La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar
Hace cerca de diez años, el sonido de la música hecha en Ecuador se diversificó como nunca antes. La creación de escuelas de formación musical a nivel superior, la abrumadora incursión de nuevas tecnologías de comunicación, un buen número de músicos formados en otras ciudades del mundo y la facilidad de acceder a propuestas provenientes de todo el planeta a través del internet provocaron que surgiera un verdadero movimiento renovador en los sonidos hechos por estas tierras.
Bueyes de madera –los elegidos por Epicentro Arte en vivo para presentar el segundo videoclip de esta primera temporada, con el tema Plancton– pertenecen a una de estas corrientes de la escena independiente local y representan la toma de posta de una generación a su antecesora. Tres de los ‘bueyes’ –Bastián Napolitano, Matías Alvear y Pablo Vicencio– son hijos de altos referentes de la música hecha acá desde los ochentas: Héctor Napolitano, Álex Alvear y Mauricio Vicencio. Y también el pintor que completa la formación de la banda en vivo, Teo Monsalve, es hijo del maestro caleño Carlos Monsalve.
Bueyes de madera son producto de una camada resignada –o, más bien, entregada– a la contemplación de las cosas más simples. El caer de la lluvia, el silencio, el viaje sin planear o la inmovilidad de un abrazo pueden ser formas líricas para construir canciones contundentes como las compiladas en su primer CD-libro, titulado Apis, o como las de Ricardo Pita, Da Pawn, Cementerio de elefantes, La máquina camaleón y otros muchos más. Se piensa más en la experiencia sensorial que en el acabado producto sonoro por sí solo. Las notas son más largas sin vergüenza y las figuras de cada instrumento pueden repetirse sin cesar. Hay coros delirantes e imágenes, líneas vocales que evocan lo andrógino, cuerdas sencillas, redundantes hasta el trance, y con frecuencia se escuchan esos timbres de voz sin pretensiones que tienden al susurro, como si el mundo de hoy quisiera hacer sonar desesperadamente un secreto de siempre… O como dibujos.
Las primeras líneas del cello en Plancton, superponiéndose al arpegio de la guitarra, nos atraen hacia un mundo onírico, mientras Grecia Albán camina las cuerdas y hace los coros, junto con Matías, el bajista: dos voces que se mimetizan como alquimia vieja. En la sala de La Casa Nosstra, esferas de papel de colores y banderines de feria cuelgan de los techos. Las escenas, editadas a bajo contraste, ayudan a acelerar el trip. La percusión en manos de Pablo emula el lenguaje de criaturas invisibles y la batería de Bastián sirve para cruzar las puertas de una habitación a otra… “Yo nunca imaginaba que las luces bailaban y cantaban mientras brillan”, dice Steven ‘Stich’ Dagenais, después de haberse entregado a toda esa “juguetería para la noche entera”. El escenario soporta una temperatura acuática y el público en la sala se siente cómodo dentro de una mentira necesaria. “Cómo puede ser que estés mirando a la luna y se parta en dos pedazos que se transforman en ojos blancos, y que el cielo hable…”. ¡Que no se acabe el viaje!
Esta ola de bandas y solistas –entre las que están los Bueyes– parecería querer hablarnos de una misma cosa sin habérselo propuesto conscientemente: el tiempo pasó y es urgente aceptar que la prisa en la que se sumió la generación de los nacidos en los cincuentas, sesentas y setentas no es la única manera de llevar la vida. Los ideales que movieron a la generación de aquellos músicos revolucionarios y activistas que arengaban en cada estrofa o hasta soportaban toletazos y gas en las calles, huelen ya a bocado rancio.
Pero, la música –como siempre– nos sobrevive a todos y a todo. Si para los roqueros cuencanos de Sobrepeso –allá por los noventas y a las puertas del nuevo milenio– era importante gritar rabiosamente a “la belleza de estos tiempos tan impredecibles”, para los Bueyes de madera es más útil hoy cantarle a la belleza de lo aparentemente intrascendente. Poner a la música al servicio de una oración a la naturaleza, como en Planta de durazno, un soft reggae que es una reconciliación con el origen. O sencillamente escapar, pero en buen plan, como en Medicina para la cabeza: “Quiero alguien que diga que todo es posible en la vida, que todo se cura con el tambor, y así bajamos a Guápulo”. No deja de ser curiosa, casi mágica la alusión a Guápulo como símbolo del delirio sicodélico de alguna vez. Guápulo, esa pequeña aldea donde nacieron los relatos de los mayores, el mito que revive las letras ochenteras de Promesas Temporales o de Umbral y que es también el símbolo de esa música que nos sobrevivirá a todos.
A lo mejor Bueyes de madera son el síntoma de toda una generación y tal vez la anunciación de lo que vendrá una, dos o tres generaciones más adelante. Podrían fácilmente representar el resultado del desencanto y la reacción obvia ante la estorbosa nostalgia que ha marcado históricamente a los habitantes andinos, pero los Bueyes van más lejos: la euforia del rock irreverente del siglo XX ha dado lugar al trip delirante. Esa ha sido y continúa siendo la reacción ante los tiempos de las consignas marchitas: hablar de un neoabsurdo, usar una poética basada en el autoexilio, en la desidia ante las inútiles preocupaciones de los más viejos. Es contar lentamente el cuento de que no hay tiempo que perder para recuperar la libertad de detenernos sobre el plancton…
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