Por Gabriela Ruiz Agila
Dziga Vertov había acumulado experiencia trabajando por encargo para el aparato propagandístico de la Unión Soviética. Dziga Vertov es el nombre artístico –afirmación del reclamo del futuro– del director ruso Denís Abrámovich Káufman (1896-1954). Su producción fílmica se inició con El aniversario de la Revolución (1919), La Batalla de Tsaritsyn (1920), El tren de Lenin (1921) e Historia de la guerra civil (1922).
Noticieros, documentales, entre otras piezas propagandísticas, demandaron la producción de tomas, uso de imágenes de archivo, composición musical. Hasta entonces, Vertov experimentó con la edición y montaje, intercalando archivo y nuevas tomas, escritura de guiones y musicalización destinadas a afianzar la narrativa visual sobre la Revolución de Octubre de 1917. Sus contemporáneos fueron Sergei Eisenstein y Vsevolod Pudovkin, cineastas soviéticos de renombre.
En 1922, Iósif Stalin, secretario general del Partido Comunista, ascendió al poder y gobernó Rusia hasta 1953. Esta fue la continuación de la Revolución de Octubre, que permitió la llegada de Lenin y el partido al liderazgo del imperio ruso en 1917. Los ecos del lema “Todo el poder para los sóviets” resonaban aún en las calles esperando encontrar el fin de las disputas políticas y las guerras. Hannah Arendt, teórica política, califica a este periodo de la historia con gran opacidad: “Las publicaciones oficiales soviéticas servían a fines propagandísticos y eran profundamente indignas de crédito.”
La muerte de Lenin –máximo líder del partido soviético–, en 1924, exigió a Vertov una lectura del pasado, es decir, la producción de una versión del presente para la posteridad. Para el director ruso, explicar la realidad o al menos producir una versión de ella le representó una especial reflexión sobre el ejercicio de mirar. ¿Quién mira? ¿Cómo mira? Vertov conformó el colectivo artístico Kinoki con su esposa, Yelizaveta Svílova y su hermano Mijail Káufman, también inmersos en el cine. Así se pueden leer en revistas especializadas Del cine-Ojo al Radio-Ojo (Extracto del ABC de los Kinoks).
El cuestionamiento sobre el papel y la responsabilidad del director, así como los alcances de la obra cinematográfica, van hallando forma en 1922. Vertov dirige Cine-verdad entre 1922 y 1925, Cine-ojo: La vida al imprevisto (1924), La sexta parte del mundo (1926), ¡Adelante, Soviet! (1926) y Undécimo (1928). Podemos hablar de una sintonía en el horror de la posguerra en la ciudad. En esta época se producen otras obras como Doctor Caligari (Wiene, 1920), Nosferatu (Murnau, 1922), El fantasma de la ópera (Julian, 1925), La escalera de Odesa (Eisenstein, 1925), Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Ruttman, 1927) y Lluvia (Ivens, 1929).
Con el afán de acercar el cine a la clase obrera y campesina, Vertov y otros colegas desarrollaron la teoría del Cine-Ojo (Kinoki). Promueven tres vertientes: primero, concebir a la cámara como un dispositivo técnico de percepción de entornos; segundo, la cámara es una herramienta de observación social, y tercero, el documental es el medio de experimentación de nuevas figuraciones plásticas.
En 1929, Vertov dirige El hombre con la cámara, obra a la que calificó como un experimento sin escenario, guion, actores o música para “crear un verdadero y absoluto lenguaje universal en el cine con base en la total separación del lenguaje del teatro y la literatura”.
El hombre con la cámara se proyectó el 25 de enero, en la sala OchoyMedio (Quito), en el marco del ciclo La fractura del siglo, en su tercera edición. Se trató de la proyección que cuenta con la musicalización de Michael Nyman. Al final, la organización del ciclo propuso un foro a cargo del catedrático Christian Leon, para suscitar una conversación con los asistentes.
La ausencia de un tema vertebral es una de las características neurálgica de la película de Vertov. Sin embargo, “hay variaciones temáticas, hay motivos que se repiten y generan ritmos. Tal cual una sinfonía. No hay relato de hechos que generan una narrativa”, explicó León. Este propósito se logra siguiendo los parámetros del cine documental y [desplegando] un montaje poético. Asociar e intervenir imágenes, construir ritmos y movimientos para articular imágenes no narrativas.
Para Tito Molina, cineasta ecuatoriano que también asistió a la proyección, “El hombre con la cámara es estimulante para quien comienza a hacer cine”. En su opinión, esta película debe verse siguiendo los principios de Vertov sin música, en el sentido diegético, porque “Vertov pretende crear música. Cuando Vertov intercala, por ejemplo, las imágenes de las telefonistas con las de la fábrica de cigarrillos, tiene una musicalidad y un ritmo intrínseco. Y posteriormente pone planos largos que son como alegros. Hay una sinfonía implícita”.
¿Cómo avanza, entonces, la narrativa visual de una película en blanco y negro sin música, sin argumento, sin personajes? El espectador desde su butaca tiene una reacción más clara: está viendo a un hombre jugar con la cámara. A veces ese hombre es el camarógrafo, el director o el espectador. La idea de jugar es el acto definitivo de un genio creador. Jugar desordena el orden natural y social impuesto. Así encontramos que el retrato de Lenin se pone de cabeza seguido de una toma del Kremlin de Moscú.
Sobre todo, la ausencia de música –no el silencio– motiva en el espectador la composición de una banda sonora interpersonal. La intención ha sido ideada por Vertov, interesado en el Laboratorio de oído, donde experimentó con lo que llamó “música de ruido”. El director soviético contaba con estudios en piano y violín, así como en piscología. A Vertov le gustaba la poesía y ciertos estudios afirman que tuvo influencia de Vladimir Maiakovski, que decía de sí mismo: “Soy un insolente, y mi supremo placer es irrumpir, trajeado con mi blusa amarilla en medio de gentes que cuidan escrupulosamente su modestia y distinción bajo levitas, frac y chaqués de ceremonia. (…) Soy un exhibicionista que rebusca febrilmente todos los días las columnas de los periódicos con la esperanza de encontrar su nombre en ellas”.
En El hombre con la cámara, podemos ver en varias tomas a Yelizaveta Svílova, responsable de la edición de la película, cuidando con detalle cada cuadro en una cinta que pasa entre sus dedos: Moscú ardiendo con tumultos de gente, las chimeneas industriales que despiden humo, el trabajo en las minas de carbón y en las fábricas, las playas de Odessa, el esplendor de los cuerpos en movimiento incesante. Los tranvías de ida y vuelta sobre los rieles en la misma toma.
Los espectadores que asistieron a la función se manifestaron seriamente interesados en las imágenes de las mujeres en la película, entrando en discusiones sobre la feminización o sexualización de su presencia. Hacia el final de la película, el trípode que sostiene la cámara se mueve sin la asistencia de la mano humana. La técnica de stop motion o animación logra plantear la metáfora de cierre: la cámara se libera del hombre.
Cineastas como el francés Jean-Luc Godard coinciden en considerar a esta película un hito del género documental. Las imágenes son rebeliones contra la masa, contra el hacinamiento, contra el orden del sistema. Las secuencias de la cotidianidad en la ciudad fluyen como una gran alegoría de la presencia humana en la tierra.
De todas las formas que hemos inventado para marcar, registrar, olvidar o hacer memoria, ¿qué sustancias combinan el celuloide, el movimiento en el paisaje y la oscuridad atravesada en un cuarto de proyección? Siempre he sentido que hay en este encierro una voluntad de sorpresa, entrega termoestética para mirar más en la oscuridad. Es una habilidad devenida de nuestra adaptación evolutiva a la variación de la luz. Queremos ver en la oscuridad. Y el cine continua provocándonos entrar en ella.
Una observación: El film de Eisenstein que mencionan se llama El acorazado Potemkin y no La escalera de Odesa, que es el nombre de la secuencia más famosa de esta película.
¡Buen artículo!