Por Esteban ‘El Ave’ Jaramillo
Es un error común de la crítica descuidada confundir autor con narrador, cuando existen similitudes claras. No quiero caer en ese desatino, pero me tomaré una licencia para contar cómo se dio mi acercamiento a la novela de Santiago Vizcaíno, a quien me referiré con su apodo de épocas universitarias: Conejo.
Había avanzado en la lectura de Complejo, su primera novela corta, y encontré un fragmento donde el protagonista, Willy, pierde su celular en algún sifón asqueroso. Recordé entonces la ocasión en la que, con Conejo y unos coleguillas, vagábamos ebrios por Barcelona, donde el señor poeta botó su viejo Nokia en un sifón. A pesar de los etílicos esfuerzos, no logramos recuperar el aparato y nos quedamos viéndolo entre las rejillas durante un tiempo que se me alarga en la memoria.
El desgraciado accidente acabó en una discusión acerca de qué es —y aquí quiero pedir perdón a las personas que se molestan por el uso de las malas palabras— “valer verga”, “valer verch”, “valer paloma”, o simplemente el verbo conjugado: “valimos”. Todas esas expresiones resumen un sentimiento que llega a oprimir el alma. Eso encontré en Willy, el personaje que Conejo creó y que nos regala en Complejo.
En los predios de la Universidad Católica “valimos” de varias maneras: en el Decano’s —un bar cervecero que quedaba frente a la facultad—, o en las manzanas —al este de la avenida 12 de Octubre—, un conjunto de antros al que llamábamos “el jardín de los senderos que se bifurcan”, pues, muy borgianamente, una vez que entrábamos, luego, no encontrábamos la salida. Las discusiones, entre copas y chuchaquis, se volvían existenciales, casi kafkianas.
Entonces, ¿qué tiene que ver Conejo con Willy? Nada. Porque ahí radica la maestría del autor: la creación de un narrador–protagonista que recrea una Málaga vista desde el ojo del migrante, del excluido, del fracasado. “Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción”, dice Vargas Llosa, en el ensayo introductorio de La verdad de las mentiras. Y la obra que nos compete hoy es ejemplo de esa tesis. En el espacio de la ficción, Willy se ha alimentado de las vivencias de un autor sincero, mas ha logrado su independencia como creación, se ha apropiado de su espacio para hacerlo verdadero. Si de verosimilitud se trata, hay más “verdad” en Willy que en Conejo [Leer el capítulo III de la novela, donde Willy habla sobre el escribir: “escribe por deseo, que es la manifestación más bella de la carencia”].
Mi memoria emocional creó un nexo de identificación con este personaje, y disfruto una narración que logra precisamente eso. Cito: “…era el personaje más deseado de la novela más torpe que se podía escribir”, descripción que confirma que, de alguna manera, todos podemos ser ese personaje.
Los personajes que Willy encuentra en la residencia permiten entender al protagonista. Es en su confrontación con aquellos que quieren presentarse como ganadores —esos hombres y mujeres que hacen de nuestro día a día un poco más detestable— que se entiende al migrante al borde del fracaso. Muchos de esos ganadores artificiales me recordaron a personajes que he topado en la realidad.
Recordé al vegano, que solo vive de granola orgánica de Nueva York, que restriega en la cara cómo él salva el mundo, y uno, no; el fortachón piel ceniza, que te cuenta todas las veces que se acostó con modelos y ama a Maná; el poeta ebrio, que una vez en la casa del Che, editor de este libro, se pasó enumerando una y otra vez los tres premios que había ganado, para luego insultar a su exnovia, quien “cometió el pecado” de ganar un premio más importante. Y después, ese mismo poeta quería “valerme” por no admitir que el Emelec era mejor que el Barcelona.
Willy es consciente de su fracaso. Se despoja de máscaras inservibles y es ahí donde cobra vida, donde se despega de su creador y emerge, ante nosotros, como un animal callejero, un beodo empedernido, un ser tan cierto como cualquier perdedor de cualquier tiempo. Un extranjero que usa su soledad para entender de dónde viene su derrota: “entonces entendí nuestra soledad. Éramos más que extranjeros. Nadie nos buscaba ni llamaba a nuestra puerta”.
Complejo es una novela corta que no se regodea en descripciones innecesarias. Punzante, nos invita a entrar a un espacio donde ser impertinente está permitido, ser egoísta no está mal y odiar es necesario.
No develaré detalles de la trama. Compren la novela. Apoyen al artista. Solo acotaré que en ella encontré algo valioso: sinceridad abrumadora. La obra no maquilla la derrota, la ruptura que sufre el migrante, el destino aciago. Complejo, sin ningún complejo, lo denuncia.