Por Francisco Ortiz Arroba / @panchoora
El vecino que me tocó en suerte tiene un teatro en casa. ¡No, no es uno de esos que se conectan a la tele, hablo de un teatro de verdad! Es la casa de artes Clownpilo. Esa noche solo tuve que abrir y cerrar mi puerta para ver una obra de clown.
El cielo estaba tironeado de estrellas, como bambalinas, aun con la luna compitiendo con su luz. No había butacas, solo unas sillas plásticas que esperaban su turno para ser usadas por algún espectador risueño. Al fondo, donde la penumbra jugaría más tarde a la cuerda floja, una nariz roja brilló como el primer botón de un rosal. Era Tito, un hombre, digamos, más alto que esbelto.
Su cuerpo era un garabato: piernas largas, flacas y más blancas que la leche en polvo. Sus brazos eran dos prolongados péndulos que simulaban las manecillas de un reloj medio loco. Vestía un pantalón corto que cubría con las justas sus miserias, camiseta sin mangas y un simulacro de vuelos a lo Luis XVI y unos zapatos negros moldeados a la medida de sus pies gigantones.
Fracásate conmigo es más que un divertido espectáculo de clown. Es una celebración al amor, a ese amor que no cuestiona sino que construye. Es un mundo donde todos tienen derecho a amar y a ser amados, sin discriminación, sin llanto.
Tito juega a los besos con su Barbie y su Ken. Besos largos, tímidos pero letales: Ken pierde la cabeza. La escena me recordó esos arrumacos amorosos entre esos mismos íconos de la juguetería transnacional en Toy Story III.
Con cada payasada, los niños de la primera fila de esa platea, improvisada sobre una alfombra al estilo de Las mil y una noches, soltaban descomunales carcajadas que ya no cabían en sus cuerpecitos. ¡Era un viernes de fiesta para ellos!
Tito intentó vestir un traje rojo de fieltro pero no tuvo éxito. Es que con ese cuerpo cualquier prenda le quedaría floja, así como la pijama a un loco. Enseguida, su mirada buscó entre el público, divagó unos segundos y finalmente se detuvo sobre la que parecía la única chica soltera. Seguro los nervios la rebasaron porque mientras Tito le invitaba a levantarse y le payaseaba su amor, ella no veía la hora de volver a su asiento. ¡Pobre Tito, esa mujer le partió el corazón! Los demás sentimos el vértigo que provoca una montaña rusa. Nos dejamos transportar desde la sensación de atracción física hasta la fuerza de la selección natural, pasando luego por el rechazo, la soledad, el silencio, ese silencio ciego del que cuesta salir. Ese silencio que nos deja limpios y en equilibrio cuando logramos escapar de sus brazos.
Cuando Tito comenzó a equilibrarse sobre una destemplada cuerda circense, su nariz roja robó de nuevo mi atención. Entendí así que la nariz de un clown es la máscara más pequeña que uno pueda pegarse a la cara. Es como un semáforo en rojo para el tedio de los hombres que todo lo racionalizan, todo lo explican. La nariz de un payaso es la puerta abierta a ese espíritu benigno que nos habita y que no soltamos, por culpa de esos sentimientos idiotas que cargamos dentro.
Cuando su show parecía que iba a terminar, un monociclo adornado con trenzas y ojos plásticos desorbitados, entró en escena de la mano de Tito. Su metálico cuerpo brilló como estrella por el reflejo de las luces que colgaban desde las marquesinas. Tito le declaró su amor y le insertó un anillo de compromiso. Ella le dio el sí y él la beso con ternura. Como se podrán imaginar, luego de la boda hubo fiesta, y al final, los dos jugaron solos al equilibrio como niños enamorados en la penumbra de ese teatro, más que patio. Y fueron la noche y las estrellas quienes bajaron el telón…
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Para todos los interesados en sonreír, la casa de artes Clownpilo está ubicada en la calle Wilson Cueva (séptima transversal) S7-266 y vía Intervalles (Tumbaco).