Por Damián De la Torre Ayora / @damiandelator
Podría resumirse, pero –digo, esto solo es un decir– podría resumirse así: El rincón de los Justos, novela de Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 1949-2021), es una obra power que se debería recomendar a panas, panitas y panelas. Le deberías regalar un ejemplar a tu pelada para hacer puntos y te quedas fresh así la man bagree contigo; además que de ley consigues la edición de Antares, por lo que no te quedarás ni chiro. Pero tampoco te quedarás en la quiebra si mejor le das la edición fiestera de Seix Barral para que encandile sus vistas en cada página…
…Quien (h)ojea este librote no deja de ponerse arrecho, porque para qué: es pura BELLEZA. Porque es difícil no meterse en el habla batracia ultra bacán, focota al cien. Que, aunque sea una novela cuarentona para nada está betuca. Que sus personajes son un gajo que vacilan durísimo a la life y que, por momentos, sientes que eres su llave. Que es de esas novelas que cuesta que le hagan el fuchi, porque su escritura no es berreada y llegó para quedarse. La naple, si quieres estar en la movida literaria y no quedar hecho trozo, tienes que pasearte por El rincón de los Justos. Te lo digo para que te pongas once, no por hacerme el very big lamp y terminar dando papaya por las santas… Velasco Mackenzie es pura dinamita y te deja con harta demencia…
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Pero, este resumen, y cualquier otro, queda corto, cortísimo, frente a la propuesta de Velasco Mackenzie, la cual tiene su mérito porque se escribe desde el borde, y por eso desborda en imágenes. El rincón de los Justos (1983) es un cómic sin viñetas, una polifonía del argot guayaco, una estética de lo popular que representa un salto dentro de la entonces tradición literaria ecuatoriana, tanto en forma como en contenido: la linealidad se quebranta, así como la reflexión en torno a las temáticas que aborda.
En otras palabras, Velasco Mackenzie continúa con una narrativa que evoca a la realidad, pero que no queda ensimismada en un realismo social; expone dinámicas sociales sin encerrarse en el costumbrismo. Esto, porque al autor no le interesa una acción de denuncia, sino que apuesta por un ejercicio de entendimiento.
Justamente, lo consigue porque escribe desde el margen, porque para hablar de la marginalidad no aplica eso de que “se ve mejor los toros desde lejos”, sino que hay que hacerlo desde adentro: no ver desde la periferia sino ser periferia. De ahí que una de las fortalezas de la obra se concentre en el lenguaje, en la forma de comunicar que no es otra cosa que el habla coloquial de sus personajes, quienes representan un microcosmos que permite entender una urbe y sus relaciones.
De esta manera, se mapea una geografía, pero a la vez se construye una cartografía humana. Si bien se habita en el margen, lo geográfico se evidencia desde un tiempo y un espacio determinado: fines de los 70’ -gracias a la alusión que se hace a la muerte y al multitudinario entierro de Julio Jaramillo-; y espacialmente por el barrio marginal de Matavilela, escenario para el ruido y el desparpajo de un collage de personajes. Ellos y ellas sintetizan alguna característica micro que termina describiendo los rasgos que conforman lo macro, es decir, las bondades y las miserias que amalgaman a lo humano.
Así, Sebastián es tan astuto como un zorro y aunque violento no podrá escapar de la propia violencia (simbolizando las paradojas que nos cimentan); están Chacón y Leopoldina que encarnan al erotismo, el cual no puede pasar desapercibido y necesita de un ojo fisgón como el de Fuvio; mientras que la dualidad se bambolea entre la Narcisa Puta y la Narcisa Virgen; y la idealización aparece desde el ensoñamiento de Mañalarga por su hijo Marcial, quien más bien es la materialización de la venganza.
Por otra parte, la plasticidad del lenguaje propuesto por Velasco Mackenzie se enriquece por el diálogo que se entreteje con lo popular. Ya en líneas anteriores se hizo un guiño a la presencia del mítico ‘Ruiseñor de América’ (quien trasciende por seguir vivo, aunque ya esté muerto), pero también aparece otra figura legendaria como la de El Santo, un héroe humano, más próximo a aquellas personas que le tienen mayor fe a una beata -ahora santa- como Narcisa de Nobol que al mismísimo Dios.
Esto se consigue mucho más por una sensibilidad auditiva que de observación, por la habilidad de saber escuchar para luego transformarse en un juglar, tal como termina siendo Velasco Mackenzie, quien tiene el don de contar de una manera oral desde el papel, porque a su narrativa no se la lee: se la escucha. Sí, un juglar moderno con la capacidad de relatar su tiempo desde episodios, cuentos y epílogos gracias al (de)ambular de la calle y a la reivindicación del entretener y legitimar a la lectura desde sus múltiples posibilidades, considerando que aquellas narrativas menores, provenientes de folletines y revistas, son una fuente válida. Porque el tesoro de la cultura no es otra cosa que la convivencia de lo diverso, de dar la voz a ese otro que suele estar mudo en la alta literatura, la cual no debería tener medida si todos los actores de una sociedad participaran de la misma. Es por eso que la novela, en definitiva, es la síntesis de un rinconcito de justicia.
Y, justamente, como un acto justo, aparece una edición conmemorativa por los cuarenta años de aniversario. Seix Barral, sello de Planeta, publica este vertiginoso libro con un estudio introductorio de Alicia Ortega, quien sangra en tinta para explicar por qué esta novela es un patrimonio al igual que los manglares. Para luego cerrar el telón con un posfacio de Raúl Vallejo, quien deja en claro que la novela termina siendo un tatuaje que se impregna en nuestra memoria.
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