Por Tito Molina / @TitoMolina7
Miro la pantalla y me entero de que el vuelo Quito-Cuenca tiene retraso de una hora. Llamo a la coordinadora de invitados y le comento que llegaremos tarde, ella me agradece por avisarle y me pide que le haga un favor: otro invitado del festival debe estar en la misma sala esperando tomar mi vuelo. Es un indígena ocaina de 70 años proveniente de la selva colombiana, a quien todos conocen como Don Antonio. Busco a un hombre que corresponda con la descripción y le pido a la chica del festival que me envíe una foto. Ni el hombre ni la foto llegan. Una hora más tarde mi vuelo aterriza en Cuenca y, mientras espero las maletas, abordo abruptamente a un par de hombres mayores que me miran extrañados cuando los llamo ‘Don Antonio’. El auto del festival nos recoge y llegamos al hotel donde los organizadores me explican que Don Antonio no pudo tomar le vuelo a tiempo, pero que (cruzando los dedos) llegará en el vuelo de la noche justo para la gala inaugural donde él, junto al director de fotografía David Gallego, presentarán la película El abrazo de la serpiente, del director colombiano Ciro Guerra.
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—Lo que vemos en la piel es la plata —me responde David mientras fumamos un cigarrillo afuera del restaurante donde están Don Antonio y los demás invitados del festival. Le pregunto sobre el proceso que utilizó para conseguir que la fotografía de El abrazo de la serpiente tuviera esa profundidad en los negros y ese brillo esmaltado en los blancos y él me cuenta que junto con Ciro decidieron rodar la película a la antigua usanza, es decir, ¡en 35mm!, algo que en la era digital y en un proyecto que requirió meses de preparación y rodaje en lo profundo de la selva no solo es audaz sino una verdadera declaración de principios sobre el cine.
El proceso químico del que me habla consigue que la imagen de la película sea más contrastada, haciendo que las zonas en sombra tengan un color negro profundo pero sin perder los detalles. Este proceso hace que la piel de los indígenas tenga una textura lustrosa, bruñida, como si sus cuerpos estuviesen esculpidos en hematita, aquella piedra negra que parece metal pulido pero que en contacto con el agua se torna rojo sangre.
—Se llama Bleach Bypass —me explica— y básicamente mantiene los haluros de plata en la película, es decir, el negativo no pasa por los baños de blanqueo que eliminan la plata excedente, como normalmente ocurre al revelar un filme.
Por unos segundos ambos nos quedamos pensando.
—Pero esa plata se sigue perdiendo con el tiempo —continúa explicándome con cierto desdén—. Se está yendo, ahora mismo, mientras conversamos la plata está desapareciendo en el negativo original de la película.
—¿Eso quiere decir que si ese negativo original se positiva dentro de unos, digamos, veinte años, la imagen nunca será igual a la que tú y Ciro concibieron originalmente para la película? —le pregunto.
—¡¿La hermosa selva que vimos ayer en la pantalla no será igual a la selva que otros verán más adelante?! —David da una última calada al cigarrillo, sacude discretamente su cabeza y tira el pucho.
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Minutos antes de mi cigarrillo con David estoy sentado a la derecha de Don Antonio, quien preside una larga mesa compuesta en su gran mayoría por personalidades de la política cuencana que no hacen más que hablar banalidades insufribles. Al otro extremo de ese intento forzado por conectar la cultura con el poder se encuentra este hombre humilde, un indígena de ojos rasgados y mirada ancestral: Don Antonio Bolívar. Los pocos que tenemos el privilegio de estar junto a él prácticamente lo acribillamos a preguntas. Don Antonio, que aún no prueba bocado, nos alienta a que sigamos interrogándole con un noble “para todo alcanza”.
—Alcanza para comer, alcanza para conversar, el tiempo alcanza para todo en la vida —nos dice con una sonrisa que no habíamos visto desde el seno materno. Y es que a su lado uno tiene la sensación de estar junto a un padre, o a un viejo cacique, o a un sabio. En cualquier caso, su luz en esa mesa resplandece y cautiva.
Don Antonio nos habla de muchas historias: de la guerra del caucho y de los más de 10.000 indígenas que fueron quemados vivos en enormes hornos de piedra y de los otros que fueron obligados a trabajar hasta morir en las plantaciones para producir el ‘oro blanco’ que alimentaba las guerras de Europa a inicios del siglo pasado. Nos habla de las misiones evangélicas y católicas que adoctrinaron mediante el castigo físico y el despojo de la lengua y las creencias, a cientos de pueblos cuya sabiduría se ha perdido o está a punto de extinguirse. Nos cuenta de los primeros exploradores europeos y de su choque cultural con una civilización sabia, impensable e incomprendida.
Pero Don Antonio, por sobre todo, nos habla de la selva. Intenta explicarnos que la selva es un Ser y trata de hacernos entender su inconmensurable poder de sanación.
—Si uno toma de ella sin pedir respetuosamente, la selva se molesta y no nos entrega su poder —nos dice, refiriéndose al acto de cortar una parte de un árbol para, mediante procesos de conocimiento ancestral, fabricar remedios que sanan a otras criaturas. —Calma, pero no cura —repite—. Como la medicina de la farmacia, solo alivia pero no sana.
Y eso, nos cuenta, es lo que vino a buscar ‘el pequeño hermano blanco’, pero el hermano blanco nunca ha sabido entender cómo pedir, y por tanto no encuentra, solo toma sin devolver…
Escucho a este hombre maravilloso transmitiéndonos con tanta sencillez su sabiduría ancestral mientras que al otro extremo de la mesa veo a un político que habla sin escuchar, un hombre ensimismado, un pequeño hermano blanco, como diría Don Antonio, a quien el poder ha enfermado y que necesita, sin saberlo, un baño de humildad que lo calme, aun cuando no lo cure.
Durante nuestro segundo cigarrillo, David me explica cómo Ciro y él planificaron la fotografía del filme basados en un ‘documento’ histórico: Los diarios de Theodor Kosch Grumberg y Richard Evan Schultes, quienes fueron los primeros exploradores en recorrer la Amazonía colombiana y cuyos escritos, apuntes, fotografías e ilustraciones sirvieron de inspiración para su película. David Gallego recibió el guion de El abrazo de la serpiente (el cual tuvo que ser reescrito 14 veces durante tres años) y entendió por qué, meses atrás, su amigo de tantos años y cuñado (la hermana de David Gallego, Cristina, es la esposa de Ciro Guerra y a la vez la arriesgada y decidida productora del filme) le había hecho una pregunta técnica sobre cómo rodar en blanco y negro.
Gallego miró al techo tras cerrar el guion y recordó El Río, el libro sobre etnobotánica escrito por Wade Davis, y entonces supo que ese viaje por el corazón de la selva (que primero Joseph Conrad y luego Francis Ford Coppola y Vittorio Storaro imaginaron en color para El corazón de las tinieblas y Apocalypse Now) debía ser reescrito en blanco y negro. En un finísimo, metódico y respetuoso blanco y negro, tal cual las cientos de plumillas, placas y dibujos que Davis, Grumberg ySchultes habían robado de la selva para traerlas a los ojos de la civilización occidental del siglo XX.
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Don Antonio ha terminado su entrada y se dispone a comer el plato principal; es un hombre que come de todo y que ahora también ingiere licor. Le pregunto si alguna vez ha visto la luz de la selva, ese ‘Ser’ del que nos habla. Nos responde que él ya no puede, sus padres y ancestros podían, pero él vive entre la civilización y su comunidad, come comida procesada y se emborracha, y por tanto al estar contaminado ha olvidado cómo ver.
—Aún quedan ciertos sabios o chamanes —nos dice—. Ellos pueden ver el espíritu de la selva, más allá de la realidad de este mundo que ven nuestros ojos. Pero, apesadumbrado, confiesa que esos maestros son cada vez menos y que su infinita cosmovisión está desapareciendo al irse intoxicando con la ceguera del pequeño hermano blanco.
—¿Son como los “chullachaquis” de la película? —le pregunto. Lo piensa un instante y afirma con la cabeza, y en su afirmación me parece reconocer que él mismo se siente un chullachaqui; ese otro yo vacío que vaga por el mundo según las creencias de ciertas culturas aborígenes, una proyección de nuestro espíritu que está ciego, que no encuentra asidero en su entorno, en la pacha, pues ha perdido la conexión con la selva y ésta ya no le habla más. Eso, un chullachaqui, es el personaje que Don Antonio representa en la película, un viejo chamán que se ha quedado como un recipiente vacío al que se le extravió (o se le extrajo) el alma, y que decide acompañar a un científico explorador en un viaje al interior de la selva para encontrar una planta mágica que hace ‘ver’ a los hombres.
—¿Recuerdas esa parte en que el joven Karamakate llega en la canoa ataviado con ese plumaje blanco en la cabeza y los brazos?
—Sí.
—Pues, al llegar donde los indígenas, el fondo está blanco, quemado, no hay detalle en la película porque está sobreexpuesta.
—Sí, sí, lo recuerdo. No fui consciente en su momento pero ahora lo recuerdo, la selva detrás de ellos era bastante blanca y vacía.
—Eso precisamente fue una idea que Ciro tuvo clara desde el inicio y que a mí me costó un poco aceptarla ya que técnicamente para un fotógrafo perder información en el negativo, es decir sobreexponer la película, no es algo que nos haga muy felices, porque luego no hay como volver atrás.
—Y, ¿qué te dijo?
—“Hazlo”.
Ciro no es alguien muy dado a hablar de sus ideas, aunque conmigo conversa mucho pues nos conocemos hace bastante tiempo y llevamos años trabajando juntos, pero esta la tenía clara y nunca me la contó. Solo cuando vi la película proyectada entendí por qué me había pedido sobreexponer la selva en esa parte, y tenía razón.
—¿En qué?
—En la utilización del blanco absoluto para expresar algo mediante la fotografía: la alienación de ese pueblo indígena que ya no ve nada, que ya no reconoce nada, al que se le ha extirpado su identidad. La selva llena de espacialidad, volúmenes y contraste al principio de la historia se ha convertido en un lienzo blanco en torno a ellos; están idos, extraviados, vacíos, y la imagen en ese momento está hablando de eso.
—Todos debemos ser cuidantes de la selva, yo solo no puedo —explica Don Antonio mientras acaba su postre y nos cuenta la historia de una gota de agua en su incesante viaje desde su origen en las nubes que se deshacen en lluvia y caen a la tierra adentrándose en sus profundidades hasta alcanzar los ríos subterráneos que afloran en las montañas y nutren de vida a millones de árboles que inhalan el aire que exhalamos para convertirlo en oxígeno que se evapora y condensa en nubes que descargan la gota inicial en una lluvia circular y eterna… Lo escuchamos embobados, absortos, mirando a través de sus ojos las cosas más simples de la vida y descubriendo en ellas el vasto universo.
Este hombre es como el cine –pienso–, pues tiene la capacidad de hacernos ver lo que nuestros ojos ya no ven.
https://www.youtube.com/watch?v=FdOYd-21qaA
Terminamos de comer y uno a uno los invitados vuelven a sus actividades dentro del festival. Les pido a David y a Don Antonio que me acepten un trago para brindar por tan grato encuentro. David pide cerveza negra y Don Antonio vino tinto, igual que yo. Levanto mi vaso y brindamos, luego les saco una foto para el recuerdo.
El bus llega y recoge a David y a Don Antonio, quienes se despiden afectuosamente. No sé si nos volveremos a ver y siento cierta tristeza al decir adiós a esos dos hombres que acabo de conocer, ambos sabios, ambos humildes, pero sobre todo, dos seres conscientes de que son partes de un todo y de que, uno desde el arte y el otro desde el conocimiento, contribuyen a que entendamos qué somos y para qué estamos.
Enciendo un último cigarrillo mientras espero a que salgan los demás, miro al fondo y los políticos continúan en la sobremesa, riendo y gesticulando, ausentes del tiempo. Entonces, empiezo a pensar en esa plata que ahora mismo se desvanece en un negativo como la sabiduría de las culturas que desaparecen con el tiempo, en los miles de indígenas crepitando en un horno como hematitas que se tornan rojas en un río de sangre, en el “para todo alcanza” de un chamán intoxicado por una civilización que arrasa consigo misma, en los millones de árboles mutilados a quienes no se les han devuelto sus partes, en los siglos de impunidad en que las religiones han acribillado a los más débiles en nombre de un dios que no existía en su lengua madre, en el eterno viaje de esa gota de agua que no cesa de llover. Pienso en la ceguera y la sordera del pequeño hermano blanco y es inevitable que me pregunte si yo mismo no me he convertido en mi propio chullachaqui.
Tito Molina (Portoviejo, 1969) es cineasta y fue jurado del festival de cine La Orquídea, de Cuenca. En 1997 rodó su primer cortometrajeTrailer2, con el que participó en The Retrospective of the New Ecuadorian Cinema en New York, 1999. Ganador del Gran Premio del Cine Español en el Festival Internacional de Cine de Bilbao, Zinebi 49, y primer premio en la sección Cinema XXI del Roma Film Festival, 2012. Su ópera prima de ficción, Silencio en la tierra de los sueños, fue seleccionada para representar a Ecuador en los premios Óscar 2015 y en los Goya 2015, ganó la mención especial del jurado en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara FICG 2014 y recibió el Premio a la mejor película ecuatoriana en el II Festival de cine latinoamericano CasaFest, 2014. Actualmente, trabaja en los guiones de sus siguientes dos largometrajes La piel del ceibo y El río.