Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
*Texto escrito para el lanzamiento de la segunda edición de Memorias de Andrés Chiliquinga, del autor Carlos Arcos Cabrera, en abril del 2014.
A Humboldt se le ocurrió decir una vez, allá entre los siglos XVIII y XIX, que “…los ecuatorianos son seres raros y únicos (porque) duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes, viven pobres en medio de incomparables riquezas y se alegran con música triste”. Han transcurrido más de doscientos años y todavía creemos que nuestra música es triste. No se lo preguntamos al ejecutante del pingullo, al cantor, al danzante o al tamborilero. Si hoy nos lo pregunta un extranjero, decimos que sí, que la música nacional es para ponerse a llorar. Esa mirada se ha vuelto parte de nuestro imaginario como nación y mucho tiene que ver que lo haya dicho este señor alemán que quizás creía que la música debía parecerse a Beethoven…
A Jorge Icaza, en plena modernidad, en medio del fervor por hacer de todo para que este pedazo de tierra llamado Ecuador se pareciera a una nación, como las avanzadas naciones europeas (como Francia, sobre todo), se le ocurrió ir a contracorriente escribiendo una novela que reflejara el sufrimiento de los indígenas huasipungueros, víctimas de la sociedad blanco-mestiza que los explotaba en sus haciendas y los humillaba tratándolos como a seres sin alma, buenos salvajes, animales o casi animales. O sea que a Icaza se le ocurrió darle diciendo al indio Andrés Chiliquinga lo que creyó que quería decir y cómo lo quería decir. Nadie les preguntó a los Chiliquingas de todo el Ecuador moderno si querían decirlo de otro modo o si de verdad querían decir eso. “Eran crueles las palabras del Icaza y no importaba si eran verdad o mentira, o las dos a la vez –dice el Chiliquinga de Arcos-. Verdad del maltrato, de la explotación, de los engaños del cura; mentira que fuéramos tan brutos como para matar a un compañero”.
Sin embargo, esa mirada de Icaza se convirtió en bandera y Huasipungo, traducida a más de 40 lenguas y con ventas escandalosas en el mundo, es la representación de la literatura ecuatoriana del siglo XX, solo porque el señor Icaza se creyó intérprete del indígena de su tiempo.
A Carlos Arcos Cabrera, casi al cumplirse los tres primeros lustros del siglo XXI, se le ocurrió desdoblarse. O, mejor dicho, desdoblar miradas para sacudirse los imaginarios como si se estuviera sacudiendo el polvo que queda en la ropa después de un buen revolcón de tiempo. Porque las Memorias de Andrés Chiliquinga suponen matar a los padres reales de una buena vez en el matadero de la ficción.
Esta novela es un valiente ejercicio de exposición por partida múltiple: está el novelista, el ensayista, el académico, el crítico literario, el mestizo Carlos Arcos Cabrera… Y todos ellos tienen la posibilidad de transitar por unos tiempos raros, tiempos otros: un indio imaginado que resucita solo en los sueños de otro indio que a su vez nace en las palabras escritas por un mestizo, ochenta años después, pero que se desdobla como su creador, ¿no es cosa de locos, de irracionales, o sea, de no europeos?
Carlos es un ferviente defensor de los diálogos interdisciplinarios aun cuando su tronco fundamental como estudioso haya sido la sociología. Su lucha es promover el diálogo entre las ciencias sociales y el mundo de la producción cultural y así lo ha demostrado con sus publicaciones y con su permanente indagación en el valor del ensayo como herramienta de análisis académico, pero como novelista es el que se permite renegar de su condición de académico para dar paso a la curiosidad del que aprendió a dejarse sorprender. Por eso sus Memorias de Andrés Chiliquinga son también una bofetada al acartonamiento de la academia (personificada en María Clara y en algunas de sus amigas) esa academia que, por querer nombrarlo todo, se vuelve un quiste que ya ni siquiera le estorba a nadie más que a sí misma.
El Andrés de Carlos se deja sorprender por la ponencia de Doris, una de sus compañeras en el encuentro al que es invitado, en Nueva York, y dice después: “Hablaba en difícil, en realidad, todos hablaban en difícil, era como si estuvieran discutiendo desde hace años, escarbando en las frases y usando palabras que solo ellos entendían” (p. 88). Lo dice como si hablara de un puñado de ridículos.
Desde hace años que nos comimos el cuento de Humboldt y nos dedicamos a hacer un montón de música triste para decir que somos más ecuatorianos. Mientras tanto, a la vuelta de la esquina se amanecían y se amanecen unos cuantos a punt’e sanjuanito, a punt’e bomba, a punt’e caderona, a punt’e tecnocumbia…
Desde hace años también nos comimos el cuento de Icaza y tuvo que venir un viajero del tiempo como Carlos para demostrarnos que el Andrés Chiliquinga de los años treinta solamente sufría de catalepsia y, como cuando un cataléptico se despierta en medio de su propio velatorio, salimos todos espantados porque siempre supimos que algo más quería decirnos, porque hay otras formas de ver, y por lo tanto, de escribir. A Carlos, el conjurar la resurrección de Andrés Chiliquinga parece haberle servido para hacer catarsis, para remover sus propias fibras, eso se nota tanto en estas generosas páginas. Después de leerlas, parecería que las voces de Andrés, del viejo Andrés resucitado, de María Clara y del mismo Carlos circundan nuestras cabezas y suenan.
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