Por Cristina Burneo Salazar
Alba está hecha por la mirada sin concesiones y sin prisas de una directora mujer que permea la película de las maneras menos obvias. Esta mirada tiene que renovar, a la vez, la forma de mirar en el cine ecuatoriano: no se trata simplemente de una “mirada femenina”, sino de la mirada madura de una directora que sabe observar y narrar, y que ha sabido construir no solo lo femenino en una niña, sino también lo masculino en un personaje hondo e íntimo del cine ecuatoriano, el de Igor, el padre. Mucho más allá de la mera destreza técnica, en esta película hay una reflexión verdadera sobre la vida, la familia y las maneras en que crecemos.
Alba tiene el mismo lunar que su padre. Es abultado y grande, está arriba del pecho. No comparten más. Vive con su madre pero por eventos que las rebasan a ambas debe mudarse con él. Ha tenido que crecer rápido, como les toca a muchos niños. En la casa del padre no hay un lugar para Alba. Para acogerla, tendrá que adaptar su precario espacio y empezar de cero: una cama, una manta, una palabra. Alba cambia de hogar, de vida y de clase: con su mamá pertenece a una clase privilegiada, pero con su papá va a vivir como hija de un funcionario del Registro Civil. Lo que les pasa a muchas familias cuando se rompen: se acentúan las desigualdades, alguien se mantiene a flote, alguien cae.
El filme arranca con secuencias pausadas y silenciosas que siguen a Alba en su mundo materno y en la escuela. Es un trabajo paciente que nos ralentiza también a nosotros al entrar en el mundo de una niña a punto de sufrir un evento definitivo en su vida. Al seguir a Alba, recordamos nuestro propio terror al descubrir que nuestros padres no son inmortales, que pueden enfermar y hacernos sentir la terrible cercanía de la muerte, la sensación de abandono. Vemos también, viendo a Alba, que a veces somos madres de nuestras madres, hijos sin padres, padres sin hijas o niñas solas, en limbos de afecto.
También descubrimos otras cosas mientras crecemos, que nos salvan o nos condenan. La escuela es uno de los lugares donde nos convertimos en quienes somos sin tener mucha idea de qué va a ser de nosotros. Alba está justo en esa edad, sabe que está en el mundo de maneras confusas, dolorosas y estimulantes. Su cambio de hogar coincide con algunas “primeras veces”: primera menstruación, primera fiesta, primer beso. Nos enteramos de esto en instantes, escenas breves, narración fragmentada y los ojos cada vez más despiertos de Alba observando el mundo.
Alba es frágil y sabia a la vez, y esto se muestra por medio de detalles muy sutiles. El primer beso sucede en una reunión de niños de su escuela, despreocupados y con un dejo de prepotencia que les viene de clase y de la educación privada, privilegio retratado con amable sorna por la directora. El primer beso es así, con niños cancheros que juegan a la botella y deben cumplir con los ritos de crecimiento que vivimos todos. Beso de cinco segundos para Alba, que le dibuja una leve sonrisa en el rostro y que muestra que es capaz de abrazar esos ritos y lograr con ello cierto sentido de pertenencia. Alba, silenciosa y observadora, es también capaz de salir de sí y de disputarle a la vida el sentido traumático que podría tener lo que está viviendo.
La capacidad de Alba de remontar su circunstancia es uno de los aspectos más valiosos del personaje y del filme. Es vulnerable pero no es pasiva, pequeña pero no crédula: es una niña que batalla. Para aprender a vivir mientras crecemos, tenemos que ser valientes, o “extrovertirnos”, pero también tenemos que ser crueles, y podemos ser muy crueles. Al inicio de la historia, son Alba y otra niña las aves raras de la clase. La otra niña tiene una mancha en el rostro. Ambas, que podrían correr con el mismo destino, se van volviendo anverso y reverso, al punto de que es Alba quien lleva a cabo una de las acciones de bullying contra la pequeña niña en la misma reunión en que le dan su primer beso. Sus caminos se bifurcan en ese acto. Esos aprendizajes de la crueldad que son parte de nosotros a veces se nos quedan para siempre, como memorias de momentos en que nos sentimos poderosos. A veces no rompemos con ellos y los incorporamos como nuestra fuerza. Esas violencias casi invisibles que jamás desaprendemos flotan en esta historia. Quedan retratadas en un par de adolescentes que aparecen en la fiesta de la escuela de Alba, experiencia iniciática para ella. Sus maneras “cancheras” y sus aprendizajes de violencia y de clase convergen en uno de los momentos más desoladores del filme y tienen que ver con Igor, en una escena que cuesta mucho ver, por desoladora y porque Igor ha salido de su impasibilidad habitual para alcanzar a su hija.
En cada uno de estos itinerarios, vemos a una niña que ha cuidado en lugar de que la cuiden, que no espera nada y que, al mismo tiempo, está expuesta a todo. Por momentos, tememos por Alba. No sabemos nada de su papá, personaje sombrío y apesadumbrado. La vulnerabilidad particular en que viven las niñas aparece en ella a cada momento. Las niñas, “las más invisibles de todas las mujeres”, como lo enuncia el feminismo por lo frágiles que pueden ser al verse en el mundo en que vivimos y porque, muchas veces, la familia es el lugar menos seguro de todos. Alba empieza a vivir con un hombre extraño a quien la unen solo un lazo de sangre y el lunar, y por largo tiempo no sabemos qué va a ser de ella.
Mientras se suceden las secuencias silenciosas, las interacciones en la escuela y las soledades de Alba, y sin que el filme renuncie jamás a su bella forma de demorarse, la vemos crecer. La directora logra traer ante nosotros el crecimiento de una niña y sus aprendizajes de manera casi imperceptible, y son aprendizajes muy duros. En un momento también difícil de ver, la niña trata de borrar su origen al querer arrancarse el lunar que comparte con el padre o, por lo menos, trata de infligirse dolor para poder llorar. Ese intento de borrarse la marca se vuelve muy simbólico; en medio de este dolor se va formando el lazo con el padre, hasta ahora sólo biológico. De manera también imperceptible, empezamos a ver ante nosotros a un hombre convertirse en padre de su hija.
Entonces, por arte de la narración pausada y delicada de Alba, se produce el encuentro entre padre e hija. El espacio precario del padre se va transformando en función del afecto, y esa precariedad se convierte en abrigo. En un momento dado, miramos a Alba en la cama con el cuerpo afiebrado y vivo, en lo que podría ser un mal sueño, un ardor, el crecer. El padre le da a su hija toda la intimidad que puede darle en un espacio tan pequeño: la envuelve con una manta y se retira. No hay momento más vulnerable para Alba. En un país en donde las niñas son violadas por sus padres, tíos o primos con una frecuencia estremecedora, esa escena significa muchas cosas y es narrada con enorme cuidado. El gesto del padre que protege es ese, no puede haber otro más transparente. El afecto entre padre e hija va a ir creciendo hasta el momento más doloroso de la vida de Alba. Su momento más terrible es, a la vez, una posibilidad que se inaugura: ser la hija de su padre, sin que logremos saber por qué Igor no se ha acercado antes a Alba, pero esperando que sea capaz de hacerlo.
La directora ha sido capaz de adentrarse en lo masculino para narrar la paternidad de Igor, quien a la vez va a abrazar lo femenino para poder ser padre de una niña, y comprenderla. ¿Cómo no ser un poco mujer para comprender a mi hija?, me dice uno de los padres más femeninos que tengo la suerte de conocer (y que tuvo toallas listas en el baño años antes de que su hija menstruara por primera vez).
Barragán ha sido hombre y mujer, Igor, padre, Alba y niña para narrar esta relación. Aunque parte de un hecho trágico, el encuentro de Alba con su padre es lo que quisiéramos para todas las niñas que se hallan a merced del mundo. Con su película, Barragán ha hecho un acto de justicia poética.