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La novela breve a rajatabla

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

Un gesto basta para iniciar: “La hija del Dr. Lehman, Amy, caminó, mirando hacia atrás, para recordar dónde estaba parqueado el automóvil de su padre”. El volver la mirada mientras se avanza, con el propósito de recordar el camino de regreso, simboliza la acción constante de esta historia hilvanada con instantes que decantan en una duda: “acaso no haya más que esto”. La escena luce clara, en ese pequeño pueblo “no había forma de perderse”.

¿Cómo perderse en un lugar tan pequeño, tan abarcable a simple vista? La paradoja se devela al hallar el mayor perdedero en el espacio físico más reducido. El pueblo chico, como metáfora de la mente humana, es ese hábitat confuso e infernal donde la vida bulliciosa del chisme de esquina se nutre de la muerte. En la mente residen los miedos y hablan las malas lenguas. En la mente se nace y se muere. Pero, ¿cómo perderse una y otra vez en el mismo lugar o en un lugar similar?, ¿cómo morir más de una vez? Acaso nada más existe que lo que habita la mente. Amy Lehman, esa mujer-hija-madre que se sostiene sobre su propia vulnerabilidad es también la bisagra que permite el vaivén entre el peso de la memoria y las ansias insatisfechas de libertad.

El neurólogo Oliver Sacks dice que “las experiencias cercanas a la muerte presentan todas las señales características de la experiencia mística”, refiriéndose a estados como la pasividad, la inefabilidad o la fugacidad, y es quizás por eso que los episodios de La familia del Dr. Lehman en los que los personajes se enfrentan crudamente a la muerte, en situaciones casi apocalípticas, son tan verosímiles aun cuando en ellos hasta podríamos sentir mucho de inhumanidad.

IMG_5310Una familia tradicional, un auto, un viaje que supone una escapatoria de algo incierto –hacia un destino aún más incierto– y un pueblo pequeño sitúan a los lectores en un ambiente que no nos es extraño, a primera vista. En efecto, parece imposible perderse. Pero la carretera, como sinónimo de libertad, se revela tan solo como la ilusión de esa libertad. La carretera es la posibilidad latente, el objeto de un deseo cada vez más agónico, porque sobre esa carretera también ruedan los desprendimientos y hay conciencia de que se proviene de un origen incierto transitando esa misma carretera, y de que se avanza rumbo a algún destino final, desprendiéndose, quedándose uno mismo desolado. El final –si algo existe– es para todos y acaso no haya más que eso. Es que todo se precipita en la sensación agónica del temor al olvido, cuando descubrimos que el sentido de la existencia no reside en las razones sino en las contradicciones, en los enredos persistentes de la memoria y en la confusa aparición de los sentimientos. Todas esas formas de la muerte que suelen disfrazarse de pesadillas, reunidas en el olvido. “Acaso esto sea lo que hay, una y otra vez”.

Sandra Araya propone un hábil juego con el suspenso y de paso indaga en un rincón de la sicología, al atreverse a representar en algo más de ciento veinte páginas una mente esquizoide (o varias). Y lo hace desde el exilio. No aparece la ciudad como el tradicional escenario del quiebre del sentido. Todo se remite al gesto de mirar hacia atrás mientras se intenta avanzar. El valor de esta historia radica en la destreza para presentar a la muerte y al olvido, al amor y al desamparo como circunstancias que residen en los vericuetos de la mente humana antes que en el entorno físico.

La familia del Dr. Lehman es una novela pensada finamente en cada una de sus puntadas. Sostiene el ritmo porque no se excede en poses ni en acrobacias narrativas. El protagonismo lo tiene la voz narrativa y no su autora, pero es su autora la que brilla, pues –entregada como médium a la historia– consigue plasmar un estilo auténtico y un edificio expresivo sólido gracias al desdoblamiento en el ejercicio de la escritura de ficción.


La familia del Dr. Lehman, de Sandra Araya, es la ganadora del Primer Premio La Linares de Novela Breve, convocado por la Campaña de Lectura Eugenio Espejo y la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 2015. El jurado del concurso la calificó de “canónica” (Ver aquí el veredicto) y resaltó que esta obra haya sido “construida y conducida con mano segura, sin divagaciones ni líneas argumentales secundarias que distraigan la atención”, y su “estilo funcional, de una morosidad sostenida desde el primero hasta el último párrafo, en beneficio del suspenso”.