Por Natalia Rivas / @Natyri7

El reciente libro del escritor peruano Fernando Iwasaki, El Cóndor de Père-Lachaise, publicado en Ecuador por la editorial El Conejo, es una antología que reúne ocho de sus mejores historias escritas en distintos momentos. Estos relatos, que se caracterizan por el sutil sarcasmo, la originalidad y reflexión, se compilan bajo un título inspirado en su relación con nuestro país.

En el prólogo, Iwasaki describe su encuentro con el cóndor del escudo ecuatoriano en una tumba del siglo XIX, que pertenecía a un adolescente, cuyos restos reposan en el cementerio de Père Lachaise, en París, al igual que los de personajes famosos como Proust, Balzac o Jim Morrison.

El autor hilvana este estrambótico evento con sus recuerdos de niñez y con la nostalgia por la figura de su abuela guayaquileña y lo convierte en la pieza más importante de la publicación.  

Horas previas a la presentación del libro, en la librería Rayuela, de Quito, La Barra Espaciadora conversó con este puntal de la literatura latinoamericana contemporánea sobre su formación, lo que representa el humor en su obra y otras curiosidades.

En el prólogo de El Cóndor de Père-Lachaise hablas de tu relación con Ecuador, de tu abuela guayaquileña, del cóndor sobre la lápida, pero, ¿cómo surge la idea de publicarlo?

A mí me encanta recorrer los cementerios, tengo esta cosa necrófila literaria: me gusta pasearme por un cementerio importante del mundo y buscar a los escritores enterrados ahí. He ido a buscar a Olmedo, a Guayaquil; a Cortázar y a Vallejo en el Montparnasse; a Oscar Wilde, a Proust en Père-Lachaise, a Marx, en el Highgate, en Londres… Hay escritores maravillosos que están enterrados en lugares diversos. Borges en Ginebra, Nabókov y Joyce, en Suiza. Es mi fetichismo literario. Paseando por el Père-Lachaise, en París, me pareció ver un cóndor. Me acerqué y, efectivamente, era el escudo del Ecuador, en una tumba bella, porque es un cementerio muy antiguo, donde la gente con dinero construía los mausoleos. Como son tumbas del siglo XIX ya ninguna tiene ni una flor. Nadie va a llorar por esos muertos, ni a darles el más mínimo homenaje. El niño ecuatoriano, que estaba enterrado ahí, murió a los 16 años. Probablemente, para su familia acomodada fue una tragedia. Cien años más tarde es un huérfano más del cementerio. Yo, que en ese momento también era padre de adolescentes, sentí que lo que me unía a ese joven era el hecho de que podía haber sido un hijo mío. Además, mi abuela era ecuatoriana, y existe un monedero que conservo en mi casa de Sevilla con el escudo del Ecuador. Todo eso me inspiró una historia. Y, cuando El Conejo me propuso hacer esta antología, en el 2017, decidí que tenía que aceptarla para poder escribir ese relato en el prólogo. Para mí ese es el texto más importante de este librito, porque hablar de ese cóndor, del escudo, del niño, de mi abuela y del Ecuador era todo lo mismo.

En repetidas ocasiones has declarado que te consideras más un novelista que un historiador y más escritor que novelista. Sin embargo, ¿cómo ha influido tu formación de historiador en tu literatura?

Ha influido mucho. Creo que la carrera que estudias funciona como un sistema operativo, como si fuese un Windows, por ejemplo. Estoy haciendo una especie de metáfora digital acorde a los tiempos que corren. Con ese sistema operativo de historiador, de pronto, descubres que quieres que la vocación literaria siga creciendo. Y, por lo tanto, utilizas los recursos que te ha dado la formación –en su vertiente metodológica, teórica, de rigor de investigación– y lo vuelcas en el trabajo creativo. El historiador también escribe. Y, aquí viene una cuestión que me parece muy importante: la prosa del académico, del profesor universitario, del investigador, es una prosa a la que no siempre le exigimos que tenga una ambición literaria, a la que no siempre le pedimos que nos hechice, que nos seduzca. Yo procuro que mis publicaciones de historia estén impregnadas del deseo de que la escritura sea lo más literaria posible. Por eso me siento más novelista que historiador, pero al mismo tiempo me siento más escritor que novelista, porque un escritor no solo se dedica a las novelas, también debe redactar ensayos, crónicas, artículos, columnas… Por lo tanto, la diversidad de registros tiene que ser muy amplia. Para mí, un escritor tiene que serlo hasta para escribir un WhatsApp. Si de alguna manera la escritura es tu medio de expresión más poderoso, no puedes dejar de lado el humilde mensaje de texto de celular: debes poner las comas vocativas, las tildes, desarrollar las ideas, esbozar algo que se parezca más a un verso… Es lo que pienso que debe hacer alguien que vive o quiere vivir de la escritura.

¿Siempre quisiste ser historiador?

No. Me hubiera gustado ser músico. Pero nací en una época en la que mis padres, probablemente por protección o prejuicio –las dos valen–, creían que si no era un profesional graduado en la universidad de una carrera importante (léase economía, derecho, ingeniería) no tendría futuro. Cuando le dije a mi padre que quería ser historiador pensó que era un hoobie, aunque es una carrera muy digna y seria. Aparte de que la música no era del agrado de mis padres, yo fui cobarde. Me hubiera gustado estudiar Literatura, no para ser un investigador de Filología, sino para escribir… Me hubiera gustado estudiar Artes plásticas, para ser pintor, escultor… y tampoco tuve ese valor. Me hubiera gustado ser etólogo, que es esta carrera que consiste en estudiar la vida de los animales en libertad, pero en los años 70 lo único que había era veterinaria. Veía los documentales de National Geographic y había hombres y mujeres que iban detrás de los kudús, de los leopardos. Quería ser como ellos, pero no existía esa carrera en el Perú, ni en muchos países latinoamericanos. Me volví voluntario de los zoológicos en Lima para tratar de hacer algo que se pareciera a esa vocación. Al final, elegí la carrera de Historia porque me pareció que era transversal, que podía, siendo historiador, atender estas otras vocaciones: podía ser historiador del arte, de la música, del medio ambiente y, al mismo tiempo, escribir un cuento o ser lector de ficciones históricas.

El Cóndor de Père-Lachaise
Foto: Diego Cazar Baquero.

Eso también te llevó a la docencia…

La docencia fue algo a lo que empecé a dedicarme tempranamente. Como a mi papá no le gustaba la idea de que estudiara Historia –él hubiera querido que escogiera Derecho o que fuera diplomático, carreras muy respetables, pero, personalmente, ni me considero muy diplomático, ni creo que todo lo legal sea justo– me dijo que me pagara la carrera. Para poder costearla tuve que empezar a buscar trabajo. Me presenté en una Academia de Matemáticas y les propuse que me permitieran asistir a las cátedras de razonamiento numérico y geometría y me comprometía a enseñarles gramática a los alumnos, que eran todos científicos. No se esperaban este ofrecimiento, terminé dando clases de Historia también. Y así fue como compensé mi debilidad matemática para el examen de ingreso a la universidad. En mi primer año de estudiante universitario, continué trabajando en esa Academia pero cobrando. Tenía 17 años. No había cumplido un año en la universidad y, de pronto, me contrataron en otra Academia que era mucho más potente. Felizmente me pude pagar mis estudios y permitirme uno que otro capricho que casi siempre era literario. Me compraba muchos libros…

Eras profesor de chicos de tu edad, como en el relato de Mírame cuando te ame

Absolutamente. Esa es una especie de relato basado en la experiencia de esos años en los que mis estudiantes tenían mi edad o, incluso, eran mayores. Trataba con las madres de los estudiantes y también con las alumnas. Pero cuando tú tienes 18, las chicas de la misma edad ni te miran. Las chicas están pensando en los de 25, con gran criterio y madurez.

Para ti el humor es una forma de estar en el mundo, ¿cómo llegaste a ella para narrar, después de estudiar una carrera que se considera “seria”?

Como historiador trato de enfrentarme a temas que, muchas veces, mis colegas en los años 70 y principio de los 80 ni se les ocurría trabajar. Hoy es normal que se estudie los alucinógenos y la iconografía precolombina. Pero, cuando me acerqué a esos temas, en el año 84, mis profesores o compañeros de universidad me veían con asombro. Esa es una mirada que forma parte de tu manera de ver el mundo. Yo no era solo un historiador que leía documentos antiguos. Era lector de Borges, Cortázar, Cabrera Infante, Chesterton, Ítalo Calvino… A mí me interesaban temas que a mis compañeros les parecían sui generis y, algunas veces, frívolos. He tratado de ser alguien que busca la originalidad. En la Literatura, lo primero que empecé a escribir de ficción mezclaba lo histórico con lo literario, cosa que también a mis compañeros les parecía temerario. ¿Cómo es que escribes un cuento donde el protagonista es un profesor que estudia la relación entre el arte precolombino y los alucinógenos, y, además, los consume? Les parecía una frivolidad. Pero yo leía a Umberto Eco y él hacía eso. Hoy en día, nadie duda de la seriedad de Eco, que era un hombre que, además, se divertía. Por lo tanto, existe el humor y la capacidad de divertirse. A mí, la Historia me ha parecido siempre un campo apasionante, pero que si queremos que los chicos disfruten de él, tenemos que convertirla en algo entretenido, y que, a su vez, le proporcione placer al que lee. En la Literatura sí me interesa dar un paso más allá y ocuparme de asuntos que para la mayoría de personas son muy solemnes, serios, intensos y profundos, pero que si le pones el cristal del humor por delante se los puede de ver de otra manera. 

El Cóndor de Père-Lachaise
Foto: Diego Cazar Baquero.

Y que los vuelve, de alguna manera, más digeribles, pero no menos inocentes…

Sí, y, además, la mirada de un tema de toda la vida pero que se transforma. Por ejemplo, hoy los chicos no leerían Romeo y Julieta porque está ambientado en la Edad Media, dos familias italianas, en Verona, se odian. Pero los chicos leen Crespúsculo. Él es vampiro y ella no. Es la misma historia pero con otra mirada. Y, por supuesto, tienen que ser adolescentes, porque solo los adolescentes que se aman y no pueden estar juntos hacen locuras. Si Romeo y Julieta, que en la obra de Shakespeare tienen 14 y 16 años, hubieran tenido 45 y 54, estaría justificado que se maten, porque no puede ser que a esa edad sufran por esas cosas. Te tienes que tomar la vida de otra manera. Shakespeare creó dos personajes adolescentes y, además, los hizo italianos porque él era inglés. Los ingleses son superaburridos, salvo los Beatles o Mick Jagger, pero nadie en Inglaterra se va a creer que un inglés se atreva a matarse por una decepción amorosa de esa naturaleza.

Para ti, ¿qué relación tiene el humor con el erotismo?

El erotismo es una realidad. Cuando el erotismo es algo muy vulgar, directo o explícito, casi es pornografía. Como decía muy bien el director de cine Luis García Berlanga: el erotismo es el condón de la pornografía. Esta es una metáfora muy poderosa. El erotismo es capaz de darle una dignidad al porno que no la va a tener jamás. El lector de literatura erótica tiene que ser también sofisticado, exquisito. Y, si quieres escribir literatura erótica, debes diseminar ese tipo de señales para que ese lector las localice y disfrute con ellas.  Ahora, la literatura erótica es otra cosa. A veces, los lectores lo que buscan es la escena completamente explícita. Pienso que eso tiene pocos retos. Narrar un intercambio de fluidos no necesita mucho arte. El erotismo es la sugerencia, lo otro es la evidencia. Yo apuesto por la sugerencia y creo que el humor es muy bueno para sugerir, también la poesía. Pero en mi caso no estoy haciendo poesía, estoy haciendo narrativa y acudo a ese registro. Luis García Berlanga también sostenía que el humor no estaba en lo erótico y yo replicaba diciéndole que sí. Por ejemplo, los amantes, las parejas, cuando se aman, se ponen unos apodos horrorosos. El vocabulario de los amantes es absolutamente ridículo: mi marcianita, mi ‘terminator’, y es una cosa que funciona entre los dos. ¡Donde se enteren en tu trabajo que eres “la marcianita” o “el terminator” se ríen! Eso es lo que a mí me interesa en la literatura erótica que escribo: que el narrador sea como una cámara escondida que persigue a estos amantes huachafos, cursis, empalagosos y ridículos.

Después de leer los cuentos de El libro del mal amor o Helarte de amar, hay una sensación de fracaso permanente en el campo del amor. ¿Es el humor una estrategia para sobrellevar temas complicados de la vida?

Mira, en España, soy hincha de un equipo que no es ni el Real Madrid, ni el Atlético, ni el Barcelona. A mí me parece que es de mal gusto ser hincha de esos tres. Porque esos tres lo ganan todo. Uno, que ha nacido en un país donde el fracaso futbolístico es una cosa más o menos normal, tiene que hacerse hincha de un equipo que dialogue con el fracaso. Mi equipo es el Betis, en el que, por cierto, jugaba un futbolista ecuatoriano: Jefferson Montero. Sostengo que ser hincha del Betis te inmuniza contra las terapias de autoayuda porque ser hincha del Betis es terapéutico. Eso apliquémoslo al amor: creo que no hay nada más antipático que uno que está triunfando y consiguiendo lo que quiere. Me parece que en la vida sentimental lo que abunda es el fracaso, además el fracaso cómico, que es lo que yo quiero destacar. Es verdad que hay gente que se deprime tanto que hasta se suicida porque le va mal en el amor. Lo que hay que hacer es reírse. Ese novio que te dejó porque se fue con “no sé quién”; a esa “no sé quién” hay que mandarle una canasta en Navidad todos los años porque se llevó a ese sujeto para siempre. Hay que estar agradecida con esa compañera. Es mejor ver la vida de esa manera.

Existen recursos del humor, como el doble sentido –recurrente en tu escritura– que se le atribuye mucho a las culturas latinoamericanas. Como peruano que ha vivido en Europa por muchos años, ¿crees que es algo propio de nuestros pueblos?

Sí, el doble sentido es muy latino pero sobre todo hispánico. Es decir, un francés y un italiano pueden jugar con el sentido. Un español, también puede, sobre todo en Andalucía es muy común, y en Cádiz, que parece La Habana. Pero el latinoamericano es el que más disfruta de jugar con el doble sentido. En México, incluso, tienen lo que se llama los albures, una cosa extraordinaria. Pienso que para nosotros el doble sentido es una expresión artística.

El Cóndor de Père-Lachaise
Foto: Diego Cazar Baquero.

En muchos de tus relatos en El Cóndor de Père-Lachaise y otros, en el plano amoroso, son las mujeres las que tienen la iniciativa, las que deciden, las que guían y las que enseñan. ¿Hay alguna intencionalidad en esto?

Esa es mi comprobación empírica de la realidad. A mí no me ha ocurrido otra cosa más que eso. Creo que he tenido la fortuna de conocer mujeres con una gran personalidad, no porque me hayan hecho a mí todo lo que yo escribo, sino porque existe la idea de que la mujer es más débil o que tiene una especie de personalidad secundaria. Las mujeres cuando son brillantes, inteligentes, divertidas, hacen todo eso. Y creo que tener ese punto de vista presente a la hora de escribir es hacerles justicia.

Quizás –aunque no sea intencional– ayuda, justamente, a no reforzar estereotipos.

Sí, por ejemplo, mi madre, mi abuela, mi bisabuela, fueron mujeres con mucho sentido del humor, con una gran personalidad, con un espíritu transgresor –mi abuela materna era guayaquileña–. García Márquez también hablaba así de las mujeres de su familia. Llegó a hablar sobre él como un niño que tuvo una infancia al cuidado de mujeres absolutamente poderosas. Esa casa de Macondo, de la familia Buendía, con mujeres como la Amaranta Úrsula. Para García Márquez era la idea de ese gobierno de las mujeres. Mujeres que les hacían creer a los José Acardios y a los Aurelianos que mandaban ellos y que eran los machos alfas. Y no, eran los ‘machos alfalfa’. Y ellas eran las que partían el bacalao.

Tu escritura está plagada de coloquialismos y referencias culturales, especialmente de Perú. ¿Es una forma de preservar la memoria o de evidenciar ciertos imaginarios?

Pueden ser ambas, pero sobre todo la primera. Soy un hispanohablante, latinoamericano, que vive en España. A mí me gusta, cuando hablo y escribo, que se note que soy latinoamericano. Es más, hoy me consta que si tú escribes un ecuatorianismo en tus artículos, en tu revista digital, hay un algoritmo que lo recoge y que le informa a la Real Academia que esa palabra está vigente. Por lo tanto, no la van a quitar del diccionario. Animaría a todos los que escriben en medios digitales a que usen palabras locales. Que la palabra llapingacho se escriba muchas veces, porque eso permitirá que siga viva, aunque los llapingachos solamente se coman en Ecuador.

Has dicho que tenías pendiente escribir sobre algo más personal o sentimental. ¿Lo estás haciendo ahora?

Sí. Sería una novela sobre mi abuelo paterno, que era japonés. Y, probablemente, se convierta en una novela sobre mi padre, porque a raíz de su muerte descubrí otras cosas de su infancia que no sabía y que complementan lo que deseo escribir sobre el abuelo. Antes debo terminar una novela que empecé en el 2006. No me planteo nunca la literatura como una carrera que te obliga a publicar un libro nuevo cada año. Me considero afortunado porque mi último libro de ficción salió en el 2009. Y, desde entonces, no he vuelto a publicar ficción. Pero, por ejemplo, ¡sale El Cóndor de Père-Lachaise, que son textos que ya he escrito! Esto es como cuando los rockeros envejecen y les sacan un disco que se llama The very best of… ¡Ya está! Este es un disco de rockero viejo.

Cóndor de Père-Lachaise
Foto: Diego Cazar Baquero.

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