Por Angélica Peñafiel Loaiza
“El mayor peligro es la pretensión de eliminar la complejidad, lo que podría llamarse la infantilización de la sociedad”.
Carlos Monsivais
En oscuros scriptoriums o en solitarias celdas de misteriosas abadías europeas de la Edad Media, algunos monjes se dedicaban a la decoración de las láminas reproducidas pausadamente por otros cenobitas que ocupaban su tiempo en la copia de manuscritos originales. Las pequeñas e intrincadas imágenes generalmente se ubicaban en los costados de las páginas o buscaban su nido en la primera letra del relato. Su uso, que parecería tener una razón meramente ornamental, fue pensado desde el inicio como un anzuelo a la curiosidad, un llamado de atención. Se presentía que la estética del dibujo representaba el lenguaje común, más que el texto escrito. A los religiosos que se ocupaban de esta labor se los llamaba iluminadores –designación muy reveladora, más aún en una época oscurantista–, sin embargo, su trabajo siempre estuvo supeditado al texto escrito.
En las últimas décadas del siglo XV, con el aparecimiento de la imprenta, el oficio de amanuenses e iluministas decayó enormemente, pero tanto textos como ilustraciones empezaron a circular en ámbitos más amplios de la población europea. Durante todo ese siglo, aparecieron obras denominadas Courtesy Books, destinadas a transmitir las buenas costumbres a través de texto e imagen. Por ejemplo, La Contenance de la table, publicación francesa que se ocupaba de enseñar a los niños las buenas maneras en la mesa. En el XVI, se propagaron los Primer Books, textos ilustrados con nociones religiosas, referencias a campos como la Matemática, el Lenguaje, las Ciencias Naturales, para la educación de los niños de temprana edad. Un siglo más tarde, los Chapbook o libros de cordel, impresos de pocas páginas con mucho material gráfico sobre diversas temáticas, se popularizaron entre la gente que encontraba en estos el único objeto de lectura, además de la Biblia.
En 1658, la aparición de Orbis, Sensualium Pictus, del filósofo y pedagogo checo Jan Amos Komensky (1592-1670), considerado el padre de la pedagogía moderna, transformó la mirada que se tenía sobre las ilustraciones en los libros de texto. Si bien se trataba de una enciclopedia ilustrada para niños, en latín, que explicaba actividades de los seres humanos y transmitía conocimientos básicos acerca de las cosas que rodeaban al niño, tal publicación causó gran impacto entre los educadores de su época, pues las imágenes transmitían conocimientos al igual que los textos, y no eran simples traducciones de la palabra.
Al generalizarse la alfabetización en Europa, durante el siglo XIX, no se consideró indispensable la presencia de ilustraciones para fines educativos, más bien se mantenían pocas únicamente para hacer al libro más atractivo. A la par, se desarrollaban las técnicas de impresión y, por lo tanto, las posibilidades plásticas y cromáticas de la ilustración. Por ejemplo, en el caso de la literatura infantil, este progreso no tuvo el mismo ritmo, ya que estaba bajo la supervisión pedagógica de los adultos; esto hizo que las imágenes se mantuvieran cerca de los cánones convencionales.
En primera instancia, el corte realista de los dibujos pretendía ilustrar un pasaje de la historia de manera que los niños pudieran comprender fácilmente. Y en segunda instancia, se centraban en lo que los pedagogos pensaban que debía ser mostrado, por ejemplo, para graficar un comportamiento moralmente aceptable; es decir, se representaba una realidad idealizada.
En general, la imagen ha sido utilizada, a lo largo de los siglos, como un elemento decorativo que ameniza la página, refuerza un mensaje escrito, o didáctico dirigido a la población analfabeta. En este sentido, la ilustración siempre ha tenido una finalidad comunicacional. No es extraño, entonces, que con el reconocimiento de la infancia como una etapa particular dentro del proceso de vida de una persona, en el siglo XIX, y el consecuente nacimiento de la literatura dedicada especialmente a este público, la imagen se considerara indisociable de este tipo de textos, pero dependiente de ellos.
Francisco Delgado Santos, en su libro Ecuador y su literatura infantil, cita al reconocido autor de libros infantiles, crítico de arte y lingüista ecuatoriano Hernán Rodríguez Castelo, quien sostiene que “las ilustraciones no pueden tenerse sino como un auxiliar muy secundario; casi un accidente que, ello no obstante puede ser, en sí, muy bello: desde Doré hasta Dalí han ilustrado el Quijote. Y para el niño actual —y peor para el joven, que ya no debiera necesitar este tipo de andaderas—, las ilustraciones pueden ser hasta un peligro y un estorbo en su carrera de lector”. Mientras que la investigadora cubana Alga Marina Elizagaray cree que “es poco todo lo que se diga respecto al valor de las ilustraciones en el libro infantil. El niño comprende, antes que ningún otro lenguaje, el de estas imágenes con sus bellas láminas a color o en blanco y negro, cuando estas son artísticas y al alcance de su sensibilidad”.
Actualmente, ya se propone que la imagen también entrena a los jóvenes lectores –y también a quien no esté familiarizado con este tipo de libro, independientemente de su edad– para otra forma de lectura que nada tiene que ver con el texto.
Hasta hace poco, antes del aparecimiento de la heptalogía de Harry Potter, novelas de texto corrido, aún se mantenía de manera incuestionable esta práctica, pero después del gran éxito de ventas de la serie inglesa, se empezó a discutir si este recurso “infantilizaba” la propuesta de las obras. Para el experto en ilustración de libros infantiles Martín Salisbury, “ningún texto de imaginación debería ‘necesitar’ que lo ilustren. La función de las imágenes no es repetir ni aclarar las palabras. Sin embargo, las imágenes pueden enriquecer la experiencia del lector y estimular la sensibilidad visual”.
Es entonces cuando la ilustración, como vehículo comunicacional, independiente del texto, se pone sobre la mesa, y la denominación de iluminadores atribuida a quienes se dedican a este arte recobra sentido y alumbra el significado de su labor.
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En Ecuador, parecería que aquella luz llega retrasada. Apenas en la década de los noventa, las pocas casas editoriales –más de la mitad de ellas sucursales de extranjeras– que se habían ocupado hasta ese entonces de importar obras, empiezan a publicar literatura local enfocada a la niñez, un enorme paso para la precaria industria editorial local. Tal emprendimiento supuso la semiprofesionalización, sobre la marcha, de autores, editores e ilustradores, a falta de carreras universitarias especializadas en estas disciplinas y, en general, de pobre tradición. Las editoriales funcionaron como primeras escuelas para estas ocupaciones. Sin embargo, después de varios lustros, no todos los actores del proceso editorial parecerían haberse desarrollado a la par y las cosas podrían haberse estancado, a pesar de que se siga hablando del boom de la literatura infantil y juvenil en el país.
En el demoroso proceso de afianzamiento de la industria editorial en Ecuador, productos como el libro en el que predomina la ilustración son casi inexistentes. La producción anual se centra, en su mayoría, en la publicación de cuentos y novelas con contadas imágenes y con mucho texto. La cantidad de elementos gráficos y de texto depende, generalmente, de la edad para la que haya sido clasificada la obra, práctica usual en las casas editoriales que encuentran en escuelas y colegios su primer y más rentable nicho de mercado.
Existen varias razones para no editar libros distintos a estos en el país: poca oferta y demanda del producto —es difícil precisar si lo primero es consecuencia de lo segundo o viceversa—; pocos proyectos para la publicación de literatura, los cuales cuentan con bajísimo presupuesto; y, por último, desconocimiento de las características expresivas únicas de este tipo de obras. Quizás este escenario cobre sentido si se recuerda que el nivel de lectoría en Ecuador es de medio libro al año y que ningún grupo etario en el Ecuador lee por placer o por superación personal.
A pesar de tener la mayoría de componentes en contra, la ilustración acaso sea la rama que sobresale en el proceso editorial ecuatoriano, siendo, curiosamente, a la que se presta menos atención a la hora de publicar literatura. Quizás una de las razones para su rápido y sostenido desarrollo sea su íntimo parentesco con las artes plásticas, que cuentan con una vasta historia y con grandes exponentes en el país.
La estudiosa Teresa Colomer, partiendo de que la tendencia contemporánea valora de igual manera el texto y la imagen, y las considera mutuamente necesarias, cree que “texto e imagen se reparten (…) informaciones complementarias que el lector debe fusionar o, incluso, juegan a contraponer mensajes contradictorios que el lector debe armonizar en un nuevo significado”. El tiempo transcurrido dedicado a perfeccionar de manera autodidacta este quehacer y la reciente especialización de los ilustradores en esta profesión han encendido una luminaria en el panorama editorial, aunque aún falta un largo trecho para que las demás piezas engranen del todo.
A finales del 2014, el colectivo Deidayvuelta empezó a trabajar “a favor de la producción de libros ilustrados de calidad, difusión de estas obras en espacios no convencionales y construcción de público infantil, juvenil y adulto interesado en la dimensión estética del libro”, para lo cual emplea “distintas estrategias como una línea editorial, proyectos de lectura en voz alta y talleres de ilustración”. Hasta el momento, ha lanzado tres libros con predominancia en la ilustración: Mestre Wilson, de Marco Chamorro; Vueltas por el universo, de Roger Ycaza, y Único en su especie, de Santiago González. Ha impartido talleres de dibujo dedicados a niños; talleres de mediación para la lectura con Liliana Moreno, especialista colombiana en este ámbito, y un taller teórico práctico sobre el libro-álbum a cargo de Istvan Schritter, reconocido autor, ilustrador y diseñador argentino.
Es posible que el cambio provenga de iniciativas de pequeña envergadura, que quizá no se traduzca en un éxito de ventas, por lo menos inmediato, sino en maneras de crear y editar más audaces. Esta vez, tres iluminadores señalan el camino.
*Una versión previa de este artículo fue publicada en la revista Diners de enero del 2015. La presente es una versión escrita expresamente para La Barra Espaciadora.