Texto: Pablo Rodríguez / @pablesrock
Fotos: Marco Salgado / @SALGADOMARC0 y Pablo Rodríguez
Kiss es el único o uno de los poquísimos espectáculos de grandes bandas de rock que realmente causaron impresión en Ecuador. Ahora, con los ánimos un poco más calmos después de semejante azote sonoro y visual, veamos por qué este podría ser el mejor concierto de rock que ha llegado a Quito.
Para empezar, hay que decir que en cuanto a lo técnico, no hubo mezquindad alguna: el espectáculo de los neoyorquinos tuvo la garantía de un equipo L Acoustic K2 y K1 SB, traído desde Medellín por primera vez a Ecuador.
Para continuar -muy al contrario de lo que se esperaba-, la expectativa por su llegada no tuvo la dimensión que la de bandas como Iron Maiden o Metallica. A Kiss llegó menos público. Tal vez tenga que ver con la incomodidad que ofrece un espacio como el antiguo aeropuerto. (Esto confirma la ausencia de espacios adecuados para conciertos grandes, pues su disposición ubica al mismo nivel tanto a la última como a la primera persona del público. Así, la visibilidad de los asistentes se ve limitada. Escenarios como el Estadio Olímpico Atahualpa, el estadio de la Liga, en Ponciano, o el Coliseo General Rumiñahui no tienen los diámetros necesario para ubicar el tipo de escenario requerido para conciertos como este).
En el momento en el que cayó el inmenso telón y se develó el nombre ‘Kiss’ escrito en letras plateadas, no solo empezó el show de la banda más caliente del planeta -temperatura garantizada por el inmenso sex appeal de Paul Stanley y la generosa descarga de pirotecnia en escenario-, sino que por fin se materializó el encuentro cara a cara con una parte fundamental de lo que hoy conocemos como rock, y que desde 1973 se está construyendo.
El show de Kiss siempre es una comunión perfecta entre música e imagen. Es que la banda no se limita a la interpretación visual literal de canciones hiperreconocidas, sino que exhibe una suerte de espectáculo aparte: pirotecnia, malabares y un elaborado guion gestual para los presentes son algunos de los ingredientes. Ver y escuchar la música es lo que proponen los personajes que encarnan Paul Stanley, Eugene Klein, Eric Doyle y Tommy Thayer.
Paul Stanley es el corazón. Es como el alma de algo indescifrable. E impredecible: en un español nada defectuoso, sintonizó con ese público privilegiado y le dedicó frases como: “No hablo en español muy bien pero comprendo tus sentimientos”. Le cantó pedazos de esa canción basada en un poema de José Martí y musicalizada por José Fernández Díaz, Guantanamera, y voló sobre la gente para interpretar una sentida versión de Love Gun.
Eugene, mejor conocido como Gene Simmons, es el cerebro calculador, es quien pone en orden cada centímetro del show. Varios de los momentos más intensos del concierto estuvieron en sus manos, por ejemplo, al cantar éxitos universales como Rock and roll all nite o I was made for lovin’you. Gene es la cabeza que levantó todo el emporio financiero que es Kiss, cosa por la que es igual de reconocido que por ser el bajista de la banda. A lo mejor por eso no fue tan inocente su número de elevarse hasta la cúspide del escenario capitalino luego de ejecutar un solo. Desde allá arriba, jugó con el público: “¡Mucho gusto!”, dijo, antes de descargar God of thunder.
Tommy Thayer, quien antes de ser parte de Kiss hizo un poco de historia en la banda Black and blue, se ha parado tantas veces sobre ese escenario que lo conoce al milímetro. Si bien él es quien menos juega frente a las cámaras, interactúa permanentemente con su compañero de cuerdas Stanley, tal como lo hizo en Creatures of the night o Shout it out loud, y al hacer coros con Simnons, en I was made for lovin’ you.
Eric Doyle -Singer, para los amigos- es el baterista que más veces ha entrado y salido de la banda. Su set de batería subía y bajaba, sobre todo al final de Rock and roll all nite, y en ciertos momentos se detuvo en lo alto para cerrar un concierto memorable en medio de un inmenso despliegue pirotécnico.
Una forma de hacer rock y mantenerlo vivo no es, necesariamente, llegar con canciones nuevas a un país nuevo dentro de una gira similar a las que vienen haciendo desde hace más de cuatro décadas. La chispa de Kiss está en seguir tocando sus célebres canciones con tal fuerza que el público sienta por qué han sobrepasado la barrera del tiempo sin que ese sabor a viejo se haya pegado en sus notas. Kiss hizo sentir cercanos los años setenta, cuando se compusieron sus temas más reconocidos. Pero esta destreza de juntar dos épocas distintas y distantes, podría ser capaz de propulsar un nuevo rock por estas tierras. Ya varias jóvenes bandas quiteñas lo han demostrado, como Trébol, quienes tuvieron en la música de Kiss una fuerte motivación creativa. Por eso no importa –es más, pocos lo recordarán- cómo se llama el último disco de Kiss ni cuánta novedad despiertan.
Este fue un encuentro intergeneracional. Decenas de padres cuarentones acudieron con sus hijos, en un acto que tal vez sea el mejor legado que muchos de estos menores recibieron. Sin embargo, 48 horas antes del concierto, la Intendencia de Policía prohibió la entrada de menores de 16 años al show. Más adelante, la orden fue modificada, extendiendo la prohibición a menores de 12. Al parecer, la absurda disposición no pudo ponerse en práctica.
Dos amigos que coincidieron al final del concierto se estrecharon en un fuerte y prolongado abrazo. Sus viejos tiempos los pasaron escuchando a Kiss. Ahora, la música los había reunido para perdonarse por algo que, en algún momento, los separó. Sea lo que sea, estaban juntos después de años, luego de ver a sus viejos ídolos en vivo. Luego de que Paul Stanley cerrara el show estrellando su guitarra contra el suelo. “Quito, ¡adiós!”.
La cita con Kiss fue un encuentro con estos testigos históricos de las transformaciones del rock. Fue una experiencia que puede hacer mejores personas, dar aliento y hasta una razón para continuar batallando en medio de un entorno que propone mucho, pero poco de lo que de verdad importa. La marca que dejó Kiss en Quito será muy difícil de superar, a pesar de la asistencia tibia de un público que -aunque suele exigir buenas bandas, no acude cuando estas llegan.
Los públicos comprometidos no garantizan aún las cifras necesarias para que podamos volver a vivir algo similar por estos lares.