Por Oscar Pineda / Para La Barra Espaciadora
Estoy convencido de que para mirar algo con cierta pasión hay que irse lejos. Salí del Ecuador en el 2011 y retorné un año después. Aquellas cincuenta y dos semanas en Buenos Aires me mostraron una ciudad que tiene para el extranjero las puertas abiertas y un abanico de posibilidades para vivirla.
No soy experto viajero, pero cuando piso un lugar nuevo me gusta llegar hasta su médula. Y, aunque la llamada ciudad de la furia resulta casi una urbe cualquiera para sus nativos, yo quedé deslumbrado. Aquí hay que señalar algo: quedé deslumbrado por su oferta cultural. Allí metí las narices hasta donde pude.
Que lance la primera piedra quien no haya cometido este pecado: comparar la ciudad en la que vive con la que visita. Así que, querido lector, de antemano le sugiero que abandone este texto si usted es de aquellos que se acoge a cierto nacionalismo y defiende a su ciudad con ceguera ingenua, por sobre todas las demás. Vivo en Guayaquil, una ciudad grande, sin embargo, su propuesta cultural, al menos la que se promueve desde la administración municipal, aún tiene mucho camino por recorrer.
Quizá esto de la oferta cultural le suene a algo nuevo; quizá le suene, incluso, a un tema innecesario; tal vez cree que son cosas de chapuceros que se juntan en un teatro para dizque actuar… Demás está decir que Guayaquil debe resolver problemas más urgentes como el suministro de agua, las redes de alcantarillado, la seguridad, sus áreas verdes o su organización arquitectónica. Pero sucede -querido lector, querida lectora- que la cultura también es importante.
A ver, intentaré explicar -ojalá lo logre- por qué la cultura, o más bien, la articulación de políticas públicas fuertes para desarrollarla es importante. Usted seguramente va al cine; seguro que de vez en cuando le entra el bicho por bailar y va a una discoteca; es probable que en algún rato sienta un antojo y opte por reírse y enseguida llorar con algún monólogo de clown, o con una buena función de teatro, sea dentro de una sala o en la calle… O quizá prefiera escuchar música instrumental en un auditorio, con la sinfónica de… A todo esto llamamos el uso del tiempo libre. Entonces, ¿se ha preguntado alguna vez cuántas películas se han hecho en Guayaquil? ¿Sabe usted si la música con la que menea su cuerpo nace de voces de artistas de su ciudad o no? ¿Sabe si la sinfonía que le tranquiliza o le estremece se compuso acá es un clásico, digamos, europeo? ¿Tiene idea de si los actores o bailarines de por estos rincones tienen obras que nos permitan explotar de risa, llanto o enojo? Si no se lo ha preguntado, vale la pena que lo haga.
Bien, ¿para qué nos sirve la cultura? O, mejor dicho, la promoción de la gestión cultural, para ser más precisos… Le daré mi respuesta, no con el fin de que tenga solo una y la tome como una verdad, sino solo como una alternativa. Pues, resulta que en las expresiones artísticas, de alguna manera, nos veremos reflejados. Los artistas, aunque no todos, dirán a través de sus canciones/obras de teatro/película/literatura cómo ven el lugar donde viven, el tiempo en el que viven, que al final es donde y cuando vivimos nosotros.
Es inevitable relacionar al argentino con el tango; al peruano con su gastronomía picante lo mismo que al mexicano, o al brasileño con el samba, el bossa nova o con sus telenovelas… Yo siempre me he preguntado ¿con qué relacionarán los extranjeros al ecuatoriano, o, en particular, al guayaquileño? Y no es que haya que folclorizar las expresiones culturales, ¡no! Más bien se trata de promover espacios para que los artistas creen libremente y en diversidad. Por eso la promoción de políticas culturales que garanticen las expresiones es importante en una ciudad.
La Municipalidad de Guayaquil no le ha dado la importancia que creo se merece. En su plan de inversiones el rubro para Cultura y Promoción cívica fue de 2.4 millones de dólares en 2010. Este creció para 2014 cuando se proyecta una inversión de aproximadamente $4.2 millones.
Volvamos a la comparación, solo con fines ilustrativos: en Buenos Aires, en 2009, su Alcaldía invirtió aproximadamente 60 millones de dólares. Eso sin contar con la inversión del Estado central, con la que el aporte sumó 217 millones de dólares. Ahora, supongamos que los números no importan pues, al final, más o menos dinero no implica necesariamente una eficiente administración ni el logro de buenos resultados. También habrá quien compare la densidad poblacional de Buenos Aires, con cerca de tres millones de habitantes urbanos y una densidad poblacional de 14 400 habitantes por kilómetro cuadrado, con la del Puerto, con apenas dos millones y medio y una densidad de 7 345 habitantes por kilómetro cuadrado… Pero, vamos a los hechos: durante mi estancia en Buenos Aires en 2011, en cada uno de sus barrios había un programa musical cada fin de semana, sin olvidar que existen más de 600 teatros que funcionan todo el tiempo, y que en los parques -que hay por montones- hay músicos, bailarines, pintores, siempre haciendo algo. ¡Vamos, seamos sinceros! Las comparaciones siempre son reduccionistas, pero, pregunto: ¿pasa algo así en Guayaquil? ¿Sabía usted que no existe una sala de teatro regentada o construida por la administración municipal? ¡Vale la pena que se lo pregunte y vale la pena que se lo respondan!
Ojo, hay que tener claro que el Cabildo tiene que propiciar la existencia de escenarios, no direccionar la creación ni elegir qué se filma, qué se escribe o qué se canta. Ese es el encargo neto de los artistas, del ciudadano. Esas políticas municipales tendrían que trabajar articuladamente con las políticas del Gobierno central, y, para tornar más saludable aún el panorama, la empresa privada debe integrarse a un plan macro dentro de una ciudad, en materia cultural. Pero, nuevamente, ojo, ¡hay que evitar cualquier signo de paternalismo desde la autoridad local o nacional! Es fundamental que una ciudad tenga una vida cultural saludable y que buena parte de esa vida se geste desde su propia gente, de lo contrario estaremos destinados a ser extranjeros en nuestra propia ciudad, pues no sabremos qué mismo somos ni qué ofrecemos.
A qué viene todo este cuento, se preguntarán. Es que, precisamente, dentro de tres semanas elegiremos al alcalde/alcaldesa del Puerto y, sin que esto signifique hacer proselitismo, sí vale la pena preguntarnos, como ciudadanos, qué proponen los cuatro candidatos con respecto a la cultura. Por mi parte, he buscado los planes de gobierno -no ha sido fácil- de cada candidato y solo de uno de ellos hallé el documento. Es tiempo de que exijamos planes concretos en materia de salubridad, de transporte público y diseño urbanístico, en cuanto a las tarifas, impuestos y demás tributos para el mejoramiento de la ciudad, pero también debemos exigir acciones concretas en el campo de la cultura.
Guayaquil es una ciudad hermosa, cálida y a veces bipolar. Ha cambiado mucho, estructuralmente. Hoy puedo caminar por el Estero Salado sin sentirme amenazado. Varios sitios en donde antes, ni en el peor de mis sueños hubiera deseado estar, hoy son transitables. Pero también he notado que estos lugares por los que camino parecen más bien un monumento que un lugar de encuentro. La gente no se ha apropiado de su ciudad. ¡Ese es el problema! Si no, miren ustedes por qué es necesaria una norma para que no echemos basura en la calle. Por qué es preciso un guardia para que nadie se lleve algún ornamento público… Nada de eso lo han solucionado los adoquines ni las grandes estructuras de la regeneración urbana.
Si vemos a Guayaquil en el pasado, hallamos a la cuna de movimientos históricos que promovieron cambios determinantes: el levantamiento obrero de 1922 demostró la fuerza laboral de la urbe y detonó acciones similares en otras ciudades; el Grupo de Guayaquil fue precursor del realismo social en la literatura ecuatoriana y latinoamericana… Hoy ese Guayaquil no está, ¡hay que ser francos! Trabajar con nuestra memoria local podría ayudarnos a recuperar nuestra ciudad sin que haga falta adornarla con monumentos y adoquines que ocultan su esencia.