Por Paola de la Vega V.
Fotos: Noé Mayorga
Del barrio de Tunguipamba, en Píllaro, emerge una de las ‘partidas’ de disfrazados o ‘diablos’ –como se los llama ahora– que se toman los alrededores del parque central de este cantón. Esto ocurre del 1 al 6 de enero de cada año. A esta partida, los pillareños la conocen como ‘la clásica’, ‘la tradicional’, y quienes la conforman la consideran, además, ‘independiente’.
Los actores culturales de Tunguipamba –a través de la organización comunitaria y del Colectivo Cultural Minga– han trabajado en lo que la tecnoburocracia internacional conoce como ‘rescate’ o ‘recuperación’ de elementos tradicionales de la fiesta popular. Sin embargo, las acciones de conservación de expresiones patrimoniales –aunque se inscriban en estrategias comunitarias– deben ir más allá de la perspectiva de la ‘recuperación’ de la memoria (que plantea preguntas como quién rescata, por qué y para qué) y convertirse en ejercicios políticos que impliquen gestión, organización y movilización de sentidos culturales.
La partida de Tunguipamba busca, precisamente, mantener prácticas de gestión comunitaria, presta atención a técnicas, diseños, uso de materiales para la elaboración de máscaras del Diablo, la puesta en escena de personajes olvidados –los boxeadores, el oso y el cazador, el chorizo o payaso, el capariche– y asigna un papel central a las parejas de línea. Estas acciones son ejercicios políticos que evidencian elementos de la memoria social que han sido olvidados y actualizan esta práctica cultural en disputas y conflictos contemporáneos del patrimonio: el turismo masivo, el control y ordenamiento de las prácticas culturales desconociendo su contexto social e histórico, o el desplazamiento de formas comunitarias de gestión basadas en la economía reproductiva (afectos, solidaridad, voluntades) y no reproductiva.
El ‘rescate’ que propone la base social organizada de Tunguipamba parte de la necesidad de actualizar el conflicto como uno de los principios que constituyen lo patrimonial. Recordemos que la fiesta de ‘los disfrazados’, como se la conocía hasta hace menos de una década, fue declarada patrimonio nacional en 2009. Así, si el conflicto de ‘La Diablada’ correspondía años atrás a una toma simbólica de parte de los barrios ‘periféricos’ del centro de poder administrativo y blanco-mestizo de la ciudad, hoy ese conflicto se actualiza en la economía política del patrimonio y su relación con el turismo. Claros ejemplos de ello son la construcción paulatina de una marca Diablada, que potencia al Diablo como eje del ritual, o instaura en el imaginario de propios y visitantes la idea de desfile, como si esta práctica se tratara de un espectáculo. Es que la fiesta se ha institucionalizado mediante la instauración de una serie de medidas para su administración de parte de poderes políticos gubernamentales y comunitarios.
La partida de Tunguipamba moviliza pequeños espacios de insurgencia que subvierten los lineamientos del orden institucional: dentro de la acción política-cultural, el Diablo pierde el centro que le asignó el discurso oficial, y la partida da cabida al resurgimiento de otros personajes; en la toma de la plaza, el Diablo, boxeadores y huarichas no desfilan según el orden dictado por el poder, sino que se relacionan utilizando el cuerpo y elementos del disfraz, con los participantes de la fiesta. De la misma manera, en cuanto a la gestión, esta partida rechaza el aporte económico del Municipio del cantón: una asignación de mil dólares para pagar a la banda de pueblo que acompaña durante los seis días a la partida. Los recursos que genera este grupo de Tunguipamba son independientes y tienen relación con la economía reproductiva, es decir, aquella que moviliza voluntades y afectos, y un aporte equitativo en dinero (20 dólares por persona) que entregan los disfrazados para financiar el pago de los músicos.
En este sentido, las prácticas de los mediadores del Colectivo Cultural Minga en el grupo que conforma la partida de Tunguipamba, apuntan a la generación de sentidos liberadores. La producción del conflicto en el proceso organizativo comunitario de la partida, en la toma y ocupación de los cuerpos en el espacio público, en la subversión de elementos estéticos que constituyen la fiesta muestran dentro y fuera de la comunidad disputas actuales y relaciones coloniales de poder sobre esta práctica cultural. Sin estos ejercicios de insurgencia que dialogan con la pedagogía, la solidaridad y los vínculos afectivos, la memoria social parecería acomodarse a conceptos vaciados de sentido.
Qué interesante y necesaria reflexión. Muchas gracias por compartirla.