Por Rosa Inés Padilla / @rip2507
Este no es un texto que explica el origen del Día de los Santos Difuntos. Sí se puede decir, sin embargo, que desde el 31 de octubre hasta el 2 de noviembre, en casi todo el mundo se pueden rastrear ceremonias o tradiciones que están enfocadas en espíritus, fantasmas, seres del más allá. Una de las más famosas, gracias a la interacción entre mercado y capitalismo, es el Halloween. La raíz de esta palabra proviene de una forma sintetizada de la lengua escocesa para All Hollows’ Eve, o la víspera de todos los santos, celebrada el 1° de noviembre. No obstante, esta festividad tiene un origen celta y pagano: el Samhain, que se celebraba en el fin del verano e inicio del invierno, el final de la temporada de la cosecha. Además, era un día en el que vivos, muertos y espíritus convivían en una asamblea. Algunos aseguran que la festividad y el origen de esta suerte de puente con el más allá tiene que ver justamente con el término de la temporada de cosecha y la entrada, para los celtas, a la estación del año más oscura. El Samhain acortaba, entonces, el puente entre este y el otro mundo, de manera que todos los espíritus, fantasmas, presencias y demás seres eran bienvenidos. La ceremonia o asamblea para vivos y muertos incluía, asimismo, el consumo de gran cantidad de comida, producto de la cosecha.
En México, por ejemplo, esta época respondía a una de las varias (al menos seis) celebraciones por los muertos que tenían los antiguos mexicas durante el año, según Bernardino de Sagahún (1499-1590). El cronista apunta que durante algunas de las festividades para recordar a los muertos incluían la preparación de comida como tamales, guisos, mazamorra, y el consumo de pulque. También se hacían figuras antropomórficas con harina de amaranto que luego se repartían entre los asistentes. Algunos estudiosos ven en estas preparaciones el origen de las populares ofrendas que incluyen la elaboración de un pan especial, el llamado pan de muerto, y las ya famosas calaveras de amaranto y azúcar. Es decir, para los antiguos mexicas, el consumo de alimentos era parte de los rituales funerarios, cualidad que también se compartía en otras comunidades ubicadas en el Valle de México, Tlaxcala, Oaxaca, entre otras.
Si rastreamos un posible origen en la zona andina, podemos referirnos al cronista Felipe Guamán Poma de Ayala (1534-1615), quien señaló al Ayamarca Raymi Quilla, una festividad de dos días -1° y 2 de noviembre- que celebraba y recordaba a los muertos, en cuyas fiestas eran comunes las ofrendas: eran dos días en los que los muertos comulgaban con los vivos. Los muertos llegaban al mediodía del 1° y se despedían ya entrado el 2 de noviembre. La fiesta incluía la preparación de tanta wawa (guaguas de pan) y algunos tipos de panes con cereales andinos como la quinua, con formas antropomórficas, que se acompañaba con chicha de jora, entre otros alimentos. Se llegó a decir que la festividad incluía sacar al difunto de su entierro, al menos durante tres años seguidos, para cumplir el rito, y luego devolverlo a la Pachamama, es decir, a la tierra de la que todos somos hijos.
En Ecuador, país que fue ocupado también por los incas, la festividad incluye la elaboración de las famosas guaguas de pan, que no son otra cosa que la representación de un muerto, acompañadas por la colada morada, que para algunos simboliza la sangre de aquellos que partieron. En algunas comunidades, el ritual incluye dejar un vaso o una taza de colada morada y varias guaguas de pan en la Pachamama e incluso en las tumbas del cementerio, durante la noche del 1° al 2 de noviembre.
Si bien muchas de las celebraciones de Latinoamérica para los muertos fueron erradicadas por la Conquista por considerarlas paganas, las celebraciones del 1° y 2 de noviembre se amalgamaron con aquellas impuestas por la Iglesia católica, y se volvieron parte de una mezcla heterogénea —por no hablar de sincretismo o hibridación— en la que se combinaron varias culturas. La Iglesia católica, en efecto, reconoció la celebración de los Santos Difuntos el 2 de noviembre gracias a San Odilón. Este día se volvió fundamental, ya que las misas que se ofrecen supuestamente ayudan no solo a evocar el recuerdo de los muertos, sino también a que alcancen su salvación.
Sin embargo, hay que decir que la Iglesia se limitaba al oficio de las misas. Comer y visitar los lugares de los muertos es parte de otra ceremonia que en muchos lugares se realiza sin importar la filiación religiosa. Consumir alimentos y bebidas en cementerios, velorios, funerales, entierros, o incluir una comida en conmemoración de un muerto son, en efecto, características bastante extendidas en varias culturas. Muchas de ellas incluyen la preparación de alimentos específicos en el caso de ritos funerarios o la elaboración del platillo especial que prefería el muerto. El alcohol o las bebidas también han acompañado a estos rituales. Si bien cada uno es diferente, en cada región, país, sociedad o cultura, la muerte y su ritual están considerados parte de la esencia humana.
Para Giambattista Vico (1725), el entierro es una de las tres instituciones universales del ser humano, junto con el matrimonio y la religión. Para el autor, el entierro, los cadáveres y las tumbas son los que hacen que el humano se asocie o se vincule a un lugar. A partir del lugar del entierro de sus ancestros, algunas comunidades se han establecido, ya que el lugar se carga de significados y significaciones. Estos entierros y tumbas se conectan, en ciertas ocasiones, con mitos que explican de dónde han surgido sus héroes, lo que hace que estos lugares adquieran connotaciones religiosas y que sean vistos como territorios en donde se hacen visibles las raíces sociales y políticas de un grupo.
Vico también recuerda que humanitas -en latín- proviene de humando, que significa enterrar o enterrando. Humanidad, por su parte, viene de la raíz humare, que significa enterrar. El autor destaca así la importancia del entierro y de los rituales que acompañaban a los cuerpos. Es a partir del atender a los cuerpos muertos de los otros que la humanidad adquiere un significado sobre su propia existencia.
Esa existencia se ha puesto a prueba en el 2020, pues como sociedad hemos fracasado en varios ámbitos. Algunos filósofos, al inicio de la pandemia, hablaban sobre la posible caída del capitalismo, otros apelaban a que por fin íbamos a ver el potencial del colectivo y de la comunidad para alcanzar esa trascendencia. La pandemia, si bien aún no logra lo primero y está bastante lejos de lograr lo segundo, ha hecho que todos nos preguntemos por la mortalidad. Al menos una vez durante todo este tiempo hemos recordado que somos mortales.
En ese mismo contexto y bajo la amenaza de la segunda ola del coronavirus, algunos gobiernos han decidido cerrar al público los cementerios, mausoleos u otros espacios destinados a albergar cadáveres. Esta decisión ha sido cuestionada por quienes esperaban el 2 de noviembre, por fin, despedir o rendir algún tipo de tributo a aquellos que han muerto durante la pandemia, a aquellos que no tuvieron un ritual funerario o ni siquiera una reunión, una comida, una celebración que nos permitiera expresar quién fue nuestro muerto. En este sentido, muchos también se han visto imposibilitados de salir de la crisis que provoca la pérdida, hacer catarsis, peor aún reconfigurar el núcleo familiar o social que ha quedado incompleto, debido a la ausencia de un individuo.
La muerte de un individuo significa, para muchos, poner en duda el espíritu de lo humano, la trascendencia de lo social, los vínculos con una comunidad. La muerte de otro —más si es cercano— provoca que nos preguntemos sobre nuestra propia existencia: nos resulta incomprensible imaginar cómo terminará afectando esta pandemia a todos. Todos hemos sufrido la pérdida, todos hemos tenido un cercano que ha muerto, cómo será volver a esa “normalidad” con todas esas faltas, con todas esas ausencias de las que ni siquiera estamos conscientes.
Probablemente, además de las ceremonias públicas que se puedan hacer, está también la posibilidad de relatar, hablar, escuchar, escribir. En el recuerdo oral, escrito, olfativo y sonoro está la llave para la memoria. En efecto, la historia humana está llena de ‘presencias’ que nos han abandonado, hombres y mujeres que ya no existen pero que son esenciales para que sintamos pertenencia o empatía con alguien o con algo —sea esto un espacio, una familia o un culto.
Esas presencias vuelven a estar en el mundo gracias a la memoria, al recuerdo y al relato, y durante muchísimos años, esta ha sido la época idónea para hacerlo. Es la época para hablar de ancestros, espíritus, fantasmas y muertos; la temporada de los antepasados y de las historias familiares, sean buenas, malas, vergonzosas, ejemplificadoras o moralistas. Las historias están llenas de vacíos, faltas, excesos y grandilocuencias, por eso son historias, por eso debemos contrastarlas, contarlas, recontarlas y contenerlas. Sin la repetición no existe garantía de perpetuidad.
No es que el tiempo sea mágico o que incluya un puente entre el más acá o el más allá, tal vez solo es un período en el que la atmósfera se llena de relatos que promueven los vínculos, cuando se comparte, y eso es lo que le da ese aire casi sagrado. Todos hablamos de muertos, así que por una vez al año los hacemos ‘presencias’ en el mundo. Esas presencias existen más allá de la tierra de los cementerios, de las lápidas o de los rezos por su salvación; existen porque uno les da vida gracias a la memoria. Esta memoria no solo funciona cuando uno visita un lugar, sino también al observar una imagen, al recordar un olor y un sabor; más aún si se trata de replicarlo. Por eso la comida, la música, las imágenes y los objetos son indispensables en este tipo de rituales.
Si este es el tiempo paradigmático para recordar, rememorar, narrar, pedir, bendecir, orar, comer, compartir, beber y cantar desde hace cientos de años, que no se restrinja el recuerdo por la falta del espacio. Si el hacer pan, colada morada y otros alimentos nos ha garantizado recordar las ausencias, ¿por qué no acompañarlos de algo más? Si una de las frases de esta pandemia ha sido “Nos volveremos a abrazar”, ¿por qué no hacerlo de forma simbólica mientras uno comparte y cuenta la historia de aquellos que ya no están, mientras escucha su canción favorita, prepara su comida predilecta o cuenta su más grande anécdota, por pequeña o absurda que parezca?
Independientemente de la filiación religiosa que se profese, más allá de la santa, espíritu o ancestro al que usted quiera rezar, bendecir u honrar, lo único que se debe cuidar en esta época es evitar las aglomeraciones y compartir un recuerdo. Ensaye y aplique sus ritos personales e invoque a los que partieron, hágalos presencia en el mundo y tienda sus puentes con la memoria familiar y colectiva. Su relato puede tener varias presentaciones: un altar, una ofrenda, comida, una canción, un amuleto o hechizo; no importa la forma sino sus profundas significaciones. Lo maravilloso de los rituales es que, a pesar de su afán de repetir patrones, también tienden a renovarse. Cada ritual es un exceso y una falta, una acción restaurada y repetida una infinidad de veces, siempre única, nunca uniforme. El ritual es un constante proceso que persiste, se reconstruye y se resignifica. Por eso debe ser visto como una restauración inequívoca de lo que es el ser humano: siempre en firme batalla por la vida, siempre en una incansable lid en contra del olvido.
Maravilloso texto, hace reflexionar sobre la existencia y su finalización, que no es finalización sino otro nivel de existencia, y como concluye no hay que tener muy en cuenta de la lucha contra el olvido (¿de qué olvido?)
Perdón, se me metió un no en el comentario es evidente que Hay que tener en cuenta la lucha contra el olvido