Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Antologar es un acto caprichoso y subjetivo. Partamos de esta premisa para acercarnos a cualquier intento de recopilar obras de distintos autores en un solo producto. En literatura, en música o en plástica, en teatro, en danza o en cine, quien escoge responde a un impulso íntimo, en primera instancia. El valor del resultado responderá a la negociación que se propicie entre ese impulso y la construcción de un concepto, y configurará una estructura cuyo efecto aporte a las discusiones vigentes o inaugure nuevas escenas de debate.
Antología del silencio* es también un acto motivado por impulsos. Pero después de esos impulsos, es evidente la necesidad de contar un pedazo de la historia de la canción de autor hecha en el Ecuador, a través de una cuidada selección de exponentes del género. Este proyecto, cuyo director musical fue el cantautor Fabián Meneses, y que contó con la investigación del etnomusicólogo Juan Mullo, es el pago de una deuda de larga data con la canción de autor local, que ha permanecido envuelta en un silencio grosero durante décadas.
Antología del silencio nos hace girar con su fuerza centrífuga a través de ritmos vernáculos como el albazo y nos devuelve al blues más primigenio. Lo junta con la bomba afro del valle del Chota y nos avienta hacia las rugosidades del rock. También visita el pasado: la chanson francaise y la romanza. ¿O es que acaso seguíamos creyendo que hacer canción de autor es tan solo imitar a Silvio Rodríguez?
Antología del silencio nos hace girar con su fuerza centrífuga a través de ritmos vernáculos como el albazo y nos devuelve al blues más primigenio. Lo junta con la bomba afro del valle del Chota y nos avienta hacia las rugosidades del rock.
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Tic tac, tic tac…
El tiempo que tardamos en escuchar una canción no nace ni muere en la misma canción. En su pedazo de vida audible, ella encierra todos los tiempos que la preceden y la suceden, a ella y a su portavoz. Por eso, uno de los méritos de esta antología caprichosa es permitir el juego de temporalidades en un mismo universo sonoro. En todo el recorrido se siente un trabajo integral alrededor de los distintos momentos históricos. El disco en su conjunto es una pieza entera, consecuente con cada una de sus voces, estéticamente pulcra. De hecho, el trabajo de los arreglistas de esta producción, Donald Reignier, Leonardo Cárdenas y Álex Alvear (también Fernando Aramís apoyó al equipo de arreglistas), es estupendo y se manifiesta en hacer sonar a todos como actores de una historia común.
Curioso resultará para algunos puristas -anclados en el estigma de que canción de autor es sinónimo de nueva trova- encontrar en esta selección a uno de los pilares del rock ecuatoriano de los últimos veinte años, Igor Icaza, como un representante de la cantautoría. Pues sí. Igor Icaza, líder de Sal y Mileto, comparte esta producción con el cubano Fernando Aramís o con el argentino Alberto Caleris. Y esta, precisamente, es otra de las sorpresas de este disco: salirse de los ya ridículos afanes nacionalistas para contar un cuento sobre música. Antología del silencio no es música nacional, es música hecha en un territorio que ha sido nombrado Ecuador y que ha sido delimitado por unos cuantos elegidos (por ellos mismos). Por eso confluyen en esta iniciativa algunos extranjeros radicados en este rincón andino, pues su producción muestra la sinergia entre colores sonoros de sus sitios de origen y sus propias interpretaciones de los sonidos locales.
Curioso resultará para algunos puristas -anclados en el estigma de que canción de autor es sinónimo de nueva trova- encontrar en esta selección a uno de los pilares del rock ecuatoriano de los últimos veinte años, Igor Icaza…
Los arreglos de Leonardo Cárdenas dan al tema de Alberto Caleris una atmósfera atemporal o, mejor, funcionan como un dispositivo que comunica lo sepia, la añoranza de un glamur nunca alcanzado por una mujer o la ilusión de la fama que pertenece a otros. Las sonoridades de la canción dibujan lo efímero de la vida artística o del artista mismo, pincelan la paradójica brevedad de la canción. El aparecimiento medio espectral del bandoneón de Cuellas pone la marca porteña de un argentino que, quizás, también nombra a la Argentina como a su personaje, Lili. La república Argentina es, a lo mejor, esa Lili que siempre quiso ser Europa, la Buenos Aires que siempre quiso ser París. Lo ingenuo del ensueño queda comprimido en la tonada de la cajita musical del final.
El viejo, de Hugo Idrovo, tiene el color de los Cuentos del río colgado, tal vez el disco que marcó un cisma en su carrera individual. La historia es simple. No hay más recoveco que la sabiduría de la sencillez armónica y la identidad vocal de uno de los más grandes cantautores de la región. El trasfondo, obviamente, son las experiencias de este ‘mono carapachudo’, su exploración propia del tiempo, del contraste entre los márgenes del delirio y la ternura, la bondad y lo sublime de las ruinas. La sublime candidez de una charla…
Con esa misma naturalidad, Fabián Meneses propone un sacrilegio tentador, un juego de herejías: vamos a un night club… “Mujer terrible del cantar de los cantares / flor invisible del oficio más sustentable / hasta Jesús, viéndote provocativa / deja la cruz, tras el altar le abrigas (…) Profesional en el sentido estricto / complaces al cardenal y al conscripto / ángel de luz del Paraíso night club…”. La finísima cantante María Tejada se encarga de soltar la picardía poética que hace falta, mientras los instrumentos diseñan la puesta en escena teatral, bordan la atmósfera y la describen como acostumbra a hacerlo Fabián, enumerándolo todo. ¿Puede el Paraíso ser un night club? ‘Paraíso’. ¡Qué gran nombre para un cabaret!
“Mujer terrible del cantar de los cantares / flor invisible del oficio más sustentable / hasta Jesús, viéndote provocativa / deja la cruz, tras el altar le abrigas…».
Romanza de pared es, quizás, la mejor composición de los tres discos de Fabián Jarrín, por su trabajo armónico, por el efecto lírico y por el carácter de trascendencia que garantiza. Ahí habita el duende Eugenio Espejo -primer grafitero ecuatoriano de la época republicana y estandarte de la libertad de expresión frente al poder político de turno-. Este tema es un homenaje a quienes llegaron a sobrevivir a los tiempos en que hacer pintas en las paredes era un acto verdaderamente popular, altamente contestatario y políticamente necesario. El grafiti como acto político ahora ya ha sido aniquilado por un poder que no corta cabezas con guillotina pero sí con censura, un poder que vuelve a los grafiteros serviles asalariados. Fabián protesta usando la romanza medieval como bandera.
El grafiti como acto político ahora ya ha sido aniquilado por un poder que no corta cabezas con guillotina pero sí con censura, un poder que vuelve a los grafiteros serviles asalariados.
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Shhh…
Antologar al silencio es un acto rebelde, subversivo. ¿Cómo evitar el olvido ante los motivos primordiales para hacer canciones en América Latina? ¿Cómo mantener viva y en alto la voz de la poesía y la del amor en tiempos de rabia y de odio?
Más allá del impulso subjetivo, toda antología también debe construir una estética unitaria, una marca que la distinga de cualquier ejercicio aleatorio. Y en ese afán se corren riesgos. Quizás el mayor desafío que enfrentó esta Antología del silencio es el mantener el equilibrio entre la calidad técnica y conservar las huellas originales de esas sonoridades, su carácter orgánico, su espíritu minimalista, el alma de la canción y, a veces, sus silencios. El mismo Fabián Jarrín suele defender el acto de la cantautoría como la desnudez más valiente de enfrentar al mundo y a sus realidades armado únicamente de voz y de guitarra. A lo Dylan. A lo Guthrie.
Quedan preguntas, entonces: ¿no hay demasiada estilización? ¿Acaso la necesidad de circulación de un disco obliga a maquillar con recetas comerciales lo que originalmente fue un homenaje a la sencillez? Ya el tiempo responderá, pues esta es una cuestión de pasado y de presente, de presentes y de futuros. Pero es cierto: la canción de autor está viva y, por lo tanto, se nutre del entorno que lo toca en suerte.
Antologar al silencio es un acto rebelde, subversivo. ¿Cómo evitar el olvido ante los motivos primordiales para hacer canciones en América Latina? ¿Cómo mantener viva y en alto la voz de la poesía y la del amor en tiempos de rabia y de odio?
Qué mejor ejemplo que el de Alex Alvear. Columna fundamental de la ochentera agrupación Promesas Temporales (con Hugo Idrovo, Danny Cobo, Héctor Napolitano), Alex aporta a la antología con su tema De donde vengo que -si nos diera por pecar un ratito de nacionalistas, cuando la nación es solo un estropajo de nostalgia- es, de lejos, la mejor representación sonora contemporánea de los problemas de una sociedad como la ecuatoriana: migración, desarraigo y regreso; la esperanza, el reconocimiento de los orígenes y la recuperación de los afectos se traduce en su cadencia rítmica. En esta versión, el cello y los coros al final sugieren una sensación de júbilo que contradice al pesimismo con el que buena parte de la música popular ecuatoriana relató el drama social de la segunda mitad del siglo pasado.
Canción del agua, basada en el poema de Jaime Galarza, revela al cubano Fernando Aramís como un maestro en el uso de la voz y en la ejecución de la guitarra. Es que esta composición suena a lo que dice, porque la música de Aramís “es agua que corre”, como escribe el poeta. Como haber salido de su casa en Centro Habana y abrirse a la nutrición sonora de los andes quiteños, junto a los cuales vive desde hace casi una década. Es que así es como ocurrió. Con este tema, Cuba canta las letras de Galarza. Y, si bien hay mucho de la vena de la Nueva Trova Cubana en Aramís, sus composiciones dieron el salto que lo conecta con lo universal, con la canción que se mimetiza con los sinfónico así como con lo minimalista de su guitarra que suele parecerse también a un instrumento de percusión.
Y, si bien hay mucho de la vena de la Nueva Trova Cubana en Aramís, sus composiciones dieron el salto que lo conecta con lo universal, con la canción que se mimetiza con los sinfónico así como con lo minimalista de su guitarra…
Igor Icaza es un poeta rabioso que no sabe si es poeta o si es cantor o si es un niño con corbata amarilla. El batero de los fundacionales Sal y Mileto, el que ha sostenido vigente el mito de esta banda y se ha convertido en el tributo vivo a su exguitarrista Paúl Segovia, exhibe aquí su rostro de solista. Su acción siempre irreverente, la tensión de la instrumentación para dejar cantar a su substancia roquera y los arreglos –obra de Alex Alvear- de sus Labios muertos constituyen un micropoema, una alusión al suicidio a dúo. El poeta David Ledesma parece anudar alrededor del cuello del Igor su corbata.
Fernando Chávez, con su tema Café luz, también se recuesta sobre el diván de las letras. Su canción es una acariciadora cita de Café de artistas, de Camilo José Cela.
Gloria Arcos hace de su voz una danza seductora. Algo afro, algo blues, Azuquitar tiene la cara de un canto sensual, pero es un grito rebelde y una demanda. Gloria denuncia, se cabrea, guarda la fuerza lírica para dejar en el terreno de los versos el puño: Queremos la panela / cortando la amragura / de tanto sacrificio / sin libertad alguna… Cortar la caña para obtener azúcar fue símbolo de esclavitud en el norte serrano del Ecuador. Por eso, Gloria Arcos trae el dulce como paradoja de la amargura. Azuquitar, deja de llorar / levántate y grita, mueve las caderas / que esto no es pa’ quedarse ahí sentado… Bomba y blues. Resistencia. Resistencias como la del pueblo indígena, que en plástica o en literatura ha visto ciertas voces levantarse con sus gritos.
Gloria denuncia, se cabrea, guarda la fuerza lírica para dejar en el terreno de los versos el puño: Queremos la panela / cortando la amragura / de tanto sacrificio / sin libertad alguna…
La instrumentación recoge la marca andina del portentoso legado indígena en el canto de Enrique Males, pero el ingrediente sinfónico es un tanto eufemístico. La voz del cantautor, por sí sola un tambor o una zampoña, luce algo artificial. De todas maneras, esta canción autobiográfica, registro de una época que no le pertenece solo a Enrique sino a toda su comunidad ancestral en Imbabura, es un elemento que da al disco un carácter de trascendencia particular: la herencia simbólica del canto prehispánico y sus modos de desbrozar la maleza de los siglos.
Ulises Freire tiene frío como cuando se tiene frío en la montaña, junto a un río serrano, junto a un lago, a la espera del fogón. La suya es una canción de amor, de desamor, siempre en un hilo sobre el cual hace equilibrio para no caer en el abismo del lugar común. El frío de condenarse fatalmente a la soledad, pero como si hubiera detrás una resignación sosegada, un acurrucarse en el sillón junto a la ventana para ver cómo no para de llover.
Sandra Bonilla coquetea con el albazo con su evocación a la locura, a la libertad, a la vida y a la eternidad. Muestra de que las líricas de la canción de autor se desembarazaron hace rato de las etiquetas de la protesta o, incluso, de la poética romántica en la que muchos de sus referentes cayeron, en su afán de parecerse a los trilladísimos –aunque muy memorables- referentes inaugurales. La canción de Sandra es un bello himno al disparate y una exaltación de la música como una manifestación esencial de la libertad expresiva de los seres humanos.
Esta historia no es de risa, de Juan Carlos González -que se hiciera conocida por la versión de Alex Alvear, en el disco Soñando con Quito-, tiene en las voces a Karina Clavijo y Jen Villafuerte. Al piano se distingue la marca notoria de Raimon Rovira. Sí, es una versión menos juguetona, es una historia de risa pero no de tanta risa como la de Alex. Y, de nuevo, quizá sea debido al color sinfónico que atraviesa todo el disco. El trabajo en arreglos es la marca más evidente del registro.
En esta antología con trece temas hay capricho, como en toda antología. Por eso quedan muchas voces por fuera, no porque no merezcan ser parte de una memoria así de necesaria sino, ojalá, porque este se convierta apenas en un primer hito que señale rumbos más ambiciosos. Canción de autor no es reciclaje trovero sino todo un movimiento que late y se nutre de los tiempos que transcurren.
Vale mucho el mérito de haber apuntalado por fin la inmensa necesidad de registrar un trabajo sostenido durante varios años entre la bruma del silencio.
*La circulación de Antología del silencio se inició este viernes 16 de octubre, en Quito, con la edición de diario El Telégrafo.