Por Anaís Madrid
Asco. Nombre masculino. 1 Sensación física de desagrado que produce el olor, sabor o visión de algo y que puede llegar a provocar vómito. 2. Sensación de desagrado que produce alguien o algo y que impulsa a rechazarlo. 3. (según Edgardo Vega) sensación provocada por el país que lo vio nacer.
Dice Roberto Bolaño que una de las virtudes de El asco (1997), de Horacio Castellanos Moya, es que es un libro insoportable para los nacionalistas. “Su humor ácido, similar a una película de Buster Keaton y a una bomba de relojería, amenaza la estabilidad hormonal de los imbéciles, quienes al leerlo sienten el irrefrenable deseo de colgar en la plaza pública al autor”.
El asco es un vómito de casi 140 páginas que responden al monólogo de Edgardo Vega, un salvadoreño que regresa a su país después de un exilio voluntario de 18 años, para sentarse en un bar con su viejo amigo de la juventud, Moya, y decirle todo lo que ha visto y ha sentido en su tierra natal. Vega no solamente vomita pesimismo, inconformidad y rechazo a El Salvador, sino que también se las ingenia para denigrar y ridiculizar al que se cruce en su espeluznante travesía. Tiene mucho que decir incluso de su familia.
ADVERTENCIA
Edgardo Vega, el personaje central de este retrato, existe: reside en Montreal bajo un nombre distinto -un nombre sajón que tampoco es Thomas Bernhard. Me comunicó sus opiniones seguramente con mayor énfasis y descarno del que contienen en este texto. Quise suavizar aquellos puntos de vista que hubieran escandalizado a ciertos lectores.
Si el asco es esa sensación de desagrado y pestilencia, que nos obliga a apartarnos de aquello que no nos gusta y que se convierte en algo tan insoportable que nos provoca fuertes contracciones en el estómago que hacen que el contenido suba por el esófago y salga por la boca, lo de Vega hace mucho que dejó de ser sensación y se convirtió en sentimiento. Pero el libro no podría llamarse El odio, tampoco El resentimiento. Vega es un personaje que no se sostiene en lo que dice, sino en cómo lo dice. En este texto Castellanos Moya es, sobre todo, un adjetivador profesional. La novela pasa demasiado rápido y es muy difícil interrumpir la lectura porque el corpus narrativo es un paseo por la gastronomía, las playas, las universidades, los bancos, la música, la política, la gente salvadoreña. Los cambios de temas son casi imperceptibles ya que todos están sumidos en la misma cultura. Las únicas marcas que dan respiro al relato son los repetidísimos me dijo Vega, las únicas palabras que esboza Moya (el oyente pasivo que parece una esponja que absorbe toda la barbarie).
Las líneas dedicadas a las pupusas (el tramo que más indigna a los lectores nacionalistas) dan cuenta de la astucia narrativa de una sensación hecha sentimiento:
…y se las ingeniaron para llevarme a comer pupusas al Parque Balboa, ni más ni menos que a comer esas horribles tortillas grasosas rellenas de chicharrón que la gente llama pupusas, como si esas pupusas me produjeran a mí algo más que diarrea, como si yo pudiera disfrutar semejante comida grasosa y diarreica, como si a mí me gustara tener en la boca ese saber verdaderamente asqueroso que tienen las pupusas, Moya, nada más grasoso y dañino que las pupusas, nada más sucio y perjudicial para el estómago que las pupusas me dijo Vega. Solo el hambre y la estupidez congénitas pueden explicar que a estos seres humanos les guste comer con semejante fruición algo tan repugnante como las pupusas…
Algunos críticos han señalado que El asco es el camino hacia el desencanto, “el sentimiento desencantado de la realidad es producto de la transformación social que tiene su origen en la pérdida de los ideales revolucionarios en Centroamérica”. La voz de Vega está profundamente atravesada por la decepción. Su discurso está sumido en el deseo del que regresa después de casi veinte años a su tierra y quiere encontrar todo tal y como lo dejó. Pero Vega regresa de Montreal y encuentra a sus ídolos caídos y no le queda más que hurgar en la realidad. Es como si se detuviera a buscar microorganismos infecciosos en todo lo que toca (y de hecho los encuentra).
Castellanos Moya cuenta que los admiradores de este libro le han solicitado escribir El asco sobre sus respectivos países. Pero con El asco salvadoreño ha cumplido su misión: escribir “como un ejercicio de estilo en el que pretendía imitar al escritor austriaco Thomas Bernhard, tanto en su prosa, basada en la cadencia y la repetición, como en su temática, que contiene una crítica acerba a Austria y su cultura”. También reconoce que el libro despertó el odio de las personas que jamás imaginó. Seguramente, porque los lectores no emprenden el camino con el humor que deberían.
El Thomas Bernhard que promete el subtítulo del libro aparece en la historia solo una vez:
El peor susto de mi vida, Moya. Incluso durante el trayecto en el taxi me la pasé aferrado a mi pasaporte canadiense, hojeándolo, constatando que ese de la foto era yo, Thomas Bernhard, un ciudadano canadiense nacido hace treinta y ocho años en una ciudad mugrosa llamada San Salvador. Porque esto no te lo había contado, Moya: no solo cambié de nacionalidad sino también de nombre, me dijo Vega. Allá no me llamo Edgardo Vega, Moya, un nombre por lo demás horrible, un nombre que para mí únicamente evoca al barrio La Vega, un barrio execrable en el cual me asaltaron en mi adolescencia, un barrio viejo que quién sabe si aún exista. Mi nombre es Thomas Bernhard, me dijo Vega, un nombre que tomé de un escritor austriaco al que admiro y que seguramente ni vos ni los demás simuladores de esta infame provincia conocen.
Poco importa que Edgardo Vega haya tomado un nombre austriaco. Lo que verdaderamente interesa es el Thomas Bernhard del subtítulo porque advierte la posibilidad de anti discurso sin abrir el libro todavía. Aquí, el ejercicio creativo de Castellanos Moya se ensaña en la desmitificación de lo centroamericano. Como lo señala él mismo, es una “crítica demoledora de la cultura nacional”, una renuncia a ser salvadoreño para desmitificar la identidad.
Como dice Bolaño, quizás El asco es el mejor libro de Castellanos Moya. No precisamente por su temática; en su primera novela La diáspora (1989), ya habló sobre la izquierda revolucionaria salvadoreña que sin llegar a ser “bernhariano” denuncia las razones por las que se salen los exmilitantes de izquierda del país durante la guerra. Pero sí por la voz audaz y pestilente de Vega.