Por Edison Gabriel Paucar / @EddPaucar
Un hombre-animal canta música protesta, danza, toca instrumentos precolombinos en el escenario. Un hombre-animal marca un ritual con movimientos mestizos y emite efectos con la voz y entona melodías en kichwa o en español. Su nombre es Enrique Males, tiene 77 años y su espectáculo es único: fusión de géneros, lenguas y ritmos. Naturaleza y lucha.
Males llegó al mundo el 29 de noviembre de 1942, en la comunidad indígena de Imbaya, del cantón Ibarra. Cuando uno le pregunta sobre sus primeros años, el artista camina sin titubeos hacia su pasado. Su madre le contaba que “con las justas nació”. Era un guagua desnutrido -se recuerda a sí mismo- yendo a una farmacia por el mercado viejo de la urbe. “Siempre estaba en brazos de mi padre que me llevaba a esta botica, con desmayos”.
En la década de los cuarenta, en su poblado sonaban las canciones que componían las familias. Padres, hijos, abuelos, tíos, primos entonaban guitarras, bandolines y cantos. No eran profesionales, pero lo hacían lo mejor que podían. Y esta pasión la transmitían a los más pequeños en las fiestas populares de cosecha, matrimonios, huasipichai y, especialmente, en el Inti Raymi.
El maestro dice que en esos días encontró su mito de origen como artista: “Ahí estaba siempre la familia entonando. La influencia de mis mayores me hizo asimilar, de a poco, la guitarra. Hasta que, de joven, ya realicé mi primera composición, entre texto y música”.
En la escuela no le fue bien. Por la discriminación y el racismo que sintió, abandonó las clases en tercer grado. Luego sus padres lo ocuparon en su trabajo: eran matarifes de puercos, cabras, borregos. “Me hice un experto”, dice, sin cambiar el tono. Su vida, en ese tiempo, fue eso: ir al monte, seguir huellas, cazar y desnucar animales.
Sin embargo, cuando cumplió 10 años, apareció en el poblado el grupo musical Los Imbayas. Y después el trio Esmeraldas, en el que tocaba su hermano mayor. “Les seguía atrás. Les ayudaba a llevar el estuche. Les veía actuar en circos y en fiestas de pueblos como en Mira, San Isidro, Cayambe”. Para su dicha, dos bares abrieron en la ciudad, con rocolas y la visita de músicos que interpretaban pasillos o albazos. “No entraba a los locales, pero afuera estaba escuchando. Trataba de aprender oyendo”.
Una noche los amigos de Enrique le invitaron a una fiesta de graduación. Él ya era mayor de edad y, entusiasmado, fue al baile para disfrutar de la música. Esa era su prioridad. Pero, en mitad de la fiesta, sus compañeros le pidieron que se cambiara de ropa: “Con poncho no te va a aceptar la sociedad”. Estas palabras lanzadas como si nada, casi al disimulo, produjeron en el joven Enrique un complejo de inferioridad que aumentó con el paso del tiempo. Ya había sentido algo parecido en la escuela. “Ahí comenzó la inquietud de cambiar o no de atuendo”, recuerda.
Hasta que le llegó el día de salir de casa. Enrique había conseguido un trabajo como cortador de plátanos en Santo Domingo de los Tsáchilas. Él acepto sin saber que la labor le exigiría demasiado esfuerzo. Aguantó la primera semana y enseguida se empleó en unos talleres de tejidos de sacos. Ahí adquirió experiencia, pero también unos jeans y camisas nuevas. Cambió de look, pero cuando volvió a casa, sus padres no soportaron verlo diferente.
Luego de unas semanas en el limbo, se marchó a Quito, donde encontró a un pariente y quien formó un trío musical. “Íbamos a fiestas de San Isidro, El Ángel, Mira. Fuimos desarrollando, de a poco. En la radio La Voz del Norte siempre llegábamos con el grupo. Era música y canto. Música popular ecuatoriana de albazos –Terciopelo Negro–, pasillos. Cantábamos en español. Fuimos intérpretes”.
Con su cofradía gozó de la primera experiencia internacional: viajó a Santiago de Chile, en 1969. Ernesto Albán, el famoso comediante popular quiteño conocido como Don Evaristo, les contrató para tocar una temporada en el país sureño, adonde fue con una delegación de artistas y compartió con compositores extranjeros. Un año después, separado ya del trío, regresó como solista e hizo vínculo con cantantes populares y brindó un concierto para el exmandatario chileno Salvador Allende, en el Palacio de La Moneda.
“Cuando entré, le dije: ‘Señor presidente’. Él me respondió: ‘Señor presidente, no, sino compañero’. Y ahí entendí el significado del compañerismo, porque él hablaba de eso”, evoca Males. Este fue uno de sus viajes más fructíferos musicalmente, pues conoció a Inti-Illimani, a Quilapayún, a Violeta Parra y asimiló, de a poco, la nueva canción chilena, sobre todo la de Víctor Jara.
Fueron días felices. Hasta que una tarde le dijeron que debía regresar. “Yo retorné y, después de un tiempo, se dio el golpe de Estado. Sentí indignación, tristeza. Había amigos teatreros, de Antofagasta a los que habían eliminado. El impacto fue grande. Y ahí vino una época de reflexión”.
Enrique Males hizo su primera composición en 1970. El tema musical es triste, un poema de despedida a sus familiares: el viajero que se va de casa para encontrar su destino. “Después del golpe de Estado en Chile, cambiaron mis letras. Apareció el contenido social, lo político. Defiendo a mi tierra”, suelta, pensativo.
Y es que con el asesinato de Allende, apareció un nuevo artista: un hombre maduro que interpretaba canciones y entonaba temas de Víctor Jara y de Violeta Parra, que cantaba Gracias a la vida e inauguraba peñas y viajaba y conocía a gente vinculada con el arte, como el grupo Jatari. “Ellos nacieron en la primera peña, que se denominaba ‘Jataritambo’. Ahí hacíamos un intercambio. Y yo ya había tenido la influencia de las peñas, porque vi todo un espacio cultural, político, en Chile”.
Los años ochenta se encargaron de construir un nuevo Enrique Males. Después de aceptar inaugurar con un concierto el Museo Pedro Pablo Traversari, de la Casa de la Cultura, entró en la bodega del lugar. Ahí encontró cientos de piezas milenarias. Eran instrumentos musicales precolombinos de 2 000 años de antigüedad. Había piedras volcánicas, payas de la pluma del cóndor o pingullos, con los que podía imitar el sonido de los animales y la naturaleza.
Practicó y ensayó cerca de dos meses con estas piezas y cuando presentó su renovado show, entre el público estuvo el expresidente Jaime Roldós Aguilera. “Entoné cerca de 82 instrumentos -cuenta ahora, emocionado-, y desde entonces lo hago. Antes era un músico solo con mi guitarra y mi voz. Pero ahí cambié de interpretación. Fue un proceso que se dio. Cada experiencia de mi vida me llevó allá”. El artista hace una pausa. Mira su vestimenta, sus manos, los equipos musicales que cuelgan en la pared de su casa y agrega que llegó a este punto artístico gracias a las enseñanzas que le dieron sus compañeros de Ñanda Mañachi: cuando se formó el grupo, los primeros integrantes fueron agricultores indígenas de las comunidades de Zuleta, Angochagua y Peguche, de la provincia de Imbabura.
“Yo fui el indígena urbano. Y, a través de ellos, consolidé el idioma kichwa, que se me estaba yendo por el problema racial. Porque por el complejo de inferioridad, ya no quería hablarlo. Me había cortado el pelo y cambié de ropa. Pero el contacto con ellos fue muy importante. Ahí comencé a asimilar el proceso de nuestra madre tierra, la Allpa Mama”.
Después de ese concierto en el Museo Pedro Traversari, empezaron las reseñas y su nombre sonaba dentro y fuera de Ecuador. Viajó a Italia con su repertorio y luego vinieron invitaciones a los festivales de verano en Alemania y Bélgica. “A Francia fui con un grupo grande de músicos y bailarines imbabureños, pero en el festival no cuajaba mi presencia, porque ellos eran folclóricos. Entonces, un director del evento se dio cuenta de que mi trabajo artístico musical era distinto. Como era solista, me consiguió el espacio indicado: iglesias medievales en pueblos pequeños donde comencé a cantar”.
Una tarde de finales del 2019, mientras los primeros casos de coronavirus empezaron a aparecer en China, me encontré con Enrique Males en su casa, en la comunidad de Pucahuico, del cantón Ibarra. Es una residencia aislada del mundo, donde los sonidos de la naturaleza redescubren la condición animal de las personas. En la puerta de ingreso se lee “La casa del viento”. Al traspasar el umbral, el césped se junta con los árboles y con el olor a tierra húmeda.
Él camina despacio. Lleva unos jeans, una camisa tradicional, unos zapatos deportivos y el cabello suelto y largo. El viento es fuerte. “Hoy siento que mis huesos se van debilitando, pero todavía me mantengo en la lucha”, suelta antes de entrar a la sala. Se le dobla la espalda, un temblor rápido sacude su cuerpo. Luce un poco agotado. Al final del día me dirá que es por la operación de vesícula a la que se sometió, de la cual se recupera a buen ritmo.
¿Por qué decidiste vivir aquí?
Al estar en este bosque, en este espacio, oigo una variedad de aves. Entonces, trato de imitar con estas piezas (muestra unos instrumentos precolombinos que tiene en sus manos). Es una composición que se guía por el oído. Además, aprovecho la tranquilidad para avanzar en mi libro. Estoy escribiendo sobre mi vida. Inicio con los recuerdos que tuve a la edad de 5 años.
¿Qué es lo que más recuerdas de esa época?
Que la vida ha sido compleja para la comunidad entera, porque se vivieron tiempos fuertes de racismo, de explotación. De jóvenes éramos muy maltratados. Por ejemplo, yo solo llegue a tercer año de escuela, por todo ese racismo que vivíamos.
¿Qué te sucedió en ese tiempo?
Cuando tenía 6 años, mi padre me dijo: “Hijo, tienes que estudiar. No vale que seas analfabeto”. Y me llevó a la escuela de los hermanos cristianos, al Instituto Rosales. Ahí estuve. Pero la discriminación era fuerte. El director de escuela, al comienzo, no me aceptó por mi atuendo, mi pelo largo, mi poncho, mis alpargatas. Me insinuaba que tenía que ponerme ropa racional. Esto (señala su pantalón). Que tengo que cortarme el guango. Y mi padre aceptó.
¿Cómo te sentiste al dejar parte de tus costumbres?
Aún recuerdo mi primer trauma. Cuando fui a una peluquería, quien me atendió me cortó totalmente el pelo y, como creo que era aprendiz, me cortó también una parte de mi oreja. La sangre se chorreó en la camisa blanca. Fue terrible.
Después de estos acontecimientos, ¿seguiste estudiando hasta tercer grado?
Sí. Entré a la escuela cambiado: sin poncho y con zapatos. Pero seguía siendo maltratado por los compañeros y los profesores. Hasta que llegó un momento en que dije: “Papá, no quiero más”. Y mi padre me dijo: “Hijo, te voy a sacar, pero tienes que trabajar como hombre”. En ese entonces ya tenía 8 años. Salí y me dediqué al trabajo de mis padres.
¿Tú abordas estos abusos en sus canciones?
En mi disco ‘Biografías’ están muchas de mis vivencias. Hablo de la discriminación física, porque mis padres los domingos llegaban maltratados. Ensangrentados. Por caranqui les golpeaban. Siempre era así. En una de mis canciones canto: “A patadas nos caían, longos sucios nos decían, indios vagos repetían, se burlaban, maltrataban (…) caminando por las calles, sombrerito arrebataban, y otras veces, los ponchitos, nunca, nunca, devolvían”.
Esto sucedió en tu niñez y adolescencia, pero, ¿crees que hoy hay racismo?
Está palpante. No es que se acabó. Lo he sentido en carne propia y en las protestas de octubre del año pasado se vio. En este país nunca desapareció, siempre estuvo. Y que lo digan, por ejemplo, en Chimborazo, Cañar, Loja, Saraguro. Aquí mismo, en Imbabura, está palpante ese racismo en las comunidades. Lo que pasa es que las nuevas generaciones no han recibido este impacto que siempre se ha dado.
¿Por qué?
La juventud actual sale adelante con los estudios. Hay universitarios. Y ya no son afectados porque a través de sus estudios ya están preparados. Pero estamos gente de comunidades y ahí está palpante la cosa. Por ejemplo, los negros son los que más han sufrido. Y siguen sufriendo.
¿Cómo se combate este racismo?
Nosotros lo hacemos a través del arte. Y eso pido a las nuevas generaciones de músicos: que tengan esa conciencia de poder hacer algo a través de su música. No solo tiene que ser comercial. Como decía Víctor Jara: “Yo no canto por cantar, ni por tener buena voz, canto porque la guitarra tiene sentido y razón”.
¿Qué opinas del abuso policial que se vivió en las protestas de octubre y que varios organismos internacionales observaron?
Que lo más triste es que hay un porcentaje alto de policías que son indígenas.
Para las elecciones presidenciales del 2021, el movimiento indígena ha tomado una postura. ¿Cuál es tu lectura al respecto?
El futuro presidente puede ser mestizo o blanco, indígena o negro. Pero debe tener una preparación y mentalidad distinta a los políticos que nos han gobernado toda una vida. Tiene que tener preparación en aspectos sociales, económicos, políticos. Lastimosamente dentro de la dirigencia (indígena) no hay personas que estén para presidentes. Hay elementos muy positivos, que los admiro. ¡Jóvenes! Pero no están preparados todavía para la presidencia.
A lo largo de tu vida abordaste distintos temas en tus composiciones. ¿Hoy a qué le cantas?
Veo cómo nuestra madre tierra se está dañando por culpa del hombre. Se la está maltratando. El mar es una basura con toneladas. Y estoy cantando y componiendo contra el peligro de acabar con la naturaleza.