Por Karina Marín
Rodrigo Quintana no es un personaje de ficción, pero podría serlo. Su muerte atroz, acaecida el pasado 1 de abril durante los masivos disturbios que tuvieron lugar en Asunción, podría narrarse en Humo, la última novela de Gabriela Alemán (Penguin Random House). Este hombre de 25 años, líder de las juventudes liberales, condenaba junto a sus compañeros la reforma de ley que permitiría al presidente Horacio Cartes reelegirse y perpetuarse en el poder. Esto, en el país que ha vivido la dictadura más larga de América Latina, la de Alfredo Stroessner, es un peso intolerable para un pueblo cuyo doloroso pasado no deja de retumbar en su cotidianidad. Precisamente sobre ese pasado escribe Gabriela Alemán, y sobre la memoria, escritura impostergable hoy más que nunca.
Mientras pensaba estas líneas, una vez leída la última página de la novela, observé con algo de vergüenza el ejemplar de la novela que pasó por mis manos: esquinas dobladas, páginas subrayadas, márgenes anotados. Mi libro tiene ahora un aspecto que a ciertos lectores espantaría y que otros tantos, más elegantes y pulcros, seguramente censurarían. Con todo y timidez, volví sobre sus páginas y pasé los ojos indistintamente por mis anotaciones y mis huellas: como Gabriela, uno de los personajes protagonistas, sentí el vértigo y la inquietud de regresar a un lugar que yo ya había habitado en la lectura; sentí la nostalgia por ciertos momentos vividos en el libro y sentí la ansiedad por saber con quién volvería a encontrarme. Es posible que, como ella, yo también haya vuelto no solamente para escribir esto que ahora escribo, sino sobre todo con la esperanza de poder aprehender algo más de ese personaje de todo el mundo y de cualquier parte que es Andrei, quizá para tratar de admitir definitivamente su enorme ausencia.
La analogía que hago de mi regreso a las páginas del libro con el regreso de Gabriela a aquella casa derruida y maltratada en Paraguay, luego de tantos años, es una estrategia que puede sonar común: uno vuelve a ciertos libros. Uno se despide de tantos otros. Sabe además que en ese ir y venir hay una conciencia de pérdida: en el movimiento entre uno y otro puerto jamás nada vuelve a ser igual. Por eso pienso que una de las muchas virtudes de Humo es, precisamente, constituirse en un relato de la memoria, de lo que nunca se detiene, de lo que se intuye. Un relato del que decide partir y del que decide detenerse en todo menos en el recuerdo, una historia que no vuelve a ser la misma. En Humo la memoria no es una aspiración, sino un modo de proceder frente a lo inevitable. Frente a la muerte, por ejemplo.
«Pero el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar», dice el tango de 1934, una de las épocas en las que transcurre esta historia. Un fragmento de la letra del tango de Gardel y Le Pera aparece además en cierta página de la novela, como evocando lo que aún no ha sucedido. Sin embargo, en Humo, detener el andar no es dejar de buscar. Gabriela, el personaje, lo sabe. Con su andar pausado, ayudada por su bastón, Gabriela nunca deja de buscar. A pesar de la incomodidad que siente al mover su pierna, Gabriela se arrastra, se agacha, sube, indaga, baja. Ella es el personaje de la memoria: no se constituye, sin embargo, en un agente que dispone de lo que encuentra procurando coleccionar pistas para llegar a la verdad. Por supuesto, hay una intención de develar algo. Pero a pesar del esfuerzo por rememorar y por remover, ese algo de la historia de Andrei y de la historia paraguaya tiende a ser escurridizo. Por eso Gabriela, que no es solamente un instrumento de este acto de rememoración, actúa por un impulso, dejándose llevar por los recuerdos, por las emociones, dejándose afectar por todas ellas a medida que va transitando desordenadamente por una y otra habitación, por una y otra calle, por uno y otro rostro, por una y otra palabra y también, sí, entre el guaraní y el español, va y viene por una y otra lengua. Gabriela excava un pasado, que es el de la casa fantasmal, el de Andrei, el de sus hijos, el de todo un país. Un pasado que es su propio pasado, el de la viajera que vuelve.
Andrei, en cambio, es el viajero que huye. Lo hace también por impulso, sin precisar con exactitud por qué huye. Podría quedarse, pero se va. Su viaje, en sí mismo, no tiene sentido, excepto el de la intuición. No conoce a nadie pero luego será el centro de todo y de todos. Cambiará. Ni él mismo podrá creer en qué se ha convertido su vida. En sus manos, ese impulso, esa intuición, se transformará en entrega. Su lugar estará en cada cuerpo por el que sus manos puedan hacer algo: la muchacha enferma, los pacientes del leprocomio, los soldados desahuciados, la joven profanada. Es capaz de mirar y conmoverse y de llevar su afectación a la acción. En sus últimos años se reprochará esa entrega y le dirá a su hijo que uno tiene que saber cuánto está dispuesto a dar y por quién. Lo dirá además porque sabe que él mismo fue capaz de hacer algo por todos, de hallar en todos ese rasgo de humanidad que a veces parece imposible o que en algunas personas se ve tan solo por un instante. El dolor físico del dictador Stroessner y su vulnerabilidad es, precisamente, uno de esos momentos magistrales de materialización de lo humano en la novela, incluso cuando lo humano parece imposible. A veces podemos amar al tirano. Andrei lo sabe. Se deja afectar.
¿Qué es sino impulso lo que hace que uno termine un libro y regrese a él, o abandone un país y vuelva, años después, a pesar de todo? Humo es la novela de ese impulso que es movimiento, de ese impulso de memoria que entra en tensión con una fuerza descomunal que trata de inmovilizarlo todo: la guerra. En su gula absoluta, la tragedia del Chaco (1932-1935) pretende reinar en silencio, a pesar de los gritos del dolor y del retumbar de los fusiles. ¿Por qué recordar una guerra como aquella? En la novela, el momento de la batalla es el de la angustiosa impotencia, pero también el del total absurdo: «allí no hay nada por qué pelear», le dirán a Andrei, contándole sobre ese horror que él aún no ha presenciado, dejando en evidencia que lo que está detrás (la patria, la dignidad, la grandeza del territorio) es todo aquello que no logra contener la conmoción de los cuerpos mutilados, calcinados y acribillados que pueblan esta historia, que es la historia de Paraguay y todas nuestras historias: «Allí no hay nada; nada por que valga la pena matar, nada por que valga la pena morir», se puede leer en la novela. Nada: ni la patria, ni el futuro. Nada.
Las historias de las naciones permanecen monumentales en innumerables páginas de nada, encuadernadas de manera uniforme con lomos de colores de pasado que homogeneizan el tiempo. Esas historias cuentan una verdad. Y probablemente no exista tiranía mayor que la verdad de la nación. Uno no anota impresiones ni subraya conmociones en las hojas de lo mil veces repetido. Es precisamente en contra de ese absoluto y de esa unificación del tiempo que una novela como Humo se presenta por momentos enigmática, laberíntica, fragmentada y violenta e invita a remover escombros entre sus páginas. ¿Hay acaso alguna otra forma de desestabilizar esa tiranía y la desmemoria que ella provoca, que no sea a través de la crudeza de imágenes, del ofrecimiento al lector de un espesor que casi siempre dejamos de presentir? ¿De qué otro modo puede uno acercarse a ese espesor que insiste en ser recordado, si no es anotando, subrayando, dejando la huella en los lugares a los que ha de volver, conmovido, abrazando y curando los cuerpos de aquellos a los que no hemos de olvidar? ¿Será posible olvidar ese cuerpo, el del joven Quintana, acribillado en su huida, que simboliza esa vieja violencia que aún se perpetúa?
Es por eso que Andrei, que no piensa volver y cuya huella desaparece en el mar que lo transporta hacia nuevas tierras, empieza en algún momento a escribir cartas a sus amigos Biró y Palamazczuk, personajes que evocan otras historias. Así, Andrei anota su vida y opta por dejar una huella. Es por eso que Gabriela, el personaje, recurre tantas veces a la biblioteca de la casa vieja: en dos ocasiones será la materialidad de los libros que sobresalen de los estantes, libros anotados o marcados por Andrei, los que le digan ‘algo’. También será por la ventana de la biblioteca por donde esa historia inicialmente aterradora encuentre un modo de ser múltiple, de volver a circular, de volar.
La novela de Gabriela Alemán está repleta de poesía, como la que se libera en este último instante. Y a través de la poesía, entre las imágenes de la luz y las del desgarramiento, el juego narrativo es el de una tensión que obliga a permanecer atento: cualquier historia de dolor podría ser una historia de alegría y luego de nostalgia. O al revés. No hay uniformidad. Es un relato que nos invita a no aceptar la continuidad de la desesperanza, de la soledad, de la guerra, pero sin olvidar a los que partieron. El joven Rodrigo Quintana, muerto esta semana, bien podría ser otro personaje de esta novela. Bien podría confirmar lo dicho por Andrei: que «todo tiene el extravagante olor de las cosas que mueren. Todo». Su cuerpo, tendido en un frío corredor, bien podría indicarnos un camino de resistencia: la patria es la nada frente a la libertad y tras ella, las vidas que aún persisten en la memoria siguen siendo lo único por lo que vale la pena abandonar un puerto y llegar a otro.