Por Adolfo Macías
Cuando leí El lobo estaba en la playa, en Canoa. Tenía tiempo y serenidad para disfrutarla, frase por frase. Al contrario que otros narradores, que hacen uso continuo de recursos poéticos y narrativos complejos para lucir interesantes, la autora usa un lenguaje diáfano y simple. Se atiene al asunto y elige la manera más sucinta de contar su historia dejándola en huesos, como quien dice, en su expresión más esencial.
Fue así como pude sumergirme sin dificultad en el mundo limítrofe que plantea esta novela que penetra en los procesos de la mente infantil, a través de uno de los géneros más ancestrales: el misterio. Porque la literatura de misterio se remonta a las tribus más arcaicas, sacude las mitologías de todos los continentes y nos remonta a estadio evolutivos que se pierden en la memoria de nuestra especie.
El planteamiento es claro: una adolescente vuelve a Quito, ciudad en la que creció de niña y de la que huyó a Chile con su madre, a causa de ciertos problemas económicos. Buscan un departamento. Solo que detrás de esta búsqueda se oculta otra: la del hogar de infancia. El pasado da forma al presente. Presiona desde dentro. La chica quiere regresar al sitio de los hechos, al mismo sitio donde tuvo contacto con esa presencia o entidad denominada “el lobo” en la novela.
Todo empieza con la amenaza común de una bisabuela decidida a hacerse obedecer, quien le dice que, si no se duerme, va a llamar al lobo. Anécdota ordinaria, que pronto adquiere tintes escabrosos, al penetrar en el alma de una niña perturbada por su sensibilidad y una enorme capacidad de autosugestión.
Construir sobre esta simpleza una novela de misterio o de terror psicológico finamente urdida, que por su eficacia estilística nos recuerda a La otra vuelta de la tuerca, de Henry James, haría pensar, a quien creyese en la transmigración de las almas, que Sandra Araya fue una escritora romántica inglesa en su vida pasada, como Emily Brontë o Mary Shelley. A esta caprichosa hipótesis contribuye el hecho de que la protagonista de esta novela integra esos dos polos de la experiencia que Poe atribuye a la sensibilidad romántica: el amor y la muerte. Eros y Tánatos, entrelazados de una manera particular en esta novela.
Quienes conozcan el mito de Melusina recordarán a la mujer del castillo que cada luna llena se transforma en una bestia alada y sale a volar sobre campos y aldeas de la comarca, proyectando su sombra sobre la tierra y alimentando ocasionalmente, con su seno a los campesinos que agonizan de hambre en la miseria. Resulta perturbador imaginar que esos campesinos, dominados por el pavor de ser atacados por la horrenda criatura que desciende del cielo, sintiesen al mismo tiempo el deseo de tener intimidad con ella y beber de sus senos el alimento anhelado. De la misma forma, en la novela de Sandra, la protagonista, cuyo nombre nunca conoceremos y que se confunde con la misma autora, será una niña sensible e introvertida que traba relaciones perturbadoras con una entidad que aprovecha las sombras detrás de la ventana o en el silencio de su habitación para materializar una presencia a la vez temida y esperada.
Este miedo a lo que se desea se expresa en la novela como un “deseo del temor” (fobofilia) y nos recuerda la pasión de una presa palpitante de miedo ante su depredador. Hipnotizada por el encuentro, la presa se refleja en los ojos de su depredador y sabe íntimamente que ha estado destinada a él desde siempre.
Pero este “desde siempre”, más que una realidad, es un sentimiento:
Dentro de la historia novelada por Sandra Araya, este amor tanático se origina en la soledad, como expresión de una profunda ausencia de contacto, mágicamente compensada por una figura misteriosa. El lobo de Araya funde surge de las profundidades de la psique, actualizando una vieja figura mitológica que nos recuerda al Pan de los bosques romanos (deidad capaz de infundir esa sensación denominada precisamente “pánico” a quienes se pierden en la espesura) o a esa otra figura, más entrañable para los cristianos, conocida como Satán: el ángel caído, también afamado por sus dotes de seductor.
Seducida por las tinieblas, precisamente, Sandra urde con sutileza ese proceso sicológico por el cual nos vemos atraídos, caminamos hacia o nos dejarnos caer en ese lugar donde nuestra integridad psíquica peligra. Lugar incierto, a medias real, a medias soñado, donde la niña de la novela se verá libre, al fin, de su aislamiento existencial. Sitio de encuentro.
Como niño introvertido y solitario, conozco los procesos del alma que Sandra describe: alguna vez fueron los míos. Miedo al amor, amor al miedo, seducción por las sombras y esas mutaciones perceptivas que surgen cuando la puerta entre los dos mundos (el de la vigilia y el de los sueños), se halla entreabierta y el lobo empieza a respirar en nuestra alcoba.
Para narrar estas experiencias infantiles, Sandra utiliza el lenguaje con precisión quirúrgica y gana sutileza al definir ciertos estados de conciencia como perturbaciones de la senso-percepción.
Citamos la novela:
“Intentaron los padres, algunas veces, que la niña durmiera con ellos, para que descansara, para mostrarle que en la oscuridad las cosas tenían el mismo tinte que en el día.
“Ella fingía quedarse dormida. Entonces, ellos se entregaban al sueño, tranquilos, confiados. Antes de eso, habían apagado las luces, la televisión, amparados en sus certezas de adultos, en ser tres en una cama, en estar juntos en la oscuridad, resguardados del mundo.
“Cuando ella notaba que la respiración del padre y de la madre se volvía regular, abría sus ojos, intentando ubicar los objetos que había visto a la luz artificial de las bombillas, los mismos objetos que a la luz del día parecían inofensivos y que solo se tornaban en amenazantes cuando se convertían en sombras en las sombras. En la pared, un gancho para colgar abrigos se convertía en una araña gigantesca.
“Ella cerraba los ojos, intentaba dormir, sí, acatar la paz que le habían impuesto sus padres, desterrar las tinieblas y sus formas engañosas, pero escuchaba, escuchaba, escuchaba un rumor, unos pasos. Allá, al otro lado del corredor, de un pasadizo oscuro, en su cuarto, alguien más se revolvía con inquietud dentro de esas cuatro paredes pintadas de rosa.
“Alguien empezaba a impacientarse con su ausencia.”
Quienes hayan experimentado con ácido lisérgico habrán percibido el afuera ese acá dentro de la mente, cuando algo que no debe ser visto ni convocado empieza a deslizarse entre las plantas del jardín, en este caso, dentro del jardín de la inocencia originaria, el jardín devastado de la infancia. Frente a semejante amenaza, ¿qué amuleto, persona o parte de la psique puede protegernos? Estamos expuestos a entidades terroríficas que nuestro miedo (que es la forma más abyecta del deseo) ha convocado. Y para salvarnos de esa presencia, no tenemos otro camino que despertar, trocar un estado de conciencia por otro, donde la solidez del mundo aparente y los rituales de la normalidad doméstica parezcan inexpugnables.
En el caso de El lobo, la figura paterna (como sucede en el caso de tantas niñas solitarias) es aquella figura capaz de traer el alma al cuerpo de la protagonista y hacerle sentirse segura y protegida. Es entonces cuando se plantea un proceso espiritual que se circunscribe estrictamente a la lógica del mal:
Quienes hayan leído el Doctor Faustus de Thomas Mann, recordarán que, tras su contrato con el demonio, el músico y compositor orquestal Adrián Leverkühn tiene dos afectos entrañables con otros seres humanos. Uno de ellos la vinculará a un violinista para quien compone un concierto, el otro a su sobrino, un niño luminoso, que trae dicha y ligereza a su alma atormentada. Ambos personajes mueren víctimas de un asesinato y de una enfermedad dolorosa, en cada caso, con lo cual la relación secreta entre el compositor y su demonio interno (ese demonio con el cual selló un pacto al contraer la sífilis en un burdel donde reposaba un piano) puede prosperar sin perturbaciones.
De igual manera, la presencia terrorífica de El lobo querrá una relación íntima y absoluta con su amante niña, y la muerte del padre (único ser capaz de traer un aire de seguridad al hogar) será el paso necesario para impedir que se produzca una separación entre la niña y su amante secreto. El amor por el padre no puede perturbar el curso de las cosas. Una vez eliminado este estorbo del camino, sólo resta algo: esperar que el amado infernal retorne, entre las sombras de la habitación, como en los lejanos días de infancia. Esto se deja ver en la novela cuando la niña acompaña a la madre a la ceremonia fúnebre en una iglesia. Citando el texto:
“Junto su madre, escuchó, uno a uno, quienes se adelantaron a decir cosas buenas sobre su padre. Su padre que no era su padre. Por eso, cuando alguno dijo `amado padre y esposo´, muchos la miraron con pena, doblemente huérfana, para siempre. Como si su destino fuera ese, y todos pudieran verlo delante de sí: quedaría en la orfandad cada vez que encontrase alguien que la protegiera”.
A la luz radiante que nos ofusca en Orange, novela anteriormente escrita por la autora, en la que el sol reina tiránicamente sobre las desgracias humanas, El lobo opondrá la oscuridad de la habitación infantil como sitio de encuentro con el depredador psicológico. Habitación en que la espera al ser temido que vendrá a liberarla de la soledad. La madre no será una presencia lo suficientemente fuerte para atarla al mundo y sacarla de las tinieblas. Vagamente veremos a la señora salir en el auto, perderse en búsquedas que la alejan de la casa y le hacen soltar a su hija en el silencio del departamento en el que prospera el espectral amorío.
Los juegos infantiles, las amistades y el barrio, los estudios y distracciones comunes de la infancia ni siquiera son mencionados en el libro: para el personaje no existen: sólo existen la ausencia y el miedo, convertido en un deseo corrosivo, en una espera interminable de lo mismo. Esa repetición de lo mismo en una atmósfera sostenida por una prosa limpia y escueta, otorgará a esta obra el sello inconfundible de la escritora: esa vocación por lo circular, por el encierro metafísico y las repeticiones, esa poética ambiental en un mundo reducido a sus mínimos componentes, que nos hacer recordar la palabra “minimalismo”.
Lejos de Sandra complacer a su época ni responder a las expectativas de la moda. Simplemente es ella misma, son sus temas, son sus fascinaciones personales las que guían su proceso creativo, partiendo de su vida como una fuente de interés que la lleva a urdir ficciones, a sacar radiografías de la soledad humana y reparar sus zonas internas mediante el ejercicio liberador de la escritura. Porque su obra, no me cabe duda, es como un cuervo al que su madre humana la da a beber una gota de sangre de su propio dedo, antes de echarlo a volar.