Por Stephen Bruque
El 2016 nos dejó a todos con un sabor a mala noticia. A escala nacional, la caída del precio de petróleo, los impuestos y la falta de empleo forman parte de este temido escenario llamado crisis económica. Sin embargo, la cultura es un ámbito que no es comúnmente vinculado a este contexto. Al menos desde la institucionalidad, para la cual la cultura será siempre un pañito de agua fría para aplacar lo que ocurre afuera, en el mundo real. Pero la actividad cultural y artística es un ámbito productivo, fuente de ingresos y de trabajo. Es hora entonces de plantearse cuál es la realidad económica de este sector y su afectación en tiempos de crisis.
Vale recordar, por ejemplo, cómo a mediados de año el Festival EDOC hizo público en los medios de comunicación el riesgo que corría la última edición por la falta de financiamiento estatal. La fragilidad de la continuidad de iniciativas como aquella deja claro que la cultura no está exenta del vaivén con el que nos movemos todos. La crisis económica afecta a la cultura, independientemente de los deseos, voluntades y responsabilidades del Estado. Es importante preguntarse entonces sobre la sostenibilidad de las actividades artísticas y culturales, en tiempos de crisis, desde dos aspectos clave: el financiamiento y la demanda.
En relación con el primero, el Estado ha intervenido en la cultura desde un paradigma cercano al mecenazgo. Las políticas de fomento a la creación han tenido como finalidad la democratización de la cultura en reconocimiento a los derechos ciudadanos. La recién aprobada Ley de Cultura ha puesto mucho énfasis en la necesidad de ampliar los recursos destinados a incentivar la cadena productiva de bienes y servicios. Si todo sigue su curso, la era correísta nos dejará como legado un mecanismo establecido y permanente para el financiamiento estatal de la cultura. Al menos en la norma. Los fondos concursables, que han generado reacciones diversas, seguirán siendo entonces uno de los principales recursos para la continuidad de proyectos y actividades, con la posibilidad incluso de que algunos gestores sigan haciendo de este su modus vivendi (la sostenibilidad lograda a pulso del lobby político).
Sin embargo, ¿qué pasa con aquellos artistas o gestores que no desean participar, o con aquellos proyectos que no son seleccionados? Más allá de algunas rabietas registradas en las redes sociales, es importante asumir que la creación artística y la producción cultural no deben estar supeditadas exclusivamente a la asignación de recursos por parte del Estado. A falta de un verdadero apoyo del sector privado, el crowdfunding se convirtió en uno de los términos que resonaron durante el 2016. Proyectos de cine, como la película Instantánea, de música, como el disco de Da Pawn, o de artes escénicas como la campaña del grupo El Pez Dorado, dan cuenta del alcance que puede o no tener este mecanismo de micro-financiamiento, según el tipo de proyecto artístico.
En cuanto a la oferta cultural que se presenta para su consumo, lo que se vivió en 2016 desde los espacios independientes es la falta de público. En Quito, teatros como la Casa Malayerba o el Patio de Comedias albergan de forma periódica a un sin número de grupos teatrales que presentan sus obras bajo una modalidad de uso del espacio. El año anterior muchas de estas propuestas tuvieron un público reducido o funciones que se cancelaron por la falta de gente. En este sentido, vale preguntarse si los ecuatorianos están dispuestos a invertir en cultura en tiempos de crisis, aunque la respuesta puede resultar incomoda considerando la poca priorización que siempre ha tenido en el país el consumo cultural.
Para el Estado este tema se ha resuelto, ante todo, con políticas de democratización para el acceso a la cultura. La nueva ley menciona la creación del Programa Nacional de Formación de Públicos, manejado por el Instituto de Fomento de las Artes, Innovación y Creatividad. ¿Qué le corresponde en este caso a los espacios culturales independientes? ¿De qué manera estas políticas y acciones generan a corto plazo una demanda cultural? ¿Y de qué manera el público que tiene acceso a estos programas estatales se relaciona luego con el pago a la oferta cultural, sin la gratuidad del Estado?
En países como España las reflexiones sobre estos temas han ampliado el debate en torno a la aplicación de nuevas políticas públicas. Esto ha permitido que varios países se sumen al reto de sustituir la perspectiva habitual del Estado, desde un rol paternalista hacia el sector, por una apuesta distinta hacia la sostenibilidad de la cultura. Los carnés y bonos culturales son una de las propuestas dirigidas a la demanda cultural, que se han puesto en marcha desde hace varios años, como el caso del Vale Cultura implementado en Brasil durante el gobierno de Dilma Rousseff.
Regresando la mirada al Ecuador, es innegable que lejos de la situación económica del país, la oferta cultural y artística ha seguido presente en varias ciudades por la motivación y pasión de quienes permiten que esto sea posible. En su mayoría, estos gestores y artistas consideran que la cultura siempre ha funcionado sin contar con el Estado (sin sus recursos o sus políticas), y por lo tanto su sostenibilidad radica ante todo en la convicción de su vocación, exenta de “réditos económicos”. Sin embargo, existen en el país proyectos culturales que han logrado armar estrategias de gestión claras para mantener su independencia, en condiciones dignas de trabajo para artistas y gestores.
Hay muchas inquietudes sobre el panorama cultural en 2017, teniendo de por medio el proceso electoral, la implementación y construcción del articulado de la Ley de Cultura, y la situación económica; pero también hay muchas intenciones por apostarle como sociedad a la cultura, desde estructuras y formas que apoyen su desarrollo. Cualquiera de los caminos a seguir deberá situar la mirada en las acciones encaminadas al acceso a los recursos económicos y a la vez en la estimulación de la demanda y de los públicos, contando siempre con la actoría de gestores y artistas, protagonistas del quehacer cultural.
Stephen Bruque es comunicador y gestor cultural. Especialista en Museos y Patrimonio Histórico por la Universidad Andina Simón Bolívar