Por Paul Hermann
La vida en la oficina es un día. Han pasado 20 años y siempre estamos atrapados en el mismo día.
La mañana desde el sexto piso del Instituto ISPADE tiene transparencia, olor a café, un paisaje hecho con las copas de los árboles del parque El Ejido y la burbuja del Instituto Geográfico Militar, y, sobre todo, la palabra del artista escénico Martín Varea (Quito, 1979).
Quiso seguir las huellas pictóricas que marcaron su abuelo: Oswaldo Guayasamín, y sus padres: Dayuma Guayasamín de Perón y Miguel Varea, pero desistió al notar que su trabajo estaba demasiado influenciado por el de su padre.
Después, entró a las artes escénicas con los sagrados gestos de la mudras budistas, y recorrió, de principio a fin y durante años, la propuesta planteada por Arístides Vargas en Malayerba. Se graduó sin muceta ni capa, sino, como corresponde a un actor: llevando a las tablas Las lecciones (2002), fusión de dos obras del autor rumano Eugène Ionesco.
Se dejó seducir entonces por la obra de Pedro Calderón de la Barca, Fernando Pessoa, Julio Cortázar, Diego Cornejo, Francisco Febres Cordero, Javier Ponce y su propio padre, y empezó a jugar con las palabras, a aventarlas contra las paredes como si fueran de goma, a armar castillos con ellas, a jugar a las carreras con ellas, a andar sobre ellas como si tuviesen ruedas, a lanzarlas al aire como si fueran platos, y a dispararles para que cayeran en su plato poético.
Esta mañana Martín viste de azul, con una camisa a flores. “¿Papi, por qué te pusiste esa blusa de mujer?”, le interpeló una de sus dos pequeñas hijas cuando lo vio. Algo que lleva a pensar en que todas las personas somos una suerte de collage, que nos construimos con diversos materiales, que representamos diferentes personajes, que somos muchas máscaras.
De hecho, Martín Varea es muchas cosas más de las que se han mencionado: periodista, catedrático, esposo, padre, corredor de fondo, jugador de fútbol frustrado. Menos mal que es así, pues de haber triunfado sobre la yerba, no habría podido llevar a las tablas Versión pirata, la obra de teatro que interpreta con el actor y catedrático Stevens Góngora, y que escribió con su prima, la dramaturga y artista escénica Ana Cristina Franco Varea, con base en La estética del disimulo, propuesta pictórica y literaria que Miguel Varea ha desarrollado a lo largo de cinco décadas. De ahí que la dramaturgia, el vestuario, la escenografía y la utilería de Versión Pirata también tengan el sello del pintor. De hecho, es imposible mirarla sin pensar que los personajes transgredieron los universos del lienzo o el papel y se metieron en el escenario.
—Le voy a contar una historia sin H
—¿Cómo, sin H?
—Una historia que no es muda. Había un pueblo en la India…
—¿Cuál india?
—No interrumpa, racista, Había un pueblo en la India donde criaban unos cerdos.
—Me encantan las historias autobiográficas.
—¡Grosero! Unos cerdos que eran objeto de todos los cuidados posibles. Limpios, educados, bien amados. Unos porcinos privilegiados. Pero también había otros puerquitos a los que nadie los regresaba ni a ver, eran los marginados, unos pobres puercos indignos del paraíso.
En un lugar de Cali de cuyo nombre no quiero acordarme
Al interior del archivo de una institución burocrática, rodeado de cajas, un burócrata de impecable traje color beige discute con su alter ego o, acaso, su locura: representada por un hombre de aventuras que luce uno de los trajes de letras con que Miguel Varea viste a sus caricaturas.
El burócrata es afeminado, el pirata viril; el burócrata siempre fue muy sociable, el pirata tímido; el burócrata planea, el pirata recuerda; el burócrata ha malgastado su vida en ceremonias de interiores, el pirata ha aprovechado la suya en aventuras al aire libre; el burócrata se busca a sí mismo hasta dentro del clóset, el pirata hace tiempo se ha encontrado a sí mismo viajando. El burócrata representa el orden, el pirata es el caos; el burócrata está obsesionado con su trabajo; el pirata con la vida; el burócrata sueña con colocarse la banda presidencial, el pirata en imprimir la Constitución en un rollo de papel higiénico…
Esta obra que ha madurado con el tiempo es calificada por Martín Varea como un monólogo a dos voces. De ahí que en Cali (ciudad que el Teatro Científico, su agrupación, acaba de visitar), se pensó que constituía un dialogo entre El Quijote y Sancho Panza, entre la locura del caballero y la cordura de su escudero, una locura —aclara el actor— que no debe ser vista como algo negativo, sino como lo único que en los complejos momentos que vivimos, puede salvarnos.
Es, por lo demás, una obra polifónica, que va del tono con que los abuelos le cuentan fábulas a los niños, al que usan los pastores cristianos para evangelizar a los borregos que han extraviado el camino, pasando por el impostado y solemne tono con que debería leerse la Constitución, mientras suena All you need is Ecuador, la versión pirata de All you need is love, de The Beatles.
La versión pirata se burla, mediante asociaciones tan discordantes como hilarantes, del binarismo esencialista de nuestra sociedad “llena —como él dice—, de sabios, expertos en descifrar la realidad objetiva que si no es blanca, obviamente es negra”.
Señor. Conteste: ¿burgués o proletario? ¿Sano o enfermo? ¿Fármacodependiente o jungiano? ¿Devoto de Adam Smith o viuda de Fidel Castro? ¿Librepensador del siglo XXI o mozo de Donald Trump.
Digámoslo con palabras más simples: La versión pirata constituye una crítica a un sistema que aplaude a individuos que se toman la sopa, se ponen corbata y marginan a aquellos que no comulgan con sus intereses, a aquellos que gustan de las corridas de toros, se oponen a la reelección indefinida, prefieren el borrego asado a los sánduches con cola y las camisas floreadas a las bordadas en Zuleta.
Lo que yo no soporto de estos funcionarios públicos, de estos polizontes, son sus hábitos alimenticios, eso no se hace, la corbata se mancha. Lo que a ellos les gusta son las cosas grasosas, los triglicéridos, la papita chip, el hot-dog, la pizza, el pollo, la arepa, y no saben que es de muy mal gusto comer un producto así de popular en el ambiente ejecutivo de la oficina Pasar sentado todo el día en esas sillas ergonómicas hace que se les engorde el culo, atenta contra su salud, ellos no lo saben, se están autodestruyendo. Sufren muchísimo, pero sufren sentados…
El mundo es una caja
La obra invita a pensar que si bien el mundo es circular, está lleno de cubos. Las edificaciones: cubos. Las habitaciones: cubos, los autos: cubos; las mesas: cubo de cubos. Todo es rectangular, todo es cuadrado. El archivo en que el burócrata envejece día tras día sin atreverse a emprender las aventuras que darían sentido a su vida y, por supuesto, las cajas que lo rodean. En estas y en la cabeza del burócrata habita la locura.
En la obra de Varea las cajas aluden a los receptáculos que en las instituciones públicas archivan procesos y vidas, pero también a los cajones en que su padre guarda su obras y sus personajes. “Todos tenemos una caja —dice el actor-— en la que guardamos aquellas cosas que verdaderamente nos definen, a la que conferimos un poder mágico, prohibido, vital para nuestra constitución como individuos”.
Versión pirata se ha presentado en el ISPADE, en su sala de teatro Espacio Vacío. También llegó a Cali y se esperan nuevas funciones.
La caja, en la obra de Varea, es una suerte de aleph borgiano, aquel punto que contiene todos los puntos del universo. No es raro en este sentido, que también haya servido para que el pintor Miguel Varea creara con ella una máscara cúbica, es decir, de cuatro faces que gira sobre los hombros del burócrata, permitiéndole ser muchos personajes, no solo la comedia y la tragedia del teatro griego.
Mr. Happy, el personaje interpretado por Varea, quería salir de una de las cajas de la bodega, pero en la medida en que su corpulencia no lo permitía, optó por ponérsela en la cabeza. Esta le pareció un sombrero pirata, de aquellos negros y alados, que tienen un par de tibias y una calavera sobre la frente. El pirata entró a escena a través de una caja, como confeti, como arlequín que salta impulsado por un resorte, para convertirse en uno de esos hallazgos felices del arte.
Señor, no se vaya, va a venir otro burócrata y me va a tratar como a una caja vieja y sucia. A los otros no les gusta hablar conmigo, señor. Más bien yo puedo ayudarle a recordar qué era eso que usted quería hacer. Venga, venga, usted quería cambiar el mundo, señor, ahí estaba usted, saliendo a protestar, señor. Mire, mire, cantaba, reía, bailaba y llovía y no importaba, porque la gente protestaba, señor, porque la gente no se conformaba con un paralítico…
Al abordaje
Mr. Happy navega entre las cajas sobre un mar imaginario, usando una escoba como remo, probablemente para marcar un contraste con la aburrida vida del burócrata y rendir tributo de admiración por navegantes como Francis Drake o Simbad, propios de épocas en que los viajes se hacían sin GPS ni tiquetes gratuitos por millas acumuladas.
En todo caso, es necesario puntualizar que el nombre Versión pirata no se debe tanto a la presencia que en la obra tiene el bucanero, sino a la crítica que se realiza a una sociedad que tiene una versión pirata de todo: discos, películas, ropa, accesorios. “Creo que hoy en día, lo que nos queda a la clase media es la versión pirata, aquella barata y de mala calidad que se ralla, se corta, se destiñe, se rompe, y que por lo tanto, nadie quiere tener”, dice Martín Varea, y asegura que el correísmo es la versión pirata del llamado socialismo del siglo XXI.
Esta obra, que puede asumirse como la historia teatralizada del Ecuador de estos años, ha logrado llevar a las tablas el conocedor y elaborado humor de la caricatura política. “Pero bórdese la camisa, señor, para hablar de esto”…