marc Bloch denominara “principio esperanza”. Si pudiera calificársele de revolucionario, lo era cabalmente, pues sabía que uno no se convierte en revolucionario por la ciencia sino por la indignación, que toda toma de posición política termina por ser, con las debidas caracterizaciones y límites, un asunto de ética pura y simple. Odiaba la injusticia, la estupidez, la complacencia acrítica con el propio conocimiento y las verborreas profesionales, por lo que no se le ocultaba que la esencia de la política es la inmoralidad, pues implica pacto con poderes infernales, porque es lucha por el poder y el poder, inevitablemente, conduce a la violencia, cuyo uso legítimo lo posee el Estado y puesto que el político es incapaz de evadir su naturaleza agonística, es una conciencia perpetuamente desdichada. De allí su simpatía por la bandera negra libertaria, que le llevó a producir una de sus primeras obras, la Historia del Anarquismo en el Ecuador.
Si, acepto que han quedado sueltos demasiados cabos, cosas inexpresadas, importantes asuntos a medias tintas, escorzos evasivos, imágenes, sombras de la abundancia multiforme de una conducta vital que jamás podrá ser desplegada en su coherencia interna. El término de esa vida caracterizó definitivamente, congeló en el espacio y el tiempo las potencias de la personalidad que las sostuvo, pues su espíritu entró, hace cuatro años, en el Gran Mar, como llamaban sobriamente a la muerte los florentinos.
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