Por Patricio Capelo
El último filme del director francés Bruno Dumont nos muestra a una Juana de Arco en su niñez y adolescencia, preparándose para lo que luego será la guerra que la llevará a la historia. Además de la denominada guerra de los 100 años –elemento narrativo que guía la parte diegética del filme–, hay otra guerra, que en un sentido estético el director declara en contra de los cánones convencionales fílmicos. Una guerra que se ha estado librando desde que las vanguardias –como la nueva ola francesa– pusieran un punto aparte en la manera de concebir el aparato cinematográfico.
André Bazin, el principal teórico de la nueva ola, plantó los cimientos de lo que se conoce como la transparencia. Una manera de hacer cine que rompía radicalmente con la forma tradicional de construir relatos audiovisuales, propuesta en la era dorada del cine hollywoodense (entre los 40 y 50). Para Bazin, cristiano devoto (como Jeannette), el cine debería ser una ventana abierta al mundo. Un mundo que ya contenía en sí una verdad sagrada que el director debería apenas modificar con decisiones como dónde colocar la cámara. Esta manera de hacer cine planteó una ruptura frente al acartonado cine del Studio system estadounidense y significó una batalla entre los autores europeos y la gran industria.
En su película, Dumont continúa esa guerra usando una mirada hipernaturalista de los paisajes y eventos, pero contrastándolos con la ruptura radical. Uno de los principios, y el más importante según Bazin, para abordar la transparencia fílmica, es que el cine no debería dejarse ver a sí mismo como obra. Es este principio aquel con el que el director crea un diálogo directo con el teórico.
En la película de Dumont hay una propuesta lúdica entre el realismo absoluto de la transparencia y su transgresión tajante. Por un lado tenemos una puesta en escena que se basa en el uso de exteriores con planos estáticos, en su mayoría, y un ritmo lento. Estética muy cercana a lo que la transparencia podría aceptar como la ventana abierta al mundo. Pero el director decide contrastar esta estética con quiebres violentos, que llegan con los elementos musicales extradiegéticos, y pasan a robarse la atención.
Se nos dice de manera explícita que esto no es más un ventana abierta hacia el siglo XV, sino una obra transgresora en la que se quiere crear un espectador activo. La entrada de la música podría haber sido concebida de manera sutil, pero Dumont decide usar géneros totalmente anacrónicos para la época retratada: el death metal y el break core.
La mixtura entre la transparencia y su quiebre crea una estética transgresora y fresca. Aun más, tomando en cuenta que se insinúa que la cámara es en realidad el ojo de dios. Las rupturas de la cuarta pared en Jeannette, cuando mira directamente a la cámara, no solo funcionan como otra ruptura de la trasparencia sino también como una mirada que hace posible la apertura de esa ventana al mundo (Dios).
La propuesta de Dumont nace de una guerra declarada contra la manera convencional de hacer cine y su acartonamiento, que vuelve con fuerza cada cierto tiempo. Además, el director rinde homenaje a sus precursores y compatriotas de la nueva ola francesa, entre ellos Bazin y Godard.
Una guerra cuyo campo de batalla es la sala de cine, una guerra sin ganadores, en la que el premio es impulsar la forma y el fondo audiovisual hacia nuevos lugares.