Por Santiago Vizcaíno
No es posible, al empezar a leer este libro de cuentos de Adolfo Macías, Amados terrícolas, dejar pasar el término «metamorfosis». Dice el personaje principal de «Moscas solía comer»: «Yo callo, me quito el vestido, me miro en el espejo y descubro este cuerpo delgado, encorvado, cuyas flacas extremidades anuncian ya la metamorfosis lenta, pero irreversible. Una cuestión de herencia familiar, dicen. Vaya a usted a saber». La transformación lenta, de hecho, remite de plano al ícono de la literatura neofantástica: La metamorfosis, de Kafka. Sin embargo, al contrario del autor checo, Macías hace que el personaje no amanezca de pronto convertido en un gran insecto, sino que ocurre al final del día, cuando una serie de acontecimientos extraños dejan entrever la herencia familiar de la tía Aracne. La referencia a la mitología griega no es casual, es más bien un recurso del neofantástico cortazariano. Pensemos en su cuento Circe, por ejemplo, donde hay una reescritura de uno de los relatos de la Ilíada. O el propio Bruja, donde la referencia al mito de Aracne que hace Cortázar es más directa. Ese extrañamiento, por otra parte, que Macías introduce, altera la verosimilitud del relato hacia el agujero propio del género neofantástico. Dicha metamorfosis se vuelve verosímil dentro de la racionalidad del cuento, y el lector asume lo extraño, lo anormal, como normal.
Al contrario de la literatura fantástica, cuya virtud radica en la creación de un universo inverosímil, el neofantástico parte “de una nueva postulación de la realidad, de una nueva percepción del mundo, que modifica la organización del relato, su funcionamiento, y cuyos propósitos difieren considerablemente de los perseguidos por lo fantástico” (Alazraki, 1983: 28). En el neofantástico, el lector asume que dicho quiebre, insólito, permite la asunción de una nueva realidad, que se vuelve verosímil. La tía Aracne, en este caso, es una vieja odiosa a la que la narradora se ve obligada a visitar. La referencia en el orden hipertextual realiza una reescritura del mito desde una racionalidad contemporánea donde parecen teléfonos celulares e Internet, cosa desconocida para el propio Cortázar, pensemos. Quizá es una de las novedades de este cuento y de este libro: una actualización de los mitos desde la realidad contemporánea, una apropiación, dirían los críticos.
El mito de Aracne aparece por primera vez en Ovidio, y quizá haya sido Cortázar el que mayormente realizó distintas apropiaciones del mito en su literatura. Sin embargo, las reescrituras de Cortázar operaban sobre el mito en específico sobre una condición propia del personaje mítico: la habilidad de tejer. En el cuento de Macías, por otro lugar, existe una nueva apropiación, la de alimentarse de moscas. Mientras en Cortázar la acción de tejer aparece como condición propia de lo femenino, en Macías esta se desestima, solo aparece si pensamos que existe una telaraña familiar donde la tía Aracne es el símbolo de una estirpe condenada a la metamorfosis.
Muchas lecturas más se podrían hacer sobre este cuento, pero entonces no acabaríamos la lectura inicial de este libro, amados terrícolas. Como buen lector de Alfred Jarry, Macías sabe que la patafísica es una ciencia. Y esa ciencia opera sobre la condición de absurdo de la existencia humana. Entonces este ni siquiera es un libro sobre la transformación «natural» del ser humano en bestia, en bete humaine, a pesar de Zolá, o sea no es que la realidad vuelve al hombre irracional, es decir el gran conflicto entre civilización y barbarie, tan cara a los naturalistas. No, en este caso hay afrikáans encontrados en La Mariscal que se convierten en lagartos que se obsesionan con mujeres que luego no pueden dejarlos. Seres sometidos que se avergüenzan de su condición mestiza y, tras una intervención, se convierten en gatas siamesas. Madres controladoras y sobreprotectoras que gracias, oh imaginación, al acuerdo entre escritor y lector, transforman a las amantes de sus hijos en zorras con bendiciones down. Mujeres taladro, mujeres excavadoras que se deshacen de hombres jabalí.
Hasta aquí la mitad del libro, casi, porque lo cierto es que lo que entendíamos como recurso de lo neofantástico y tanta cosa académica que deberíamos citar y no lo vamos a hacer, se nos entrega como dolor. Uno de los cuentos más maravillosos, que Carpentier se revuelque en su tumba, es el que viene ahora: «¡Controle a su mascota, señor!», una idea dislocada, casi concebida por un poeta: el dolor es un animal que se exhibe. Cito: «Ahí sobre el sofá de la sala, mi dolor yacía expuesto. Era un animal fabuloso, con el cuello hirsuto de plumas, la frente deprimida con dos bultos atormentados y un ojo abisal hundido en una soledad inexpugnable». ¿Se puede concebir un cuello hirsuto de plumas?, pregunto. ¿Se puede imaginar, acaso, dos bultos atormentados, un ojo abisal atormentado en una soledad inexorable? Pues sí. Porque hemos aceptado el pacto de la disolución de los márgenes que Macías nos ofrece.
En este libro, amados terrícolas, todas las madres van al cielo, aunque sean unas fieras. La metamorfosis literal no afecta la realidad, sino que establece un hipérbaton, tan propio de la poesía, que eleva el cuento al sarcasmo. Si bien el recurso de lo neofantástico atraviesa todos los cuentos de Macías, hay una voluntad irónica extrema. No es solo la introyección de lo extraño en el relato como fórmula, sino que subyace una intención paródica del fenómeno que hace que la realidad de la grieta sea risible. Si pensamos en los grandes cultores latinoamericanos de lo neofantástico como subgénero del cuento, a decir, Cortázar, Rulfo, Arreola, existe una especie de seriedad, una aureola de apropiación casi políticamente correcta de lo fantástico para mostrarnos una realidad distinta, en la que caemos. En Macías, dicha apropiación tiene un componente que se resume en una frase coloquial que compromete al propio autor: «Si no es de confiar en nadie, mismo».
En principio pesé que el libro podía resumirse en seres humanos que se transforman en bestias. Natural, digamos, en un ambiente familiar. Pero sucede que en este libro los personajes pactan todo lo contrario, o sea que las bestias, los seres humanos, se vuelven humanos porque se transforman en bestias. El absurdo rige toda forma de conocimiento del mundo. Por ejemplo, en el cuento «Sí, quiero…», donde una mujer obliga a un actor a ser su esposo, a través de un contrato establecido de trabajo. El actor, doble personaje de un mismo cuento donde ella y él no saben lo que son, termina sometido a la angustia del matrimonio, pero la gran ironía radica en la imposibilidad de ser actor y ser personaje. ¿Cuál es la realidad entonces cuando el pacto matrimonial significa actuar y ser a la vez el objeto de la actuación?
Volvamos al principio, pensemos en Kafka, en Informe para una academia, allí un mono da cuenta de su metamorfosis en hombre, eso parece normal. Pero en el libro de Macías ocurre al revés, y todo resulta irracional, pero es lógicamente natural: un padre se convierte en orangután para defender a su hija. Para Macías lo importante es lo que el personaje debe hacer de manera natural, como una opción de vida, es decir que toda conversión es consciente en el orden del relato.
En Poe, por ejemplo, las formas de la violencia son específicas, nos causan miedo. En Macías, esta violencia, aparte de ser natural, nos causa risa, porque se ha elevado la tragedia a los límites propios del sarcasmo. Dos cuentos finales nos significan en este aspecto: «El mal llevado» e «Introducción a la soledad», donde ya no es el ser humano el que se convierte en ser extraño, sino que los objetos los dominan. Hay, en estos cuentos, un retorno al neofantástico cortazariano, simbolizado en «Casa Tomada», es decir la idea de que los habitáculos gobiernan nuestras vidas. En el último cuento la referencia es clara, pero la diferencia es que el narrador no sitúa el relato sobre la consistencia simbólica de la casa, sino sobre la condición emergente de quienes la habitan, o sea que son quienes habitan los que marginan, quienes la habitan deciden quién se va y quién se queda.
Lo que nos muestra este libro de Adolfo Macías, amados terrícolas, es que no somos animales racionales, como pensamos, sino quizá, y con las justas, bestias racionales. Solo dos ejemplos son significativos: que llamemos Tierra a un planeta lleno de Agua, y que llamemos indios a los ancestrales habitantes de América. Los cuentos de este libro, finalmente, componen una visión literal de un deseo: el de convertirnos, precisamente, en bestias, no digo animales porque no es lo mismo. La imaginación burlesca de Macías hace que lo monstruoso se apropie de nosotros en la cotidianidad. Y nos descubrimos, como lectores, atrapados en aquellas grietas que el autor nos descubre dentro de tramas espantosamente cotidianas.
Adolfo Macías Huerta nació en Guayaquil, en 1960. Es escritor y también es tecnólogo en desarrollo personal o psicoterapeuta gestáltico. Trabaja como facilitador en desarrollo personal. Amados terrícolas fue premiado por el Gobierno de la Provincia de Pichincha.