Por Tito Molina / @TitoMolina7
Un hombre observa, desde la ventana de su cuarto, cómo un pequeño agujero en la calle termina siendo un quebradero de cabeza, tanto para los viandantes como para los obreros del Municipio que intentan arreglar la avería. El agujero crece hasta convertirse en pocas semanas en un socavón de dimensiones considerables, ocasionando embotellamientos en el tráfico y creando un verdadero caos en el barrio. ¿Qué hace el hombre que observa desde su ventana? ¿Llama a los bomberos, al Departamento de Obras Públicas, a las autoridades pertinentes o al presidente del comité de vecinos? No. El hombre toma una cámara, y durante un año entero, día tras día, graba desde su ventana la increíble historia de ese agujero: los obreros cubren el hueco de forma chapucera, y al hacerlo dañan una tubería que hace que el socavón vuelva a aparecer; los vecinos deben aprender a caminar por entre los escombros acumulados; la calle se convierte en un laberinto; llega el invierno y se vuelve cada vez más difícil arreglar el socavón, hasta el punto en que los trabajadores deben cortar la calle, desviar el flujo vehicular, y por último, dejar abandonada la obra hasta que pase el invierno…
Pero, ¿qué está registrando la cámara de ese hombre. ¿Qué es lo que mira? Simple: la idiosincrasia de su pueblo, la poesía del absurdo que yace enterrada en el alma rusa, pues ese hombre es Viktor Kossakovsky, un cineasta desempleado. Vive con su mujer y su hijo en su pequeño apartamento de San Petersburgo desde que la Unión Soviética se vino abajo. Ya no podrá jamás volver a hacer películas como las hizo al inicio de su carrera. Todo ha cambiado, él tiene una familia que mantener y el cine ya no es lo que era.
¿Y…? ¡Qué carajos! —debió pensar el cineasta ruso cuando decidió ponerle pecho a las balas y empuñar su cámara, sin importarle quién fondearía su película–. ¡¿Acaso no cuesta un esfuerzo igual de ingente hacer cine con los medios del Estado que con los propios?! La única diferencia entre esas dos posibilidades es el menor o mayor tiempo que el artista emplea para llegar a su meta, nada más. El resto son excusas y vana comodidad.
La película que Kossakovsky extrajo de ese socavón en San Petersburgo se llama Tishe! (¡Silencio!), un documental estrenado en 2002, que dio la vuelta al mundo en decenas de festivales y que se presentó en Quito (2003) en la segunda edición de los EDOC-Encuentros del Otro Cine.
Este Festival de Cine Documental, que debería estar próximo a inaugurar su decimoquinta edición en Ecuador, está en jaque: los fondos que el Estado y las instituciones públicas le adeudan (no financieramente, sino moral y culturalmente), no llegarán. Y si lo hacen, será dentro de una agenda burocrática impracticable para un festival de cine, y con unas garantías prendarias absurdas para una organización cultural que, precisamente lo que requiere, son recursos y no declaración de bienes.
Entonces, el socavón se agranda, y en el bache de esa calle nos caemos todos.
“¡Qué carajos!”, diría Kossakovsky. ¡¿Por qué hemos de dejar en manos de los otros lo que nos pertenece por derecho propio?! O acaso, ¿alguna vez vimos al Presidente, a su familia, sus asesores o a cualquier encargado del desarrollo de la cultura asistiendo día tras día, abarrotando año tras año las salas de los EDOC, más allá de una gala inaugural que les sirviese de resonancia a su imagen pública? Si hubiese un día en que los funcionarios empoderados de nuestro país se dignasen en ver una película de Flaherty, Peleshyan, Van Der Keuken, Herzog, Berliner, Guzmán, Guimarães o Kossakovsky, estoy convencido de que la relación de poder entre quienes conducen el Estado y el pueblo que gobiernan, comenzaría a cambiar de forma determinante.
La gestión de la cultura en Ecuador –está claro– es una moneda política que se acuña y resplandece en épocas de bonanza (o elecciones), y así mismo, se hunde y desaparece hasta quedar sepulta en los baúles de una economía en perpetuo naufragio, liderada por el capitán Ahab de turno que persigue, ciegamente, su mítica ballena interior.
Pero el verdadero problema no son ellos. ¡Somos nosotros!
Hemos confundido apoyo estatal con padrinazgo. Como ciudadanos, hemos entregado nuestras herramientas políticas a los políticos y estos las han convertido en armas políticas. Nos hemos acostumbrado al subvencionismo, al fondo concursable, a la licitación y al contrato. Y, aunque es derecho de toda sociedad exigir el buen uso de los recursos que todos tributamos, y así poder financiar los espacios de creación e intercambio cultural que hacen que nuestra sociedad crezca y se desarrolle: ¡cuando no hay, no hay, pero no por eso, debe dejar de haber! “¡Qué carajos!”, el cine, el arte, la cultura, los EDOC, no pertenecen a unos pocos tramitadores del dinero ajeno (el nuestro), nos pertenecen a nosotros, son nuestro patrimonio humano y espiritual, algo que no se mide en kilómetros de carretera ni en el lavado de imagen internacional de un país que sigue siendo tercermundista, ni en la casposa ideología seudosocialista que socava con su populismo pueblos y soberanías enteras. La cultura y el arte son una necesidad básica del individuo, tanto como lo son el comer y el vestir. No son un lujo ni un privilegio como pretenden hacernos creer algunos, y si no, que se lo pregunten a una Europa que aprendió de sus guerras que lo único capaz de levantar la moral de un pueblo para hacerlo digno de su herencia histórica, es el espíritu humano, y no el capital.
La existencia de los EDOC (¡hermoso caballo de batalla en una cruzada por la defensa de una cultura interactiva!) es nuestra responsabilidad, la de todos, tanto como es la responsabilidad del Estado. Ni más ni menos. El presupuesto que se requiere para que sea factible su decimoquinta edición no es inalcanzable, por el contrario, es una cantidad irrisoria para un Gobierno que cada sábado se maquilla frente al pesado espejo que sostiene su pueblo. Sin embargo, aun cuando esa cantidad sí es inalcanzable para los organizadores del festival, no lo es para todos quienes hacemos el festival: su público.
¡Más números y menos bla bla!
El Festival contó con 18 000 espectadores en su pasada edición. Si tan solo la mitad de esos espectadores (9 000) contribuyesen con 20 dólares adicionales a la compra de su abono o pasaporte (digamos que sería como una consumición incluida en el cover de un bar), el Festival sería viable y tendríamos los EDOC15. Incluso, aun cuando esa contribución extra al precio del abono fuese de la mitad, es decir de 10 dólares por espectador, el Festival tendría muchísimas posibilidades de inaugurar su decimoquinta edición. Pero lo magnífico de este ‘fondo de multitudes’ no es sacar del bolsillo los 20 dolaritos que nos costarían tres tragos un viernes por la noche y dárselos a los organizadores de un festival de cine —eso sería ver solo el árbol que nos tapa el bosque—, lo verdaderamente positivo, es la posibilidad de empoderarnos de un festival cultural que nos represente y nos pertenezca por derecho propio: el Festival de Cine de Quito (y de otras muchas ciudades), un festival de, para y por sus ciudadanos.
Carl Jung dijo una vez: “hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú le llamarás destino.” Y eso es lo que Kossakovsky (sin trabajo, endeudado y en crisis) registró con su cámara mientras observaba un agujero; un socavón que crecía y crecía frente a él.