Por Damián De la Torre Ayora / @damiandelator
Lo daría todo con ganas,
si nuestras vidas pudieran ser como soñábamos.
Bob Dylan.
Parecería, y literalmente es así, que los libros están destinados a ingresar por los ojos. A quemar nuestras pupilas y despabilarnos si encienden nuestra atención y avivan nuestro interés; o apagan nuestros párpados como faros descompuestos si provocan aburrimiento. Pero, también, y sensorialmente es así, hay libros que no solo apelan al sentido de la vista, sino que nos trasladan a las calles de la sensación y se registran desde otras partes del cuerpo. Eso sucede con Azulinaciones, la novela de la escritora ecuatoriana Natasha Salguero (Quito, 1948), que obtuviera el Premio Aurelio Espinosa Pólit en 1989 y que se publicó en 1990, pero que ha pasado, lastimosamente, casi desapercibida y fue rescatada en una reedición por parte de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en su colección Letras Claves (2022).
Se trata de una de las MEJORES obras escritas en Ecuador, y hay que decirlo con mayúsculas. Revolucionaria en su tiempo y que, hasta en la actualidad, resulta innovadora. La autora experimenta con el lenguaje como si fuera una niña jugando con plastilina. Esto no debe ser entendido como una infantilización de su propuesta, sino como la posibilidad de entender a la palabra como espacio lúdico que permite nombrar a las cosas como si fuera la primera vez que las palpamos, que las sentimos en el mundo.
Este es uno de los principales méritos de Azulinaciones, el comprender que la escritura puede ser un espacio no solo de construcción, sino de destrucción y reconstrucción para (re)crear un lenguaje que termina entendiéndose pese a que el núcleo semántico se trastoque una vez que las palabras sean dadas la vuelta y se rompan los signos de puntuación para concebir un ritmo que termina atrapando al lector. Un ritmo que, además, contiene una serie de canciones que acompañan en cada momento, convirtiendo al libro en una rocola a ratos, y en otros instantes en un LP de puro rocanrol (de ahí que se apele al sentido del oído, pues la novela no solo se lee, sino que se escucha). Esto no solo se consigue a través de una nutrida playlist, que va de La pollera colorá de La Sonora Dinamita a Lucy in the sky with diamonds de The Beatles, de Alfonsina y el mar en la voz de Mercedes Sosa al dueto vallenatero de Diómedes Díaz y Colacho Mendoza cuando cantan Uno es así… sino que se logra gracias a la coba, al argot popular, ese diccionario que se construye en las calles, que nos permite entendernos cuando decimos una luca, vacilar, una gamba, sicoseado, pata, caleta y demás expresiones que transitan por el compás de nuestra existencia.
Todo esto desde la historia de Graciela y su grupo de amigos con quienes tratará de descubrir el mundo desde un rinconcito como Quito, bautizado como Kitgua en la obra. Justamente, aquí es cuando forma y fondo se funden, y este es otro de los méritos: contar la vida de una cofradía que experimenta con el sexo, drogas y la calle desde una estética fragmentada, donde se puede dar un salto cual Rayuela cortazariana, pero entendiendo que la lectura es un juego donde más que ganar o perder uno puede entretenerse. Y es que el divertimento del propio juego de la autora contagia al lector.
Y este experimento produce que el texto sea tan solo un pretexto para abarcar a un sinnúmero de manifestaciones, pues por momentos se narra como un guion radial y por otros como la publicidad más melosa del melodrama más cursi de la TV; y hay espacio para que los diálogos evoquen al teatro y otros hechos se expongan desde lo poético y hasta lo filosófico. Esto, reiterando la apuesta lúdica desde lo formal, que no es otra cosa que permitirse hacer lo que venga en gana a plena conciencia: cada experimento tiene un propósito en la narrativa de Salguero; algo así como moverse con alegría en la pista así no se sepa bailar.
En cuanto al contenido, ella logra que los huesos se quiebren y que el alma se quebrante. ¿Cómo abordar aquello que se considera “innombrable”? Pues se lo hace desde una voz honesta que, pese a la crudeza de los hechos, enfrente los conflictos más atroces desde lo poético. Tampoco que se malentienda esto último. Con Salguero no hay cabida para la apología, sino que desde una sensibilidad desbordante es capaz de hablar y provocar una reflexión honda al tratar temas como el aborto, el suicidio, la asimetría de poder y la violación: a través del lenguaje le permite al lector empatizar con los personajes y ponerse en sus zapatos.
Pese a lo descrito en el párrafo anterior, y tan paradójicamente como es la propia vida, la novela para nada se ubica en la estación de la tristeza, mucho menos de la depresión. Se trata de una apuesta literaria que va más hacia el gozo, a entender aquello de que hasta Dante, para llegar al Cielo, tuvo que pasar por el Infierno. La amistad como el mayor tesoro, la lealtad como principio de convivencia, la desobediencia como el camino hacia la libertad son parte de este rompecabezas, con el cual alguna(s) pieza(s) nos pertenece(n).
Un rompecabezas que termina siendo un horizonte azul en doble vía. Primero, el del cielo, que permite recordar que en algún momento envidiamos a las aves y hasta a los insectos por su capacidad de volar, pero a la vez está el no olvidar que un libro puede ser un estado gaseoso donde nos elevamos así nuestros pies sigan en la tierra. Segundo, el jugar con el azul de la deriva del mar, en el cual podemos hundirnos, naufragar o navegarlo, y que más allá del resultado cuenta la travesía.
En cualquiera de sus formas, un azul azulinante, ese que hace de telón de fondo dentro de la teatralidad que implica la vida, donde hay instantes para que se funda con el fuego de un atardecer caluroso o que vaya con una escala de grises, que combina con los bemoles de la existencia, con la atmósfera vertiginosa de la montaña rusa del vivir. Vale la pena que el lector se trepe a estos rieles propuestos por Salguero y que, sin miedo, estire los brazos sin importar la velocidad del recorrido.