Por Anaís Madrid / @anaistamara
Alba tiene el cabello negro, largo y desarreglado. Su madre está enferma y ha tenido que mudarse con su padre, un señor desaliñado que trabaja en el Registro Civil y vive en una casa vieja, de puertas oxidadas. Le gusta armar rompecabezas. En el colegio Alba habla poco. A veces le sangra la nariz. No sabe cómo integrarse en el grupo de chicas de su clase; y aunque desea ser parte de él, la mayoría de veces prefiere quedarse sola, viendo cómo una mariquita se pasea entre sus dedos. La única persona que le hace sonreír es su amiga Eva, una chica mayor que la divierte contándole sus primeras experiencias amorosas. Hay muchas cosas que quiere esconder. La entrada a la adolescencia y la enfermedad de su madre la aquejan terriblemente.
En su ópera prima, Ana Cristina Barragán (Quito, 1987) cuenta la historia de las primeras veces: la primera menstruación, el primer beso, las primeras vergüenzas, las primeras fiestas con las primeras amigas, la primera experiencia con la muerte… lo bello y lo triste de tener once años. La directora asume la necesidad de contar esa edad específicamente porque es “una mezcla entre ternura y dolor”. Alba (interpretada por Macarena Arias) no es precisamente una niña luminosa, que irradia energía; mientras las otras niñas están saliendo a la luz, ella está estancada en un momento tortuoso, que la mantiene a un paso del sol. Le tocó aprender a convivir con la enfermedad de su madre y el miedo a perderla, e iniciar (o retomar) una relación con su padre en un ambiente hostil. Todo esto, mientras su cuerpo empieza a cambiar
Ana Cristina Barragán ha dicho que las historias se cuentan por una necesidad. Su cine resalta los personajes femeninos; en el corto Despierta narró la primera sangre de una niña entre agua, flores y mariquitas. Alba no es una película biográfica, es “personal, íntima”. Los silencios y los planos cerrados son intimidad, o mejor dicho, un anzuelo al mundo interior del personaje principal. Igor (interpretado por Pablo Aguirre), el padre de Alba, es un personaje crudo y áspero, pero la relación entre ambos lo convierte en un hombre que a pesar de su inercia tiene luces enternecedoras. Llevarla al cine, a la playa o comprarle toallas sanitarias son aciertos (o complicidades) que suavizan al personaje. Es que en este filme los personajes son frágiles; desde la enfermedad, desde sus inseguridades personales, desde sus rarezas. Uno de los temas más fuertes en la relación padre-hija es el cambio de vida al que se somete Alba: mudarse a un casa fea y maltrecha la pone en aprietos frente a sus compañeras. Ese paisaje desgastado que la avergüenza rotundamente es una de las cosas que Alba debe esconder para mezclarse con las demás chicas.
Son 27 festivales y 13 premios. Una producción de Ecuador, México y Grecia. Un casting que convocó a 600 niñas y duró meses para encontrar a la protagonista. El primer trabajo de la directora de 29 años toma un camino nunca antes visto en el cine ecuatoriano: una historia delicada sostenida en los silencios. La actuación de Macarena Arias es tan sensorial como auténtica. Alba es un relato honesto de la preadolescencia contado con pasividad, sin exageraciones, con un guion justo y sin obviar el paraguas de sentimientos que se abre en el corazón cuando eres casi adolescente. En Alba, la pubertad se puede leer como un hueco de soledad en la vida de las personas. A diferencia de muchas otras películas ecuatorianas, aquí hay un tono íntimo y muy femenino, a veces tímido, que no pretende como otras mostrar la ‘ecuatorianidad’ en su máxima expresión.