Por Xavier Reyes / La Barra Espaciadora
Nadie puede dudar del pesar que provocó la muerte de Gabriel García Márquez, el Gabo, especialmente, entre periodistas. Pero así como corrieron océanos de llanto, también hubo ríos y ríos de lágrimas de cocodrilo, lamentos por la partida de uno de los referentes globales de Latinoamérica pero, tristemente, también uno de los nombres imprescindibles para salir de los apuros cuando alguien pregunta ¿qué lees?
Y si la respuesta obvia sirve para no quedar como idiota, también sirve para cumplir con la hora del cierre, digamos, sin esforzarnos mucho. Así llegamos a las salas de redacción en los días siguientes a su muerte, en donde -me lo contaron- encontramos editores sugiriendo a los diseñadores gráficos “una portada especial” en la que calce «Crónica de una muerte anunciada» o «Cien años de soledad para las letras». Como si la ley del mínimo esfuerzo, bajo la excusa de ser literal, fuese un homenaje. ¡Viva la originalidad!
No me voy a dar vueltas en las reminiscencias del Gabo. Sobre su vida, obra y muerte se ha escrito mucho. Yo en este texto solo quiero plantear una reflexión sobre ese legado negado en nuestros periódicos y revistas, en fin, en el periodismo ecuatoriano tan querendón y afín a los homenajes así como reacio a la autocrítica y a las vanguardias. Idiosincrasia, dicen que se llama esa práctica recurrente de justificar lo que, a estas alturas de la historia de la humanidad, resulta inexplicable: poner el límite siempre dos pasos atrás del promedio para no equivocarse. Vale aclarar: esa idiosincrasia va más allá de las salas de redacción. También deambula en los despachos del poder, en las tiendas de la esquina o en la mesa del comedor de todos los domingos.
Pero, ¿cuál es ese “legado negado” al Gabo? La narrativa periodística, el periodismo narrativo, las historias bien contadas. Suena tan simple, suena tan a consejo de abuelito… Su pasión por el oficio lo llevó a crear en 1994 la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), con sede en Cartagena. Desde ahí se han realizado cientos de talleres de formación con periodistas de todo el continente, a cargo de maestros (la fundación los llama así, aunque a mí me choca un poco esa palabra) de la talla de Tomás Eloy Martínez (+), Ryzard Kapuscinski (+), Jon Lee Anderson, Miguel Ángel Bastenier, Alma Guillermoprieto, María Teresa Ronderos… Su eje: en cada especialidad, precisión, reportería, investigación; en todas, redacción de calidad.
La prensa tradicional ecuatoriana no se cansó de destacar la obra de García Márquez, pero es poco lo que muestra de su filosofía en sus publicaciones. La crónica y el reportaje, géneros estrella del periodismo narrativo, apenas aparecen en las páginas de diarios y revistas.
El tema se vuelve complejo cuando la discusión de los contenidos periodísticos son clasificados sobre la base de un criterio moral más que por su calidad técnica, más por el prejuicio político-académico que por su trascendencia histórica, más por los requisitos legales que por su urgencia pública, más por su posibilidad de ajustarse a los tiempos y recursos de la industria que por su solvencia y rigor.
Para muchos editores, la crónica es un género de relleno, una linda nota de color, una salida cuando se ha suspendido una rueda de prensa o cuando alguien nos cancela a último momento una entrevista. Notas de color…
Es importante que en América Latina, tierra de relatos contradictorios y reflejo de un mundo extraño y sorprendente, hayan aparecido publicaciones que le apostaron al periodismo narrativo (Gatopardo y Etiqueta Negra, entre las revistas más conocidas) y es sintomático que la prensa tradicional -salvo un par de excepciones más coyunturales que editoriales- no haya entrado en esa dinámica.
En el caso ecuatoriano, los periódicos parecerían apostarle al aburrimiento, pues hacen fuertes inversiones por consolidar a la noticia-reproducción-de-boletines-de-prensa como formato base.
Las iniciativas narrativas de los periodistas son recibidas con una sonrisa y un “chévere, dejémoslo para después, notita de color”.
En el mejor de los casos, el periodismo duro, de datos, se impone. Y es vital ese periodismo (que no equivale a la la noticia-boletín-de-prensa), pues nadie puede negar su calidad investigativa y de reportería. Sin embargo, es insuficiente: de nada sirve un texto lleno de números y estadísticas, casi un formulario, si no nos engancha en la lectura ni nos cuenta una historia armada con las palabras, los personajes, los tonos, el entorno… del ecuatoriano de a pie.
No faltan quienes hacen caras feas cuando se les habla del periodismo narrativo. Dicen que son historias de cualquier cosa, que hay periodistas que escriben bonito sobre temas triviales cuando el país se bate día a día entre la manipulación política, la corrupción y los desequilibrios sociales y económicos. Respecto de tales injusticias no hay nada que refutar, la pregunta que yo haría es si esas historias de cualquier cosa no resultan más reveladoras e interesantes que esos textos fríos que nos caen como un ladrillazo.
El desafío es, precisamente, encontrar un equilibrio entre una reportería minuciosa y un artículo que ponga la vara más allá del promedio y nos invite a leer con gusto. Así de simple, así de complejo está planteado el desafío puertas adentro de las salas de redacción.
¿Por qué es importante replantearnos la narrativa periodística? Porque estamos dejando de lado a la gente. Por mucho mirar al poder (categoría en la que entran los discursos inútiles de los políticos, las dietas de los famosos y los entrenamientos a puerta cerrada de los futbolistas) nos olvidamos de la vida cotidiana de la gente que, para colmo, es la que compra y lee nuestros textos. ¡Somos nosotros mismos! ¿Cómo es posible que la gente se pase el día calculando cómo hace para pagar sus cuentas y al mismo tiempo huya cada vez que ve una nota económica en un periódico?
Es un momento clave en el que debemos aceptar algo: la subjetividad existe y la objetividad, no. La discusión es candente. Reconocerla en términos profesionales y con la responsabilidad que implica el tratamiento periodístico de la información es una tarea para ayer. Apelar a las subjetividades -con un trabajo técnico, honesto y riguroso- es la única herramienta que está en manos del reportero para que sus lectores no salgan corriendo luego del primer párrafo.
Una Ley de Comunicación
Ahora bien, el periodismo no está alejado del mundo y, aunque esto tampoco me guste, se encuentra delimitado por el marco legal e institucional que nos rige. A mi juicio, la Ley de Comunicación, más allá de ser o no un instrumento del correísmo contra la prensa que nos domina, abre una vía justo en dirección contraria. El análisis de esa Ley puede resultar interminable, pero simplificando un poco y para ponerla en el contexto del periodismo narrativo, voy a tomar solo dos de sus postulados: la verdad y las características de la información.
Las exigencias de contraste, verificación, precisión y contexto están descritas en función de la autoridad y de la factibilidad de las aseveraciones del periodista respecto de una verdad-versión oficial. El planteamiento de forma: democratizar la información; el de fondo: ratificar la jerarquía vertical de la sociedad de la información.
Es correcto aquello de que no debemos publicar lo que no podemos probar o que siempre debemos buscar a la contraparte de una información. Pero a ese paso hacia adelante le siguen tres pasos hacia atrás cuando la Ley se arma para que sea la verdad-versión oficial-única la que determine o complete el proceso de contrastación, verificación, precisión y contextualización. Incluso, ni siquiera viene a ser solamente la imposición de la verdad del poder político, sino -dadas las desigualdades de la sociedad ecuatoriana- la del poder a secas.
Con el riesgo de ser sancionado por la Ley, ¿puedo hacer un texto periodístico estrictamente subjetivo?, ¿hacemos los cálculos antes de escribir?, ¿viviremos consultando a abogados sobre lo que puedo o no publicar?, ¿comparo con la Ley los olores, los colores y las melodías de un pueblo fantasma colgado del Tungurahua antes de escribir?
Las respuestas y las salidas a estas preguntas y a los desafíos que se debaten puertas adentro de las salas de redacción son urgentes, para ayer, como decía; de lo contrario, seguiremos caminando de manera acelerada en la línea del periodismo de retaguardia, marcado por una obsolescencia programada que se encuentra en tiempo suplementario. Para ser políticamente correctos con el poder y la tradición estamos siendo periodísticamente inútiles y fugaces con nuestros lectores y con nosotros mismos.
No es fácil. El mundo tecnologizado también es parte del debate y la discusión es larga y enredada. En este artículo solo planteo un par de ideas para irlas desarrollando, así, en gerundio. Sin embargo, estoy convencido de que sí es posible encontrar salidas en este laberinto. Quizás, por ejemplo, podamos escribir las historias particulares de la gente en su día a día como registro histórico de las angustias y alegrías de sus pueblos, o retratar a esos personajes olvidados por el reconocimiento de la élite y que, no obstante, son un testimonio de las sensibilidades contemporáneas. O también podríamos empezar concretando parte del legado del Gabo y no titular «Cien años de soledad a las letras» ni “Crónica de una muerte anunciada”, sin que ni siquiera se nos suba la sangre al rostro.