Por Gabriela Montalvo / @mgmontalvo
Hace poco leí una publicación del Arts Council England y la Creative Industries Federation del Reino Unido en la que se señala el papel fundamental que ha tenido el Estado, a través de varias intervenciones, en el desarrollo y altísimo crecimiento (7,9% del 2015 al 2016) de su sector creativo, que además, generó más de 363 mil empleos en 2016.
Además de mostrar varias cifras sobre el excelente desempeño macroeconómico del denominado sector cultural y creativo del Reino Unido (cuyo crecimiento cuadruplica el del promedio de la economía total de ese país), el documento señala que nada de eso habría sido posible sin inversión pública.
En un documento elaborado por economistas de la División de Competitividad, Tecnología e Innovación del BID, se exponen una serie de resultados de varios estudios y modelizaciones que, desde el punto de vista de la política económica, sustentan no solo la conveniencia sino la necesidad de la intervención estatal para sostener, fomentar y promover la actividad cultural de un país.
Además de las razones cuantitativas, que son varias, se exponen también motivos de otro tipo, aquellos que los economistas resumimos (como si ello fuera posible) en lo que Throsby llamó “valor cultural”. Este texto presenta algunos ejemplos de políticas públicas aplicadas por algunos países que empiezan a mostrar resultados notables. Al menos a nivel macro.
Mientras esto se discute en otros países e instancias, en Ecuador, a puertas de confirmarse el nombre del decimosegundo ministro de Cultura en 11 años de vida de esa institución, hemos vuelto a preguntarnos si en realidad sirve de algo tener un Ministerio de Cultura.
Y me parece que la pregunta adecuada no es esa, sino más bien si tenemos una política cultural en el país.
¿Qué entiende el Presidente de la República –cualquiera de ellos– por Cultura? ¿Se habrán planteado los mandatarios de turno algún objetivo en esta materia? ¿Alguna vez se han preguntado qué necesita “el sector” cultural de parte del Estado? No es necesario que contesten. Las acciones institucionales y sus resultados hasta el momento son la respuesta más evidente.
Algunas de las características más notorias de la gestión cultural estatal son las siguientes:
Visión instrumental de la cultura asociada al espectáculo
Es tanta la importancia que tiene el espectáculo en la política cultural vigente que las instituciones públicas de este ámbito cobran sentido y justifican públicamente su existencia en la realización del evento de turno. Así, mientras secretarías y direcciones municipales de cultura se convierten en productoras y organizadoras de fiestas y espectáculos masivos, el Ministerio de Cultura se ha convertido en una instancia de contratación de eventos. Entre los más importantes están el Festival de las Artes Vivas de Loja y la Feria del Libro, Cromía (Feria y encuentro de diseño), la gira de conciertos Somos Cultura en 2011…
Intento fallido de neutralidad e imparcialidad – Fondos Concursables
Además de la organización de esos eventos, al Ministerio de Cultura se lo conoce por su programa de Fondos Concursables. Es paradójico que un programa que se denomina concursable haya surgido justamente durante un gobierno que se autoidentificó como revolucionario. La misma idea de concurso remite a la competencia, y con ella, a la individualidad, al premio, a la capacidad. Todos estos planteamientos son mucho más cercanos a un programa liberal que a un plan que hablaba del Buen Vivir, de lo colectivo, de la cooperación como alternativa a la competitividad.
Si bien este programa surgió con la ‘buena intención’ de entregar un aporte monetario desde el Estado para apoyar la actividad cultural, con la idea de ser concursable con el objetivo, al menos explícito, de evitar el clientelismo y las asignaciones discrecionales, esto no es suficiente al implementar políticas públicas. Como lo señala Jaron Rowan en uno de sus artículos, varias medidas, programas e incluso políticas llenas de noble intención, terminan reproduciendo prácticas y patrones coloniales que lejos de fomentar y apoyar la producción de base, pueden terminar precarizando aún más la situación de gestores.
Para que se dé un concurso, se presupone que a este concurrirán agentes homogéneos, al menos con características y propuestas similares que compiten bajo criterios definidos. Esto no ha sucedido. Se han presentado cientos de propuestas absolutamente heterogéneas, encasilladas lo mejor que han podido a las categorías y áreas establecidas, para someterse a la siempre subjetiva, por muy transparente que quiera ser, calificación de un jurado. Al exigir, además, una serie de requisitos, como por ejemplo un monto mínimo de contraparte, que en muchos casos consiste en la monetización del trabajo de quienes presentan la aplicación, el concurso dificulta o, de hecho, excluye a quienes no alcancen a demostrar esta capacidad.
El mismo Ministerio, en un estudio realizado por la Dirección de Sistema de Información Cultural que evalúa este programa hasta 2017, señala que “a pesar de la relevancia del proyecto, es necesario destacar que por diferentes aspectos no ha mantenido la regularidad esperada ni ha sido manejado con un criterio definido. Así, cada una de las convocatorias ha variado en cuanto a fechas, metodología, estrategia de selección de los proyectos y los montos definidos para cada uno de los mismos” (sic).
Hasta la fecha, esta falta de lineamiento no ha variado. Las convocatorias, sus cronogramas, metodología, mecanismos de selección y montos, no obedecen a un objetivo estratégico previamente planteado, sino más bien a la disponibilidad presupuestaria del momento.
Desde su creación, el programa de fondos concursables ha entregado al menos 15 millones de dólares para el “fomento de la creación”. Después de esta considerable inversión, sería de esperar un mínimo impacto en los diferentes sectores. Sin embargo, dentro de todo este presupuesto, no se ha considerado un componente para evaluarlo. Contar con un estudio profundo sobre este impacto es no solo una necesidad, sino una deuda de transparencia con la ciudadanía.
El olvido de la memoria social
Durante largos períodos estuvieron cerrados dos de los tres repositorios más importantes del Ecuador: el Museo Nacional y la Biblioteca Nacional. Después de varios años de esfuerzos administrativos y técnicos, con el compromiso sobre todo del equipo de la Subsecretaría de Memoria Social, se logró reabrir el Museo, y también readecuar y equipar otros. Con todas las observaciones que el nuevo MUNA pueda tener, ahora es un espacio abierto al público, con programación, con personalidad. Tanto se esmeró el Ministerio en iluminar al MUNA, que sus luces contrastan, literalmente, visualmente, con la oscuridad de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Se ve como una pieza que no encaja con las demás. Como si algo estuviera fuera de lugar.
Sobre la Biblioteca, solo sabemos que se espera su reapertura en un nuevo lugar y que sus fondos se encuentran seguros, almacenados en equipos adecuados en los espacios de esa misma Casa de la Cultura. Todo esto mientras el Archivo Nacional sobrevive en condiciones que no corresponden a la salvaguarda de la Memoria Social, en espera de que se cumpla, en los próximos siete meses, el plazo dispuesto en la Ley de Cultura para su emplazamiento definitivo. Y esto para no hablar sobre el penoso intento, en 2016, de trasladarlo al Centro Cívico Eloy Alfaro, en Montecristi, por disposición presidencial…
La información cultural, un sueño llevado a Ley Orgánica
Contar con información y con datos hace parte del primer paso del ciclo de toda política pública. Ese punto constituyó por mucho tiempo una debilidad estructural del sector cultural. En Ecuador, la información es relativamente escasa, heterogénea y discontinua y dispersa. Más aún aquella que tiene que ver con la economía de la cultura. En un intento de cerrar esta brecha definitivamente, la implementación del Sistema de Información Cultural, junto al RUAC (Registro Único de Actores Culturales), es parte de las primeras disposiciones de la Ley Orgánica de Cultura. En otra acción que corresponde mucho más a los esfuerzos técnicos del equipo de trabajo (porque contar con estos datos fue una aspiración, un sueño, un objetivo que se volvió personal), que a una decisión a nivel de máxima autoridad, ahora se cuenta, junto a otros estudios, con los primeros indicadores de la Cuenta Satélite de Cultura para ocho sectores.
Sin embargo, aún queda camino por andar. Está pendiente la concreción de encuestas de consumo y producción cultural, así como la revisión de varios datos por parte del Banco Central.
Sabemos que el campo cultural requiere de investigaciones más profundas que complementen lo que la simplificación cuantitativa no pueda alcanzar. Además, esta no pretende ser una evaluación exhaustiva, sino una revisión sobre algunos de los puntos que lucen más relevantes, ante el inminente giro en la administración del ente encargado de la política cultural. Valdría reflexionar sobre el (cuarto) lugar que, desde la estructura institucional, se le da a este tema, que es su razón fundamental.
A pesar de todo, para quienes creemos en la gestión pública y en el papel del Estado en la sociedad, contar con una institución destinada a tratar el tema cultural en el ámbito público sigue siendo un avance. Tener un ministerio de Cultura representa siempre una posibilidad. Sabemos que junto al marco legal, se constituye en uno de los elementos más importantes de la política pública.
No sin razón, muchos han perdido la esperanza y, lógicamente, piensan que el trayecto que el Ministerio ha tenido durante estos 11 años marcará definitivamente su destino. Sin embargo, no es la única posibilidad.
La participación del Estado no solo es necesaria para garantizar el ejercicio de los derechos, sino que, además, puede ser un factor clave en el fomento y promoción de determinadas actividades. Como muestra el caso británico citado, esta intervención en el caso del arte y la cultura, ha sido fundamental. Más aún en un país como Ecuador, con una Constitución y una Ley Orgánica de Cultura que hablan de derechos, de acceso, de producción, de industria. En un país plurinacional, diverso, que se desenvuelve no solo con rezagos, sino con fuertes muestras de un carácter colonial, racista y patriarcal. Es decir, un país con un contexto cultural complejo, que va mucho más allá de las bellas artes y de las expresiones folclóricas, en el que se desarrollan muchas actividades que no son empresas pero tampoco fundaciones, que tiene varias y diversas lógicas para organizarse, para crear y producir, que van más allá del concurso, del evento y de la espectacularidad.
Sirve, pero no solo un ministerio, sino toda una institucionalidad que parta de esa mínima comprensión y que tenga la capacidad de posicionar lo cultural como una prioridad y de dejar en claro que no se trata de un «sector» subsidiario, accesorio, marginal, ni tampoco de un eje de desarrollo, sino de la base fundamental de la sociedad.
Eres l mejor muestra de la persona que muerde l mano que le dio de comer!!!
Para ahorrarles ese texto tan superficial, confuso y bastante contradictorio, la autora concluye:
«Sirve, pero no solo un ministerio, sino toda una institucionalidad que parta de esa mínima comprensión y que tenga la capacidad de posicionar lo cultural como una prioridad y de dejar en claro que no se trata de un “sector” subsidiario, accesorio, marginal, ni tampoco de un eje de desarrollo, sino de la base fundamental de la sociedad.¨
Mejor cuente qué hizo usted cuando fue directora de Política Pública en el Ministerio de Cultura y Patrimonio?
Yo recuerdo, no hizo NADA! no iba a reuniones y no se involucraba, pasaba encerrada en su oficina si es que iba. Lo único que hizo es cobrar su sueldito.