Por Oscar Pineda
Guillermo Del Toro nos regala una película sensible, inquietante, abrumadora, extravagante. Se trata de una historia sobre lo otro, ese otro que arde fuera del margen. Un otro del que se huye aterrorizado o al que se lo reduce hasta aniquilarlo, ambos extremismos provocados por una misma razón: el miedo.
Ambientada en Baltimore (Estados Unidos), en 1962, en plena Guerra Fría, La forma del agua es un cuento de hadas para adultos. Va sobre el amor entre una agente de limpieza que no habla pero puede escuchar todo, y un humanoide, capturado de las aguas de Brasil, a quien torturan y mantienen cautivo en un laboratorio en nombre de la ciencia y la seguridad nacional.
Sostenida y vendida como una fábula romántica, es sobre todo una película que predica la tolerancia, que en la actualidad se menoscaba por un miedo cuyo pilar es la ignorancia, el desconocimiento sobre el otro.
Y ese otro, esos seres marginales, están representados con magistralidad por la afrodescendiente Zelda (Octavia Spencer), víctima de prejuicios raciales; Giles (Richard Jenkins), un homosexual que debe ocultarse en el armario, y por Eliza Sposito (Sally Hawkins), la agente de limpieza que halla, a través de la música, la manera de apaciguar al humanoide traído desde el río Amazonas.
La normalidad es representada por el amenazante agente Strickland (Michael Shannon), un estadounidense acosador, xenófobo y misógino, quien intenta conocer al ser extraño, al recurso –como lo nombraron en la época– y, debido a que su método es la violencia, no logra conectar con él. Algo que Eliza obtiene con fascinante naturalidad.
En el filme el destino del otro, del diferente, es la muerte. Y Eliza, conectada con el ser, mitad pez mitad hombre, desarrolla un amor tan luminoso como peculiar; incluso llega a ser chocante. Del Toro narra con habilidad esta relación, en la que el sexo es central y lo envuelve en un halo esperanzador.
La forma del agua no es una película distinta en cuanto al uso de estereotipos. De hecho, historias de amor similares entre diferentes ya las contó Disney con La Bella y la Bestia, La Sirenita, o con supreproducciones como Avatar.
El logro de esta cinta es contar cómo el amor es el germen de la tolerancia y cómo a partir de reducir los prejuicios se puede alcanzar una convivencia armoniosa; además, cómo lo más monstruoso o lo más extraño puede albergar lo más bello.
Del Toro, en una entrevista concedida a Los Angeles Times, dijo que su objetivo era retratar al otro cuando es visto como el enemigo. Hizo un paralelo con la realidad de los mexicanos migrantes en Estados Unidos, vistos como los inadaptados, culpables de los males que padece ese país y maltratados por esa razón. “Hay más razones para amar al otro que para odiarlo”, destacó.
En la entrega de los premios Golden Globes le preguntaron a Del Toro cómo puede ser que en sus filmes mezcle terror y lados muy oscuros de la humanidad, y que a la vez albergue tramas de amor y alegría. Espontáneo dijo: “I’m mexican”. No hay más qué decir.
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