Por Ana María López
Sed. Dicen que cuando las ajayus –las almas– vuelven a la tierra de los vivos, tienen sed. Y para calmar esa sed, sus amigos y familiares preparan chicha morada y té de coca. Dejan las bebidas, junto a la comida que le gustaba al difunto, sobre la mesa del comedor.
Hambre. Dicen que al mediodía del 1 de noviembre, en punto, llegan las almas a cada casa. Algunas familias almuerzan junto a la foto del finado. Durante 24 horas, su plato favorito estará puesto sobre la mesa.
Compartir. Dicen que cuando el ají de arveja se termina, vuelven a llenar el plato, cuantas veces quiera el difunto.
Antes del mediodía del 2 de noviembre, Día de Todos los Santos o Todos Santos, la familia y sus acompañantes tienen el último almuerzo. Pasadas las 12, en punto, las almas dejan el mundo de los vivos. Las familias, entonces, salen de sus casas con canastas, fundas y cajas llenas de comida.
En La Paz, en la zona conocida como El Tejar, sobre la avenida Baptista, las puertas del Cementerio Central están abiertas desde las ocho y media de la mañana. La policía cierra las calles cercanas. La Entre Ríos de Max Paredes es una calle larga. Comienza en el redondel donde paran los minibuses que traen a los bolivianos que quieren llegar al cementerio. A lo largo de toda la subida, hay puestos improvisados en las veredas donde venden flores, comida y juguetes. Afuera del camposanto, en la Plaza de Los Helados, hay carpas donde la gente se sienta a tomar té de coca, jugo de naranja o cerveza. El alcohol ya no está permitido dentro del cementerio.
Para entrar hay que seguir una fila desordenada y permitir que la policía revise los bolsos. Al lado del puesto de información –donde al presentar el nombre completo y la fecha de defunción, voluntarios detallan el lugar exacto de cada nicho-, la Defensoría Municipal instaló una carpa para atender a niños extraviados. A unos metros de la entrada, el ambiente se transforma. “Querida mamita”, “querido jefe”, “querido hijo”, son leyendas escritas con letras negras sobre el cemento. La mayoría de nichos están decorados de acuerdo a los gustos del difunto. O según como los vivos lo recuerdan. El nombre “María Inés” brilla en letras rosadas con escarcha plateada, “una mujer virtuosa”.
Detrás de vidrios transparentes delante de las lápidas, los familiares decoran cada nicho con cosas que le gustaban al finado: botellitas de Coca Cola, un sello del equipo de fútbol The Strongest, flores, juguetes de la película Cars, cartas escritas a mano, muñecas…
En uno de los pabellones altos, sobre la algarabía que reina en las vías dentro del cementerio, Esperanza visita, sola, a su papá. “Yo cuando vengo aquí me relajo, me pongo tranquila”, me cuenta. Sentada sobre un barril viejo y oxidado, mira a través del vidrio transparente que la separa del nicho. Los cánticos, los rezos, la música en vivo y la risa de los niños no la afectan. Está sentada con las piernas juntas, un poco encorvada y ha abotonado su chaqueta café hasta el cuello. El viento mueve su pelo corto de un lado a otro. Sin rastro de pintura, las canas caen lisas un poco más allá de la quijada. Sus ojos están escondidos detrás de unos lentes redondos, pequeños, con los vidrios opacos y sucios. Es como si este segundo piso estuviera a mil kilómetros de distancia de lo que sucede allá abajo. Esperanza está sola. Aparte del bolso con el logo de algún medicamento que descansa sobre sus piernas, no ha traído nada. La llave que abre la puerta de vidrio del nicho está en manos de la segunda esposa del muerto, una mujer mucho más joven que Esperanza, que ostenta setenta años. Desde hace 16 visita regularme la parte alta del panteón donde descansan militares de la Fuerza Aérea, pero nunca ha pedido una copia de la llave. “No importa, no ve, cuando vengo le miro”, dice, mientras señala el nombre de su papá grabado sobre un mármol blanco tornasol, “le converso y le acompaño. Rezo. Todo lo que tengo es gracias a él. Agradezco a la virgen también”.
Mientras Esperanza ora en paz, una trompeta rompe millones de conversaciones y supera todos los cantos. Sigue un ritmo triste y parece que alarga cada nota. La alarga, la alarga, antes de tocar una nueva. Tuuuu.ti.tu.tuuuu Se detiene unos segundos. Tu.ti.tuuu.tuuu.tuuu. Vuelve. Ti.tuuu.tuuu… Se detiene y vuelve, se detiene y vuelve, se detiene y desaparece. Música, coros y rezos vuelven a llenar el viento que corre sobre la cabeza de los visitantes, entre los árboles con tronco ancho que dividen los pabellones, a través de las vías por las que pasean los familiares que buscan un nombre, en medio de los grupos que se reúnen frente a las tumbas y las redecoran. Unos cuantos hacen fila para llenar de agua los tarritos para las flores que adornarán cada nicho. “La gente que se dedica al rezo”, me explica Esperanza, son desconocidos que rezan en nombre de un difunto.
Tres señoras apilan panes de diferentes tamaños en una esquina. Hombres, mujeres y niños, se acercan y preguntan quién fue y cómo se llamaba el finado. Frente a su tumba, los desconocidos oran y cantan, con las manos en el aire y los ojos cerrados, en grupo o en solitario. Al terminar, reciben un plato con pan, pasankallas (maíz tostado y pintado) y alguna bebida. “Por lo que han rezado, les dan”, dice Esperanza.
Los ‘rezadores’ llevan en la espalda costales que van llenando al pasar por cada pabellón. Rezan en castellano, aymara o quechua, de acuerdo al idioma que hablaba el finado. El que mejor reza, recibe más.
Seis hermanas –sombrero negro, chal negro y pollera negra- cantan en grupo. Una tiene un tono más alto que las demás. No importa. Con los ojos cerrados, sentadas sobre una tapia y con comida dispersa sobre mantas, oran en alto y en conjunto. Al terminar un Padrenuestro cantado, una de ellas se aleja. Minutos después vuelve con un cura de sotana blanca y estola morada, y con un guitarrista. “¿Cómo se llama el difunto? ¿Zavala es?”, pregunta y comienza con una canción que recuerda a Alfonso Zavala, un reconocido compositor de morenadas –danza popular del altiplano- que murió en 2011. “Al pie de tu tumba derramo mi llanto. Llévame contigo, no quiero sufrir más. Mi alma está triste desde que te fuiste. Mejor morir”, corea el guitarrista.
Tras el canto, el sacerdote abre la Biblia. La coloca delante de su rostro, sobre las manos. Las hermanas, los sobrinos, los nietos y otros visitantes se santiguan. “Dios –comienza a decir el padre–, te ofrecemos este día a Alfonso. Alfonso, que el señor te abra las puertas del paraíso”. Le siguen un Padrenuestro, un Avemaría, un gloria y la bendición. Hunde una florcita blanca dentro de un vaso plástico y el sacerdote lanza agua bendita sobre la tumba, las señoras y su familia, y a los lados. Hasta que las hermanas recojan el dinero, el sacerdote bendice la foto del difunto. Alguien más le pide su servicio, y caminan en otra dirección.
“Brevemente, porque estoy de servicio”, me responde el guitarrista cuando le pregunto sobre las canciones que acaba de cantar. “Canto oraciones –sigue–, siempre primero rezamos, con el padrecito, y hay personas, por ejemplo el negrito Zavala era compositor de música morenadas y al final me piden morenadas, le canto morenadas. Lo que le gustaba”. Poco antes, Esperanza me había contado que “hasta bailan si al difunto le gustaba la fiesta. Si eran bebedores, fiesteros, entonces eso le traen”.
Alegría. Dicen que hay que dejar que pase la pena. Que hay un tiempo destinado al sufrimiento. Y cuando termina, hay que permitir que se vaya, que se aleje. “Después ya las penas se van”, cuenta entre risas Juan Cusi. Pasadas las cuatro de la tarde, después de haber rezado por horas, está bailando y cantando al ritmo del dúo que tiene a Óscar Rivera moviéndose de lado a lado mientras aprieta y suelta el acordeón. “Ahorita estamos cantando cada tema por 10 bolivianos. La gente a veces prefiere una sola canción, a veces 2, a veces 3, así”, me dice, antes de comenzar a cantar para la familia Cusi.
Mientras tocan, dos parejas bailan tomadas de las manos. Un, dos, un, dos, con cada pierna, levantando los pies y las rodillas. Vuelta. Una hacia delante, otra para atrás. Vuelta. Una de las señoras –la que tiene una pollera morada con flores, saco blanco y chal café–, sonríe cada vez que su falda gira, se levanta y parece una sombrilla abierta con vida propia.
“Se van las penas y tienes que estar alegre”, me dice Juan. Alegre está él y su familia. Cuando termina la canción, “¿y la yapita? ¿hay la yapita?”, las parejas se separan. Escupen las hojas de coca que estaban masticando. Me sonríen, me dan la mano, me preguntan cómo celebramos en Ecuador y me cuentan que en Todos Santos, dos días en que los bolivianos homenajean a sus muertos (y cuando, según la Alcaldía de La Paz, el 99% de los nichos son visitados), el objetivo final es compartir. “Dicen que las almitas llegan en esta fecha. Tenemos que dar a cada gente que viene a rezar y reza con la familia. Es para compartir. A los mejores rezadores se da mejor”, reitera Juan.
El pan, las frutas, los panes, el té, las bebidas alcohólicas, los bizcochos, el maní colorado y pintado, la Coca Cola que cada familia lleva al cementerio son para compartir: sufrir juntos, recordar juntos, rezar juntos, orar juntos, comer juntos, beber juntos, cantar juntos y, finalmente, bailar juntos.