Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
«Pero en esa empresa imposible, el subconsciente y las herramientas musicales –conscientes y únicas para cada compositor– se entregan al juego técnico para alcanzar
una forma sonora, en el mejor de los casos, satisfactoria».
Andrés Noboa
Sinestesia. Andrés Noboa –atrevido y valiente– ha reescrito uno de los cuentos más vívidos de Un llano en llamas, de Juan Rulfo, con una composición para tres guitarras. Pero no lo ha reescrito. Andrés está consciente de que trabaja en el terreno de lo imposible. No pretende reemplazar la palabra con la combinación de sonidos y silencios. No pretende la osadía sino la búsqueda, el tributo.
¿Cómo suenan la soledad y el abandono? ¿Qué voz tienen el silencio o la muerte? El músico trata de responder estas preguntas casi sin percatarse de que lo hace. Fiel a la literatura de Rulfo y a lo que él identifica como su «desnuda fortaleza», Andrés reúne en esta composición todas las posibilidades de que escuchemos al desamparo y lo sintamos –como cuando leemos a Rulfo– aferrarse a nuestra piel. Pero para esta guitarrista y profesor quiteño, hay algo mucho más profundo que guía su búsqueda personal.
El viento arañando los techos y la tierra seca, que apenas se levanta antes de impregnarse sobre los cuerpos, son el aliento y los pies de la desolación. Pero la música no puede decirlo así, con las palabras. No es que prescinda de ellas, es que no las necesita. En ese afán otro es que Andrés Noboa se entrega a la intuición, porque cree que no hay retrato definitivo sin palabras, que la música y las palabras obedecen a mundos distintos, con sus respectivas gravedades y sus propios paisajes.
Cuando el escritor ibarreño Huilo Ruales le recomendó a Andrés, hace ya tiempo, la Antología de la Literatura Fantástica, esos textos de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, empezó a concebir el repertorio para La Sinfonía de Los Conjuros. «Textos incitadores e ineludibles de imágenes fantásticas –dice el músico–, laberintos y personajes transgresores de la realidad, todos ellos llenos de juego».
Y Juan Rulfo, el relator de los rincones lúgubres y de la sordidez de los seres olvidados, llegó para imprimir en la música de Andrés el timbre de una voz de muerte. «La muerte presente como la ropa cotidiana que, eventualmente, vestiremos».
Luvina es uno de los temas de este repertorio que empieza a asomarse enLa Sinfonía de Los Conjuros (nombre de la agrupación y del álbum en ciernes). Luvina es el viento y es también la rabia ante la impotencia. Luvina es cada rincón que un gobernante niega. Luvina es desesperanza pero también es ese último resquicio de aire que puede devenir en la resurrección. «La soledad es una melodía que en el momento final, en el que ya no hay esperanza, se vuelve a mover –dice Andrés–, alargando el sentimiento inútil. El olvido es un ruido absoluto en el que habitas el tiempo suficiente como para que sea tu nuevo silencio».
San Juan Luvina, el pueblo escondido entre cerros, que nos mostró Rulfo en la década de los cuarenta del siglo XX, ya no es igual. Los más jóvenes se han ido para buscar qué hacer y cómo darle el pecho a la indiferencia. «El silencio de Luvina es aparente, el viento casi adquiere la forma de un animal intrusivo, los pies de las mujeres buscando agua, el bagazo masticado sin fe; todo se escucha. Es posible que la tonada sea la que retrate esa desolación y derrota que ya son costumbre, que al no tener ya urgencia, se hacen canción».
Desde las grandes ciudades, fuera de México, desde muy lejos, los que nacieron después en Luvina se han encargado de esbozar su dignidad ideando proyectos de ecoturismo, exigiendo que las necesidades básicas sean satisfechas o uniendo las manos de la comunidad para proveerse de esa dignidad negada durante siglos. Ahora Luvina ya no es Luvina –el nombre, en lengua zapoteca, significa raíz de miseria–, sino algo que se quiere parecer a un rincón feliz y próspero. Quizás Andrés hace decir a las cuerdas que esto es así. «La muerte es una canción perdida, que escapa de ser escuchada justo detrás del aliento final del viajero». Esto dice Andrés Noboa y así suena su propia Luvina, la de la esperanza.