[sg_popup id=»2″ event=»onload»][/sg_popup]Por Tali Santos / @talisantosa
Temía que un día de estos me enfrentaría a la noticia de su muerte. Lo temía porque la comunicación que solíamos mantener no había sido del todo oportuna en los últimos tiempos. Lo que yo consideraba normal empezó a cambiar en el verano de 2015, cuando nos topamos en la puerta del diario El País, en el número 40 de Miguel Yuste, en Madrid. Habíamos quedado en vernos para ir a almorzar en un restaurante ubicado a unas cuadras de ahí. Me pidió que caminemos lento, porque pocas semanas antes le habían sometido a una intervención quirúrgica y, aunque el doctor le recomendó reposo, él no estaba dispuesto a paralizarse, pero sí a caminar despacio.
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Conocí a Miguel Ángel Bastenier en 2001, en Guayaquil. Había llegado a la redacción de El Universo para impartir una capacitación de casi dos semanas a los periodistas y a los departamentos de apoyo. Llegó como una autoridad en el oficio. Se trataba del subdirector de Relaciones Internacionales de El País y de un maestro de la Escuela de Periodismo de ese mismo diario (avalada por la Universidad Autónoma de Madrid) y de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). En su hoja de vida constaban las licenciaturas en Derecho e Historia, por la Universidad Central de Barcelona, y en Lengua y Literatura inglesa, por la Universidad de Cambridge. Además, se graduó en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid.
Miguel Ángel fue un especialista en política internacional y, en particular, en el conflicto de Oriente Medio. Había entrevistado a personajes como Yasser Arafat, Shimón Peres, Benjamin Netanyahu o Isaac Rabin… Escribió Palestina, el conflicto (1991) y La Guerra de Siempre: pasado, presente y futuro del conflicto árabe-israelí (1999). En ese año también presentó su libro El Blanco Móvil, curso de periodismo, y en 2009, Cómo se escribe un periódico. El chip colonial y los diarios de América Latina.
En 2012 recibió el premio María Moors Cabot, concedido por la Universidad de Columbia a periodistas por su destacada trayectoria
Recuerdo que en ese tiempo se reunió con los editores, con los equipos que integraban las diferentes secciones y con los “foteros”, como llamaba a los fotógrafos con una sonrisa desafiante, pues sabía que iba a caer mal el apelativo. En esas sesiones conocimos el estilo de Bastenier, el maestro: nuestros reportajes, crónicas, perfiles, entrevistas o breves de las ediciones impresas eran proyectados en una gran pantalla para ser diseccionados.
Los textos lucían rodeados de anotaciones. ¿Por qué no le ponen artículo a los titulares?, preguntaba sin encontrar respuesta. Pereza mental o ignorancia quedaban en evidencia tras el argumento de que no entraban todos los caracteres en el espacio asignado. Sus observaciones nos desnudaron.
Mostraba, por ejemplo, que los textos estaban “sobreescritos”, que incluían prejuicios camuflados o evidentes. Que había noticias redactadas bajo una incomprensible reverencia ante ciertos poderes, ante la ‘declaracionitis’ oficialista. No atribuía aquello a posturas ideológicas o a la defensa de intereses, sino a la pura pereza al momento de elegir la palabra correcta, el verbo adecuado. Decía que nos perdíamos en el camino del relato dejando al lector confundido, pisoteando su derecho de ser informado con claridad.
Nos permitió identificar lo que sobraba en nuestros textos. A veces, casi todo. Había textos que eran el resultado de “ponerse la corbata antes de escribir”, un mal hábito al que él denominó ‘el chip colonial’.
Encontrarnos con él fue como mirarnos a un espejo, ir a terapia. No solo eran anotaciones. El ‘estilo Bastenier’ incluía sus comentarios ante todo el auditorio. Desde el más joven periodista hasta los de mayor experiencia o los jefes fuimos sometidos a un juicio considerado por muchos como “implacable”, “cargado”, “grosero”, “insoportable”. No reparaba en el tono con el que corregía o hacía una crítica. Era áspero en sus comentarios. En un taller para jóvenes editores de la FNPI, en Cartagena, uno de los participantes lo llamó “español con ínfulas de conquistador”.
Tal vez por eso, Ana Carbajosa, una periodista de El País que lo acompañó a un taller al que asistí en las afueras de Madrid, hace ya varios años, me miró sorprendida cuando le dije que Miguel Ángel (casi todos le decían Bastenier) era un ángel, tierno. La mayoría no piensa así, me dijo. ¿Lo conoces de verdad?, me preguntó.
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Decidí incorporar a mi trabajo ese “estilo Bastenier” como una expresión de confianza en nuestra capacidad para buscar la excelencia. ¿Por qué no?, ¿qué nos lo impide? ¿El chip colonial?
En los comentarios que Miguel Ángel hizo sobre mis textos y los de otros pude ver mis limitaciones, pero, sobre todo, la posibilidad de superarlas. Porque él, qué duda cabe, como decía en su españolísimo español, no obviaba los halagos cuando correspondía. Nos invitaba a creer en nuestras capacidades, de forma auténtica y responsable, a dejar de sentirnos víctimas eternas (¿de una conquista?), intolerantes ante la crítica constructiva. Ese, creo, fue su gran regalo para quienes fuimos sus alumnos en esta parte del mundo.
Gabriel García Márquez habría dicho que Bastenier era “un bruto inteligente” y este consideraba que Colombia “es un país de una sensibilidad enfermiza” (algo que tal vez lo habría extrapolado a toda Latinoamérica).
En una entrevista que le hizo en 2012 el diario El Comercio, de Perú, el periodista le planteó que en sus columnas de opinión sobre temas internacionales él explica al mundo sin juzgar a nadie ni a nada. Él respondió: “Eso intento. Claro, con (Hugo) Chávez quién se puede contener, cuando es el disparate absoluto”.
El especial de El País por su 40° aniversario, en marzo del 2016, presentó una reseña del que fue uno de sus columnistas más destacados. Es un periodista que “defiende que los hechos nunca son neutrales y que, cuando se trata de reflejarlos, la objetividad tampoco existe. “Pero sí existe la honradez”, subrayaba. “Solo vas a querer la mejor versión para el lector, la más rica, la más amplia, la que lo explica mejor, la que ofrece mejores conocimientos. Eso no es ser neutral, sino imparcial”, explicaba.
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La última vez que lo vi fue en Medellín, durante el Festival del Premio de Periodismo Gabriel García Márquez, a fines de septiembre pasado. Semanas antes me había escrito para contarme que estaba en Colombia y que viajaría al Ecuador para cumplir un periplo por varias ciudades del país invitado por Fundamedios. Vía telefónica le hice una entrevista a propósito de esa visita; abordé el tema de la libertad de expresión, pero no quiso profundizar en eso y prefirió hablar sobre el momento actual del periodismo.
Ya en Medellín vi lo que no quise ver. La imagen del Miguel Ángel Bastenier de antaño se desvanecía. El maestro incansable que asistía a casi todas las charlas -no iba a todas, solo por no poseer el don de la ubicuidad-, que en los pasillos conversaba con los periodistas experimentados y también con los más jóvenes, que daba entrevistas y que era de los últimos en marcharse hasta de las actividades nocturnas, esta vez lucía muy cansado y delgado.
En el segundo día del Festival lo encontré en una mesa redonda con decanos y directores de programas de periodismo. Ahí estaban Rosental Calmon Alves, director del Centro Knight de Periodismo de las Américas; Bruno Patiño y Jean Francois Fogel, decano y miembro de la Escuela de Periodismo de Sciences-Po, Francia, y Graciela Mochkofsky, directora de la Maestría de Periodismo en español de la CUNY (City University of New York).
Miguel Ángel fue uno de los exponentes e insistió en una de sus frases más celebradas: el periodismo no se enseña, se aprende, una especie de contradicción en un espacio organizado para hablar sobre la enseñanza del oficio. No era extraño que expresara incómodos planteamientos a sus interlocutores. Decía lo que pensaba. ¿Políticamente correcto? Nunca.
Aunque inició su carrera a finales de los años sesenta del siglo pasado, manejaba las herramientas tecnológicas contemporáneas como cualquier periodista que está abierto a los cambios. Su cuenta de Twitter, abierta en abril del 2012, registró 172 mil seguidores y casi 85 mil tuits. La usó hasta la víspera de su muerte.
Luego de su intervención en aquella mesa redonda, salió del salón. Lucía fatigado. Fui tras de él y conversamos en ese tono familiar con el que hablaba a quienes sabía que lo querían. Me comentó que no se sentía bien, que en el almuerzo había comido poco y, sonriendo, dijo que el cansancio lo traía desde Ecuador, donde no habían tenido compasión de él. Le gustaron las islas Galápagos, aunque la contemplación de la naturaleza no era precisamente su afición.
En nuestra última comunicación, en diciembre pasado, se disculpó por haber demorado en responder un correo que le había enviado casi un mes antes. Los constantes ingresos y salidas del hospital por sus dolencias, apenas si le permitían escribir.
Miguel Ángel dijo que “la única manera que tiene el periodista de hacer un mundo mejor es haciendo un periodismo mejor”. Y él a mí, al igual que a unos dos mil periodistas de Iberoamérica, me mostró el camino para hacerlo. Seguirlo depende de cuánto creamos en nuestras capacidades para lograrlo, de tomar ese regalo que nos dejó.