Por Fernando Morote
El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) posee la fama, el prestigio y la historia que muchos en el mundo envidian. Allí residen las señoritas deformadas de Picasso, las líneas curvas de Miró, los relojes derretidos de Dalí, las chicas del can-can de Lautrec, los cubos coloridos de Mondrian, las desnudas en ronda de Matisse y las latas de sopas de Warhol.
Poco me importa. Mis monstruos personales –Paul Gauguin, Vincent Van Gogh y Jackson Pollock- viven en él también.
Frente a sus cuadros exhibidos en el recinto de la Calle 53 de Manhattan, entre las Avenidas Quinta y Sexta, sufrí el mismo estremecimiento que al pisar la tierra del Morro de Arica y al tocar un proyectil disparado por el Huáscar. ¿Versión individual de rito sagrado? No tanto. Acercarme a sus originales es como visitar a un amigo del alma, experimentar el temblor del éxtasis, asimilar la emoción de la plenitud.
A Paul lo conocí a través de una serie francesa de televisión. Con Vincent fue un reencuentro después del colegio en una exposición en el Instituto Peruano Británico. De Jackson supe por un documental sobre su peculiar forma de pintar. En cada ocasión lo que me cautivó hasta el delirio fue la pasión, el desafío a las convenciones y la ruptura de los moldes expresadas por los artistas en sus vidas y en su trabajo.
Tres personalidades, tres espíritus que iluminaron mi camino cuando más perdido estaba. La devoción al arte que estos tres demonios profesaron a lo largo de su existencia fue una inspiración para mí. Me demostraron que los sueños se cumplen. Pero hay que pelear y romperse el culo para hacerlos realidad. Me enseñaron que no hay manera de escapar a la vocación. Me convencieron de que seguirla y entregarse a ella no es un error, a despecho de lo que otros –incluyendo a los seres más queridos- piensen, digan, esperen o exijan. Me inyectaron el virus de la resistencia a la resignación y la mediocridad.
A ellos debo la libertad que siento al escribir: la mejor lección que pude recibir.
A Gauguin hay dos formas de verlo: como un desgraciado hijo de puta, irresponsable, desconsiderado y egoísta, que abandonó su profesión y su familia por satisfacer un capricho y entregarse al libertinaje sexual, o como un héroe que arriesgó y antepuso todo por atender el llamado de su corazón. A lo mejor tuvo un poco de ambos. No lo sé. Pero así como algunos cuelgan la imagen de Juan Pablo II en la pared de su dormitorio, yo coloco uno de sus autorretratos en el mío.
Como parte de su legado, el MoMA cobija en un muro del quinto piso Las lavanderas. Pintada mientras transcurrió un período en Provenza, no es una de mis favoritas pero su composición representa un magnífico ejemplo de su actitud iconoclasta. Sin ser un gran dibujante, Paul logra perfilar con sensualidad la figura de las laboriosas mujeres a orillas del río y el contraste de sus colores secos y vibrantes otorgan al conjunto un seductor golpe visual.
Van Gogh, en cambio, se voló una oreja porque no tuvo las agallas de clavarle la navaja a su colega francés en una noche de esas nueve turbulentas semanas que vivieron juntos en Arlés durante el otoño de 1888. El fascinante y enardecido pelirrojo, sin embargo, pese a las notables controversias con su admirado Gauguin y su adorado hermano Theo, fue siempre fiel a su manera de contemplar el mundo y a causa de ese detalle transformó la pintura universal en una luz radiante, vigorosa y explosiva.
En la quinta planta el MoMA conserva una de sus joyas: La noche estrellada de 1889. Al lado de La habitación, El café nocturno y La terraza del café entre mis preferidas, esta manifiesta asimismo el poder de su nerviosismo aplicado a su actividad creadora. Trazos enérgicos que reflejan la potencia de su atribulada naturaleza. Un paisaje nocturno pintado de día como para dejar establecida la contundencia de su talento. Logrado además desde uno de los asilos para dementes que acogieron al holandés en sus tiempos de crisis.
Pollock, quizá debido al hecho de ser neoyorquino por adopción -natural de Wyoming, vivió en Greenwich Village y produjo la porción inmortal de su obra en Long Island- tiene reservada en el cuarto nivel una sala para él solo.
Uno: Número 31 de 1950 es una pieza de abstraccionismo puro. Un registro exacto, preciso y perfecto del interior de Jackson, quien en esta tela desarrolla en amplitud su técnica del goteo y refuerza o remarca el concepto de que en su pintura –contra lo que muchos pudieran creer- no hay nada accidental, todo está previamente organizado y se encuentra lejos de lo que la petulante ignorancia de sus críticos alguna vez llamó “amasijo de spaghettis rancios”. El caos en Pollock es sólo aparente. Y teniendo en cuenta las dimensiones del lienzo puedo comprender sin dificultad por qué la extendía sobre el piso y caminaba alrededor de ella, abordándola desde los cuatro ángulos, para sentirse literalmente dentro de la pintura.
Paul, Vincent y Jackson no nacieron para ser cualquiera. Paul era visto como un peligro por su agresividad, Vincent fracasó como comerciante y predicador, Jackson fue rechazado por esquizofrénico cuando quiso enrolarse en el ejército. El trío entero fue catalogado -cada uno a su turno- como una carga, un desecho para sus familias y la sociedad. Lo cual ahora es fácil de entender: habían nacido para ser genios.
Su postura rebelde y su vena innovadora han influido de manera consciente y consuetudinaria en algunos de mis cuentos. No solo el nombre sino el ánimo de Paul aparece en Pájaros madrugadores, los de Vincent en Toccata y fuga (pre y post historia de una cachada brava) y los de Jackson en Víctimas de la moda.
Sus pinturas en el MoMA, debo reconocerlo, son apenas un pretexto, una maravillosa oportunidad, para declarar mi amor por ellos.
Este artículo fue publicado originalmente en nuestro medio aliado Periódico Irreverentes.