Por Gabriela Montalvo Armas
Pocos días después del segundo lanzamiento del programa Ecuador Creativo, diseñado para «ofrecer incentivos a la economía naranja» (sic) en el país (es decir, a las industrias culturales y creativas), el Ministerio de Cultura y Patrimonio anunció en su página web el lanzamiento de “la convocatoria pública para 728 gestores de procesos artísticos y gestores de producción de eventos del proyecto ‘Arte para Todos’, el cual desarrollará procesos de capacitación en expresiones artísticas, formación de públicos y realización de programaciones artísticas en todo el territorio nacional.”
¿Cómo entender estos dos anuncios seguidos? ¿Forman parte de una misma estrategia? ¿Se pueden considerar complementarios?
Fue para mí una sorpresa, pero sobre todo una pena, que el ministro Juan Fernando Velasco avale con su firma esta convocatoria. Me resulta contradictoria con su propuesta de que las actividades culturales y artísticas se reconozcan seriamente en su dimensión económica. Por un lado, se plantean medidas tributarias y arancelarias como principales incentivos fiscales. Acciones importantes a nivel macroeconómico, dirigidas a promover la producción y la circulación de bienes y servicios culturales. Pero, inmediatamente, se anuncia el proyecto Arte para Todos, diseñado en la Presidencia de la República –según lo reconoció la viceministra de Cultura, Ana María Armijos, en entrevista en la radio Pichincha Universal, el 21 de agosto. Con este proyecto, el Ministerio pretende atender a un grupo de gestores que no se consideran parte de esas “industrias culturales” que serían las beneficiarias de las medidas de Ecuador Creativo.
Se asume que los incentivos fiscales van a generar resultados positivos, al menos para algunos actores de las distintas cadenas de producción de las industrias culturales y creativas, pero, ¿qué papel tiene el Proyecto Arte para Todos en lo que se quiere que sea una política económica de gran impacto?
De acuerdo con las declaraciones de altos funcionarios del Ministerio, este proyecto tiene dos grandes objetivos: “generar empleo” y “formar públicos”. Se entiende que por eso estuvieron presentes en el evento de convocatoria los Ministros de Cultura y Trabajo, y la Ministra de Educación. Los dos objetivos me resultan absolutamente cuestionables.
La generación de empleo
Para llevar a cabo esta iniciativa presidencial, está prevista la contratación de 728 personas en dos nuevas categorías laborales que han sido incluidas en el sistema de la Red Socio Empleo: gestores de procesos artísticos y gestores de producción de eventos artísticos. En esta ocasión, no me detendré a cuestionar estas categorías –todo un reto para los estudios de la Gestión Cultural– pero sí la forma en la que el gobierno pretende generar empleo para los artistas.
Las bases prevén contrataciones temporales, sin relación de dependencia, por un período de dos meses (para 2019), con un pago mensual de USD 733 (cinco dólares menor que la remuneración de la categoría Servidor Público de Apoyo 4, según la tabla del Ministerio de Trabajo).
La Viceministra de Cultura explicó en la referida entrevista en Pichincha Universal que este proyecto no atenta contra el trabajo artístico: “precarizar depende de la opinión y de quien lo vea”, dijo.
Desde mi punto de vista, con este proyecto no solo que se está precarizando el trabajo de los artistas, sino que se está elevando esa precarización a la categoría de política pública pues se trata de una contratación temporal, sin un horizonte que permita ningún tipo de estabilidad. De acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo, la temporalidad es uno de los factores clave para definir la precariedad, siendo un trabajo más precario mientras más corto y/o más inestable es el horizonte de duración del mismo.
En segundo lugar, se está planteando un pago correspondiente al de los servidores públicos de apoyo de la función pública. Si bien el discurso sobre el proyecto indica que se privilegia la experiencia por sobre la formación académica, al ubicar a artistas y gestores en esta categoría, se los está equiparando con personas a quienes se les asignan funciones técnicas, no profesionales, y se les exige como requisitos ser bachiller y tener de seis meses a un año de experiencia. Es decir, se trata de un proyecto que está dispuesto a contratar a personas sin conocimiento, pero además sin experiencia en el ámbito de las artes, desvalorizando con ello a cientos de artistas profesionales o con reconocidas trayectorias. En caso de que se contrate a personas con formación y/o experiencias que rebasen esta categoría de apoyo, se estaría subvalorando, monetariamente, su trabajo. Ambos casos constituyen otro elemento de la precarización.
Se ha mencionado también que no necesariamente deben cumplir cuarenta horas semanales de trabajo, haciendo ver este hecho como una ventaja. De acuerdo a la OIT –y esto ha sido recogido por las clasificaciones que realiza el Estado ecuatoriano–, el trabajo parcial, en todos los casos, constituye empleo inadecuado. En caso de que las personas tuvieran el interés de trabajar a tiempo completo, constituye, además, subempleo.
Suponer que, para los artistas y gestores culturales, realizar las tareas que implica este proyecto requiere de menos horas de esfuerzo que las tradicionales evidencia un total desconocimiento sobre el trabajo en el arte. El proceso de producción de una sola obra escénica puede tomar entre seis meses y varios años. Las obras de arte no surgen de un momento a otro, por arte de magia. En el caso escénico, por ejemplo, requieren de una etapa previa de investigación, una de diseño, otra de montaje, ensayos, preparación de insumos y un largo etcétera.
¿O es que se pretende llevar a las poblaciones beneficiarias obras de baja o nula calidad?
Nuevamente, la única respuesta a este dilema entre desconocimiento o desvalorización de la propuesta es la precarización del trabajo artístico.
Formación de públicos
Con respecto a la formación de públicos, tengo aún más interrogantes y cuestionamientos: según los documentos de las bases, esta formación implica “el desarrollo de herramientas intelectuales, afectivas, emocionales, aptitudinales y físicas para la apreciación y valoración del arte…”. Para lograr esto, están previstos talleres y eventos. ¡Sí, talleres y eventos! Como si el público para cualquier expresión artística o cultural se formara gracias a estas actividades.
Las personas, las comunidades, los pueblos, desarrollan una relación con determinadas expresiones culturales o artísticas a partir de procesos mucho más complejos, en los cuales intervienen elementos tan delicados como la memoria individual y colectiva, el contexto político, social, económico, el entorno familiar, el barrio, el lugar de nacimiento y de vida… Es por lo menos absurdo pensar que algunos eventos y talleres puedan formar públicos. En el mejor de los casos, crearán una buena experiencia, con suerte se convertirán en un incentivo, en un disparador del interés por esa o por otras expresiones artísticas o culturales.
Querer “formar”, dar forma, implica además suponer que se parte de algo amorfo. ¿Qué le hace pensar a la Presidencia o al Ministerio de Cultura y Patrimonio que los “beneficiarios” de su proyecto carecen de estas herramientas intelectuales, afectivas, emocionales que pretenden llevarles?, ¿cuál es la oferta artística a la que, “por diversas circunstancias” no accedió esa población?, ¿cuál es esa población?
Desde mi punto de vista, partir de estos supuestos, nuevamente, da cuenta de un absoluto desconocimiento de la inmensa vastedad y diversidad de la producción artística y cultural en todo el país, y de los procesos y las relaciones que, desde siempre, han mantenido las propuestas, los artistas, los gestores independientes y comunitarios con la gente. Esto, además, muestra que la Presidencia maneja un sesgo colonial, elitista y clasista en la concepción del arte y la cultura, pero también del público.
Por último, se ha pretendido mostrar esta iniciativa como una inversión en cultura. Pues déjenme decirles que, aparte de algunos instrumentos musicales y otros equipos técnicos cuya compra está prevista, los casi 23 millones del presupuesto de este proyecto constituyen un gasto.
Y el gasto público no estaría mal si se hubiera planificado como parte de un plan serio de fomento a las expresiones independientes, de incentivos para la operación de los espacios en los que se producen estas expresiones, para promover la distribución y la circulación de esta producción. El gasto público no estaría mal si estuviera destinado a programas de fomento directo a la demanda o si existiera un plan de adquisiciones y de contrataciones de distintas obras para diversas instituciones y colecciones. Ese gasto público estaría bien, pero en los términos en los que se negocian los sectores económicos que se pretende crezcan significativamente (la meta es que el aporte al PIB de estas actividades pase del 1,9% en 2016 al 3% en 2021). Ese gasto pública sería adecuado si contara con términos de referencia, con la justa valoración a la trayectoria y a la formación profesional, con pagos que correspondan a la cantidad y a la calidad del trabajo esperado. O sea, si se tratara de un gasto público con respeto.