Por Damián De la Torre / @damiandelator
“Se dijo que hay dos clases de escritores. Los que luchan con sus obsesiones y demonios. Y los que inventan sus fantasmas a partir de la imaginación”, escribe Javier Vásconez en El coleccionista de sombras, su novela publicada por la editorial española Pre-Textos (2021). Uno se pregunta a qué grupo pertenece Javier. La respuesta, quizá, sea que tiene algo de los dos. Mucho más si hay dos Vásconez en su obra, mucho más si el escritor se desdobla entre sus páginas para articularse a través de la palabra.
Está el Vásconez narrador, quien lleva los hilos de la historia, y está el Vásconez personaje, quien rememora su pasado. Esto, posiblemente, responde a su memoria paquidérmica, porque si algo se puede asegurar de esta novela es que se trata de un tributo a los recuerdos: se necesita más que uno para abordar a un escritor tan neurótico como obsesivo, se necesita al menos dos para hablar de un coleccionista de imágenes y de las sombras propias y de otros.
Justamente, las sombras que más salen a la luz son las que entrega la literatura. Son las que encuentran los insomnes como Vásconez en los libros. Las sombras también son las voces que nos persiguen. Por eso traerá a varios autores sin ni siquiera citarlos a muchos textualmente, pero los guiños son evidentes al hablar de la miseria humana como es la enseñanza que le dejó Melville, por ejemplo. Están Faulkner, Nabokov y Rulfo. Y, si bien no es una obra kafkiana como El viajero de Praga, posiblemente trae la escena más potente en cuanto a metamorfosis se refiere: la del niño que vive dos situaciones: o es maltratado por sus amigos o, lo que es peor, ignorado por ellos.
Vásconez, el niño buleado en un internado de Londres, no solo es un insecto ante la incomunicación que vive con su familia, sino que es el bicho al que sus pares aplastan. Para lidiar con ello encontrará la sombra de un árbol, y ese árbol será una metáfora constante, una espiral para entender que no hay que irse por las ramas, sino que todo se une gracias a las raíces. Ahí es donde nacen ambos Vásconez, cuando descubre a la literatura como la compañera que no traiciona. La única manera de honrar a ese árbol que fue su compañía en una infancia desolada es tomar conciencia de no talarlos por desperdicio y de ahí cuidar excesivamente su escritura, cuidarla de la misma forma con que ha guardado sus recuerdos, así sean más grises que el Quito que tanto lo acompaña.
Y ya mencionado Quito, es imposible que su ciudad no aparezca en la obra. Pero, si bien es un lugar constante, esta vez no es el espacio determinante. Ya se habló de Londres, pero también está el París donde un ataque de epilepsia será una sombra que lo persiga por siempre. Para Vásconez, París no fue una fiesta, fue una locura. Y así aparecerá Madrid, Barcelona, Guayaquil… para armar una cartografía de experiencias de las cuales difícilmente se pueden escapar, mucho más cuando es un pasajero en trance, en permanente desplazamiento.
En cuanto a la trama todo se constituye desde un crimen. Desde la bala que irrumpe la noche. Ese hecho dará cabida a la aparición de personajes fascinantes como el asesinado conde Aldo Velasteguí, símbolo de la decadencia, pero dueño de ese linaje que las sociedades de mierda tanto admiran; y Denise, una cautivante mujer, amante del conde, y quien encenderá los pantalones de Vásconez (de ambos); así como habrá lugar para historias tan enigmáticas como la de la señorita Zaldumbide, quien encarna a lo gótico.
Pero trama y personajes parecerían tan solo pretextos para hablar de la idea, me atrevería a decir, que ronda por El coleccionista de sombras: la geografía planteada por Vásconez y su cartografía de emociones muestran que la literatura puede hermanar a los pueblos y exponer que sin importar el territorio se comparten las mismas angustias. Se trata de entender que lo único que no tiene fronteras es el dolor… esa sombra de la que nadie puede escapar.
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