Por Juan Carlos Cabezas / Para La Barra Espaciadora
Jaime Chugchilán nació como líder el día que aceptó la presidencia de la Microempresa Asociativa Estibadores-tricicleros y Cuidadores Atahualpa. A sus treinta y cinco años, el antes cargador, triciclero de mercado, betunero y pintor es ahora un exitoso abogado que rechaza ofertas de tres organizaciones políticas para buscar una concejalía.
Un triciclero es un centauro de la pobreza. Alguien que explota al máximo los músculos y tendones de las piernas para mover una estructura de fierro de tres llantas y recibir, con mucha suerte, 30 dólares al día. El armatoste está equipado con una canasta en la parte delantera para mover hasta treinta quintales de papas. Si pusiera una cantidad mayor, el precario vehículo se clavaría de nariz en el piso.
Por el volumen de las transacciones, el mercado mayorista de Quito es el hábitat ideal para estos centauros. Allí trabajan al menos 300, quienes además de estar organizados en asociaciones, lucen uniformes y cuentan con parqueaderos y talleres.
La organización que preside Chugchilán es la más grande con 110 tricicleros, 12 cuidadores y 100 estibadores. Es la única, además, con plan de vivienda y programas de relación con la comunidad como la tradicional carrera de triciclos que parte del mercado y recorre los barrios del sur de la ciudad. Jaime le dio institucionalidad jurídica a la asociación para así frenar los abusos de los dueños de camionetas y clientes. Desde ese momento se convirtió en el traductor de los intereses de “su gente”. Alguien que reclama en un perfecto español por el cumplimiento de los derechos laborales para luego reproducir en kichwa los acuerdos alcanzados.
Estamos en la notaría cuarta, en pleno centro de Quito. Chugchilán ha llegado temprano y después de saludar a la secretaria se ha acomodado en un sillón de la sala de espera. Él representa, en estos momentos, a treinta y siete socios interesados en la compra de terrenos en la ciudadela Ibarra, al sur de la ciudad. La negociación sobrepasa los 300 000 dólares. Al cabo de unos minutos le informan de que su ex jefe, el notario Miguel Vaca, no abrirá esta semana por que está en un curso del Consejo de la Judicatura. Resignado, Chugchilán me invita a desayunar, con la promesa de contar su historia. La primera escena lo muestra durmiendo a la intemperie en el mercado de San Roque…
En 1982, el fenómeno de El Niño resultó devastador. En todo el callejón interandino se desató una cruenta sequía que duró seis meses y expulsó a Jaime y a su familia de la serrana provincia de Cotopaxi. En Quito, recuerda Jaime, no tenían dinero, casa ni amigos. La familia se la pasaba merodeando en los exteriores del antiguo mercado de San Roque. Cerca de las 10 de la noche, la actividad se iniciaba con el arribo de camiones cargados de papas, zanahorias, remolachas, verdes, yucas, tomates y lechugas provenientes de la costa y la amazonia. Los adultos, incluido su padre, se colocaban sobre la frente la atamba, una larga correa de cuero que se extiende hasta la espalda a manera de arnés. Una vez colocada la pieza es un punto de apoyo, desde el cual, como dijo el sabio Arquímedes, es posible mover al mundo. Estos hércules nativos utilizan una técnica ancestral para levantar grandes pesos. Equilibrada la carga en la parte posterior del cuerpo dan menudos y sucesivos pasos hasta conferirle ritmo a la tarea. Ese caminadito fue popularizado por los indígenas encargados de trasladar pesadas cargas de agua por la ciudad durante la colonia. Cerca de las 11 de la noche, su madre, Ángela, su hermano Ricardo, de cinco años, y él, de tan solo tres, se “acomodaban” sobre cartones de frutas en una acera; “los quintales eran nuestras cobijas -cuenta-, debíamos hundir brazos y piernas debajo de los sacos de yute para recibir calor: amanecíamos aplastados de frío, tierra y papas”.
Así pasó un año, hasta cuando por fin la familia pudo contar con el dinero suficiente para alquilar un cuarto en las inmediaciones del mercado. Poco después, ambos hermanos se dedicaron a lustrar zapatos en el interior de Mercado Mayorista. “Mi padre nunca quiso que estudiara, sin embargo tuve suerte y con apoyo de la jefa de mi padre ingresé a la secundaria en el colegio Emilio Uzcátegui», y terminó los estudios hasta el bachillerato. Jaime se sumerge en los recuerdos de cuando recibía castigos en casa por no ir a clases o tras alguna mala calificación. “Debía esconderme debajo de la cama para que mi papá no me alcanzara con el cabestro que pasaba zumbándome, una y otra vez, la cara y el pelo”. A los 13 años, siguiendo una tradición de su pueblo, empezó a pintar cuadros de Tigua, también en contra de los deseos de su padre, que escondía los colores y los pinceles. Pronto, y gracias a la venta de esas escenas bucólicas de la serranía ecuatoriana, entró a la Universidad Central.
Su trabajo artístico como pintor de Tigua recibió el respaldo de varias fundaciones europeas que no solo adquirieron sus cuadros a excelente precio, sino que lo enviaron a estudiar y a conocer los museos más grandes de Alemania, Francia, Italia, España, Bélgica, Polonia, Austria, etc.
La pintura de Tigua se inició en los años 70, en el seno de la familia Toaquiza, una de las más reconocidas de la comunidad. Ante la demanda de intermediarios locales y turistas extranjeros, otros indígenas aprendieron a pintar y a vender sus cuadros hechos en piel de borrego y coloreados con anilina vegetal. Esta pintura calificada como naif, por su innovadora perspectiva y recursos cromáticos, pronto se volvió una actividad permanente, sin embargo no detuvo la migración interna hacia provincias como Los Ríos y Pichincha. En las capitales de provincia algunas familias indígenas siguieron creando; en Quito, por ejemplo, se han organizado para exhibir sus obras en la galería al aire libre del parque El Ejido. Un cuadro cuesta entre 20 y 30 dólares. En Europa, dependiendo del tamaño y la autoría, llegan a los 1000 euros.
Jaime reconoce que ya no pinta con asiduidad, pero su hermano menor Raúl es un artista residente en Alemania que constantemente organiza exposiciones.
La bestia con modorra
A las nueve de la mañana, el Mercado Mayorista es un reptil trasnochado. Entre el piso húmedo por la lluvia y el aceite de los vehículos flotan las papas y coles damnificadas de los costales, periódicos idénticos a los mugrosos pelícanos de los derrames petroleros y una terca masa negra que se queda a vivir en los zapatos.
El “espectáculo” del arribo de los camiones y los cargadores terminó a las 05h00, de ahí que ahora la actividad sea casi nula. Unos pocos viandantes cruzan con sus compras desbordando fundas y canastas. Caminan en puntas de pie, haciendo eses sobre el piso, como para no alterar el letargo del monstruo que hiede a bacalao y Cuaresma.
Los cargadores son los halcones peregrinos de esta “selva”. Pasan raudos de un lado al otro compitiendo por un flete. Son tantos que, al arribo de un camión, un grupo se queda merodeando en plena acechanza.
Al final de “la zona de las verduras” se encuentran los talleres de la Asociación de tricicleros y estibadores Atahualpa. Jaime no ha llegado aún, pues asiste a una diligencia legal, me dice su padre, quien apenas me ha mirado. Me lleva a su oficina, un espacio pequeño en el que apenas cabe una persona de pie. La televisión está encendida al igual que el DVD, aunque no corre ninguna película. Desde el año 90 que trabaja aquí y lleva a cabo la misma rutina. Entre la una y las cinco de la mañana organiza las actividades de los miembros de la asociación.
A sus 59 años, dice no haber sufrido accidentes mayores por sus más de tres décadas como estibador. Lo que sí resiente es el frío y el hombre se queja de que cada vez sean más heladas las madrugadas. Sacude sus manos y las esconde en los bolsillos de su chaqueta. “Los mejores triciclos son los comprados en Quevedo, esos sí que tienen buenos acabados, a diferencia de los construidos en las mecánicas de la capital”, dice, como si me confiara un secreto de Estado.
Tigua es un barrio del sur
Para llegar a la parroquia de Tigua no es necesario viajar 100 kilómetros al sur de Quito. Basta con visitar la ciudadela Ibarra, a menos de 30 minutos del Mercado Mayorista. Jaime me ha traído hasta aquí, a las faldas suroccidentales del volcán Pichincha.
Quito parece una colosal diadema de plata que adorna lomas y quebradas. A mi alrededor están las viviendas de los miembros de la asociación de tricicleros. Son casas de dos o tres pisos de cemento y bloque, protegidas por perros que, liberados, se vuelven brutales pastores de ovejas. Los pinos comparten su infancia con unas enclenques plantas de maíz; la niebla repta al ras de los sembríos; alguien silba, suenan unos balidos.
Jaime, ¿por qué rechazó las ofertas para lanzarse a la concejalía? -le pregunto, desde un montículo de tierra y césped al que me ha invitado a subir. Él me habla de su visión para mejorar la vida en la ciudad, toma aire y suelta sus soluciones, se necesitan ordenanzas que favorezcan la inclusión en «los distintos Quitos” que conviven en el Distrito Metropolitano, dice, determinante. Pienso entonces en fiestas como los Inti Raymis de barrios como la Argelia, Llano Chico o Cotocollao, celebraciones ancestrales nacidas en la ruralidad, ahora recolocadas en el corazón de la urbe… “Bueno, para cuando sea Alcalde”. Busco un esfero o un lápiz con el que anotar la escena, pero el aguacero me obliga a escapar hacia el vientre de esa ciudad señorial que, preñada de frío y belleza, se acuna entre las nubes.