Por Damián De la Torre Ayora / @damiandelator
La penetrante mirada de Adolfo Macías Huerta (Guayaquil, 1960) atraviesa los cristales de las lentes. Flaco y encanecido, es tan elástico como un niño. Tiene el cuerpo de un bailarín, algo así como el personaje principal de su más reciente novela, Donde el sol pierde su reino, publicada por Seix Barral.
Por momentos risueño, por instantes meditabundo, comparte cómo construyó esta historia con un grupo de estudiantes de la Universidad Andina Simón Bolívar. Una historia en la cual el ocaso será el inicio del mapa de una geografía nocturna, por donde este bailarín no irá de puntillas sino entre zancadas y tropiezos, mientras trata de curar las grietas de su infancia.
Tras el conversatorio, no deja esa postura entre risueña y meditabunda, mientras participa de la siguiente entrevista.
Tu travesía en la novela se inicia con Laberinto junto al mar. Han pasado más de dos décadas y presentas Donde el sol pierde su reino. ¿Qué queda hoy del Adolfo de entonces? ¿Hay aproximaciones en estas novelas?
Curiosamente, hay un personaje que aparece en esa primera novela y regresa en esta última, y no está en el intermedio de otras. Este personaje, el poeta de la calle, alcohólico, Pedro Bautista, es el amigo perturbador, cuestionador, que se atreve a decir lo que callamos. Una figura trágica autodestructiva.
¿Por qué lo traes de vuelta?
Creo que ciertas cosas permanecen. Con él me permito recorrer la calle, caminar. También está la oscuridad y la noche muy presentes en ambas novelas. Ahora que lo mencionas, pienso que hay más encuentros y paralelismos en mi primera y última novela.
¡Reciente, no última!
(Risas). Tienes razón. Esperemos que no sea la última.
Retomando a Pedro Bautista, efectivamente, nunca calla. De alguna manera, representa el peligro, pero también simboliza a la libertad. ¿Por qué la libertad incomoda y a la vez puede ser peligrosa?
Él es una especie de espejo donde se mira el protagonista y se refleja lo que más teme. Carlos es un disidente que se da ciertas libertades éticas y cuestiona al mundo hasta un punto, pero no quiere arriesgar el sostén social y el apoyo moral de sus compañeros. Debe calzar y tiene que respetar las normas de la tribu. Pedro Bautista es el amigo que no respeta nada. No responde a ningún código y, por lo tanto, es terriblemente amenazante.
Adolfo se da una pausa. “¿Sobre la libertad?”, se autopregunta, mientras coloca su mano derecha bajo su quijada y se petrifica durante unos segundos, como si fuese El pensador de Rodin, para responder, responderse sin precipitaciones.
No hay libertad si no hay transgresión. Lo que sucede es que tienes la posibilidad de transgredir y regresar. Hay quienes transgreden y transgreden, pero no retornan.
¿Ese espejo que mencionas refleja una relación amor y odio?
Efectivamente, en Carlos se genera una relación amor-odio, y también revela cosas que quisiera decir y hacer. Está fascinado con Pedro Bautista, un anarquista, hasta cierto punto consecuente, y al que no le importa la exclusión social. Carlos es un bailarín y necesita ser parte de un equipo y respetar ciertas normas. Por eso, termina condenándolo y apartándolo.
Con respecto a Carlos, el protagonista, ¿en qué momento entendiste que el drama estaba en su cuerpo, en contar una historia tensa desde la danza?
No hay nada más dramático que un bailarín que caiga en una adicción, porque afecta directamente a su capacidad de moverse, de gobernar su cuerpo. Eso es poner en riesgo su propio sentido de vida profunda. Solo si ya estás borracho pierdes el equilibrio y no te puedes presentar. Me metí a clases de danza y compartí mucho con grupos de bailarines para entender sus dinámicas. Me interesé por el movimiento y la sensación corporal. La presencia que tiene el bailarín es muy particular, porque es una conciencia en el aquí y en el ahora referida a la musculatura, al equilibrio, a la alineación. Tras esta experiencia, pienso que la suavidad, el relajamiento, la vitalidad y la observación hacen del bailarín un artista más perceptivo y menos mental que un pintor o un escritor.
Quisiera hablar de Magdalena. ¿Sientes que con ella se muestra los roles que siguen anclados sobre las mujeres?
Era muy consciente de que, al crear un personaje femenino, tenía que manejarme con un borde muy delicado entre cierto arquetipo y cierta posibilidad de caer en un cliché. Traté de evitarlo, pero quise conservar en ella un rol que sí es clave: en lo femenino, psico-biológicamente, está la empatía. Las mujeres apoyan y cargan de una nutrición emocional a una persona cuando está sumida en su propio sufrimiento y frustración. Ella es la compañera que espera a su compañero, que haga y retorne de su viaje. Lo sostiene, pero no deja de confrontarlo. Le dice cosas muy duras, también. Lo reta cuando él la lastima de la forma que mejor saben hacer los autodestructivos: desaparecer. Magdalena tiene la expectativa del cambio porque, más allá de amarlo, confía en que conserva su esencia. Ella cree que con amor se puede reparar al mundo.
¿Por qué este arquetipo?
No tengo ningún problema con el arquetipo de lo femenino. No creo que eso va en contra de lo ideológico. Hay una realidad psicofísica y arquetípica propia de la mujer y del hombre que, históricamente, debe irse actualizando; pero, no se puede desechar lo femenino y lo masculino como naturalezas. Por eso hay sentido en muchas acciones de los hombres y las mujeres que responden a lo psíquico y biológico.
Si bien describes el amor y entrega de Magdalena, resulta interesante que sí mencionas que ella confronta a Carlos. A él también lo confronta su maestro de baile y la persona del centro de rehabilitación. ¿El amor requiere de confrontación?
No puede haber amor sin confrontación. El amor conduce, inevitablemente, a la confrontación, la cual es intensa y devastadora en la medida en la que necesitas de esa persona que amenaza la estructura de tu personalidad. Eso activa mecanismos de defensa y hace que la persona que tú amas se convierta en tu enemigo, eventualmente, pero te termina ayudando. Ciertas conductas específicas activan los miedos más profundos de tu pareja y, en ese momento, cada uno es víctima y juez del otro a la vez. La idea es confrontar, pero no llegar a casos de violencia.
La crítica ha sido escasa, por no decir nula frente al trabajo de Adolfo Macías, quien ha ganado en dos ocasiones el Premio Joaquín Gallegos Lara (uno por su libro de cuentos El examinador y otro por la novela El grito del hada) y el Premio a la Mejor Novela del año por parte del Ministerio de Cultura gracias a Pensión Babilonia. Además de ser dueño de títulos como Precipicio portátil para damas, Las niñas, El mitómano y Geografía del asombro, publicadas por Seix Barral. Y, cuando los medios de comunicación han hablado de él, muchas veces han reducido su obra a que cuente su experiencia tras la adicción, cuando el abordar este tema tan solo ha sido una variable para exponer varios tópicos, como la ausencia del padre, los enfrentamientos con la madre, el dolor, la amistad, el amor…
¿Cómo has logrado que las experiencias personales, adicciones y recuperaciones, no sean el tema sino que estén al servicio de tu obra?
En esta novela, el punto de partida es la conducta adictiva como necesidad del personaje para destruirse y fallarse a sí mismo. Pero esto me permitió trabajar sobre el sentido de vida por la danza, los traumas de la infancia, el sentimiento de culpa, el dolor, la violación. Él siente que es la culpa como resultado de la violación de la madre. Es un hijo no deseado, la maldición, un criminal sin ser culpable. Además, tras el abandono, tiene una abuela que le reprocha y le hace sentir como lo peor del mundo. A la final, es como un sótano de donde aparecen las culpas infantiles hasta que explotan y se comprende la psicología del personaje. Todo esto marca su camino a la adicción y el buscar recuperarse. A mí me gusta trabajar los casos con una revelación de corte psicológico.
Ahora, hablando desde tu faceta como terapeuta, ¿cómo esta te ha ayudado a construir tu obra, en general?
Influye un montón. Esta novela, inevitablemente, se nota escrita por un psicoterapeuta. Sucede que cuando estoy con un paciente, no dejo de ser escritor; y cuando escribo, no dejo de hacer psicoterapia. Todo lo que conozco de literatura, de cine, de la riqueza del lenguaje, lo integro a la terapia, y mi trabajo me ayuda a escribir. Respeto la intimidad de mis pacientes, pero mi experiencia me permite trabajar en la personalidad, los hábitos y patrones de mis personajes: uso mis herramientas psicoterapeutas para construirlos.
¿Necesitas reconocer su pasado para exponerlos en el presente?
En general, trabajo con el pasado, con la primera y segunda infancia, para comprender las huellas de su conducta. La frialdad, el amor, la ternura, el enojo, el abandono, el maltrato causan un impacto profundo. Somos el resultado de premios y castigos.
Uno quiere huir del pasado, pero el pasado no le suelta a uno. Como tú dices: somos cementerio de recuerdos…
Es que el pasado ya está integrado en nuestras conductas, en cómo interpretamos y reaccionamos en el presente. Las memorias enterradas son lo que quisiéramos que desaparezca, pero no lo hacen.
¿Los recuerdos dolorosos son los muertos vivientes que nos persiguen?
Pienso que recordar es bueno. Trato de canalizar mis memorias incómodas de vida. En esta novela, que no es biográfica, aparecen cosas que he querido olvidar, pero no se olvidan. Pienso que para escribir es bueno mantener una distancia temporal, así llevas de mejor manera el pasado cuando abres el candado. Eso te ayuda a enfrentar las cosas más perturbadoras, que a la final son un pendiente. Sí, hay recuerdos que son unos muertos vivientes que salían de la tumba y me asaltaban; pero, llegó un rato en el que dije: hay que mirarlos a los ojos, con serenidad y compasión, y ponerlos al servicio de la novela, no como un proceso de catarsis.
Si bien está el abandono de la madre, resulta interesante mirar tu exploración de la búsqueda del padre, una observación de Leonardo Valencia, la cual es una constante en tus novelas…
Sí me hizo caer en cuenta de eso Leonardo. Efectivamente, como que es una constante la búsqueda de un padre bueno y aparece una madre terrible, en este caso representado en la abuela. Realmente, esto no lo planifico, pero es una constante.
Algo que siempre está latente, también, son tus aproximaciones al arte. Unas veces es la plástica, en otras ha sido la música y esta vez es la danza. ¿Cómo influyó el ambiente artístico de casa? ¿Cómo influye tu madre, la artista Lupe Huerta?
Mi madre es la que trae el arte a la familia. Traía inmensas cantidades de arte a través de libros y de su trabajo. Libros de todo tipo: pintura, poesía, arquitectura… Todo eso sumado a muchos discos. Soy el hijo que se identificó con ese aspecto de mi madre. Pero ella tiene un carácter espantoso; sin reproches, posiblemente, es el arquetipo de madre terrible. Cuando estudié piscología junguiana entendí este aspecto. Así comenzó una relación de fascinación hacia ella.
También está latente el descenso. Los personajes de tus novelas, en algún momento, van en picada…
Capaz soy el novelista de los abismos, de la profundidad, de la psique. Para esto hay que descender, ir a los infiernos. Tienes razón, estos viajes simbólicos aparecen en varias novelas. Pero, como te digo, las coincidencias constantes nunca las planifico.
Leo algo de tu novela: “Inventarme a mí mismo. La foto de Picasso con los hombros desnudos y una flor en la oreja, el Nijinsky de turbante y vestuario exótico de Scherezade o el Whitman con sombrero y barbas de bosque han terminado por sustituir a sus limitadas existencias terrenales y crear el mito a través de ellas”. ¿Cómo se inventa Adolfo Macías?
La verdad, nunca me han hecho esa pregunta. Creo que la voy a pensar por si me vuelven a preguntar y responder bien (risas). Quizá siendo el novelista de los abismos es la forma en la que me estaría inventando a mí mismo (vuelve a reír).
¿En qué proyecto trabajas ahora?
Hay, por lo pronto, unos esbozos de unos personajes, las escenas de unas historias, pero todavía no encuentro nada de lo cual agarrarme.
¿Algo dentro de la poesía? Veo poemas que compartes en el Face…
Escribo un poema en ese momento. Trabajo la poesía de manera esporádica. No podría ser un poeta en el sentido de un oficio. Me paralizaría estar escribiendo poesía de manera constante. Admiro a los poetas por la capacidad de sostener a este género de manera permanente.